Los musicales de otras décadas en Londres o Nueva York han consistido reiteradamente en adaptaciones de Víctor Hugo, Dickens, Cervantes, T. S. Eliot, los Evangelios, así que me dije: ¿por qué no Los hermanos Karamazov? Para variar, estaba muy equivocado.
La culpa de todo la tuvo, como siempre me ocurrió mientras gozaba de la beca Pinochet en Londres, Julio García. Ya lo describí en Indemne todos estos años, mi primer volumen de memorias. Julio era, y quizá todavía sigue siendo, capaz de vender a su madre con tal de hacer cosas poco convencionales. A Julio lo conocí como un uruguayo con pasado tupamaro, que, al par de meses de arribar a la capital británica, tras haber pasado por un infausto período en España, sepultó lo relacionado con actividades revolucionarias, sin por eso transformarse en un derechista ultramontano, sacando partido a todo lo que ofrece esa metrópolis incomparable que es Londres. Él me contactó con el hijo de Doris Lessing, para que yo le enseñara español, él quiso meterme en grupúsculos espiritistas, paranormales, crípticos, él me llevó a un concierto de los Sex Pistols que ocupa un capítulo de mi libro y también se reseñó en este medio, él quiso que yo participara en un club dirigido por una connacional suya que practicaba sesiones de psicoanálisis dinámico (¿?), en fin, él me involucró en cuanto enredo fuera posible y del cual resultaba extremadamente difícil desembarazarse. A diferencia de tantos exiliados sudamericanos, que solo respiraban consignas marxista-leninistas ya desprestigiadas, Julio optó por hacer algo muy singular e inusual entre la masa de refugiados que seguían soñando con implantar la dictadura del proletariado: estudió inglés a concho, se preparó para los competitivos exámenes universitarios y entró al Birbeck College, donde culminó doctorándose en literatura victoriana. Aunque le perdí la pista hace tiempo, creo que aún hace clases allí, aun cuando es muy posible que se haya radicado en Manila.
Cuando me propuso ir a un circo o un lío similar, que se llamaba y se sigue llamando The flying Karamazov brothers (Los hermanos Karamazov voladores), la idea no me atrajo en absoluto. Nunca me han seducido los circos, los trapecios, los juglares, los faquires, las mujeres con barba, los hombres elefante y todo aquello que se vincula con los malabares. Sin embargo, Julio es capaz de convencer a un ateo para que se transforme en monje, a una vegana para que devore bifes, a un multimillonario para que done su patrimonio a los Traperos de Emaús. De modo que ningún esfuerzo realizó para llevarme al teatro Lyceum, donde actuaban Los hermanos Karamazov voladores. Yo había visto los avisos y una noción muy vaga tenía sobre esa troupe. Por supuesto, suponía que debía tener que ver con la novela de Dostoievski, dado ese peculiar nombre. Con todo, nada me tenía preparado para el fascinante y peregrino espectáculo al que asistí esa vez acompañado por Julio -no me acuerdo cuándo- y al que retornamos juntos en diferentes ocasiones.
Ningún integrante de Los hermanos Karamazov voladores es ruso, polaco, búlgaro, checo o eslavo. Yo creía que el show giraba en torno a la inmensa novela de Dostoievski y en parte es así, aun cuando lo sea en una mínima parte. Bueno, los musicales producidos en las pasadas décadas en Londres o Nueva York han consistido reiteradamente en adaptaciones de obras de Víctor Hugo, Dickens, Cervantes, T. S. Eliot, los Evangelios, así que me dije: ¿por qué no Los hermanos Karamazov? Para variar, estaba muy equivocado.
Grosso modo, Los hermanos Karamazov voladores nacieron en el año de gracia de 1973, aprendieron su oficio en calidad de buscones o artistas callejeros en una pequeña ciudad de California y desde ahí su carrera fue en ascenso, hasta presentarse a lo largo y ancho de Estados Unidos, con incontables giras internacionales y un triunfal debut en Broadway. Los “hermanos” partieron de un paralelo con la novela de Dostoievski, bastante laxo y aun cuando no los unen lazos de consanguinidad, se siguen llamando hermanos. Hoy el heterogéneo conglomerado cuenta con uno solo de los cofundadores, Paul David Magid, quien hizo el papel de Dimitri y es también productor y director de los Karamazov. Al comienzo, se desempeñaban él e Iván y más tarde se fueron agregando Alyosha; Fiodor Pávlovich, el disoluto explotador de sus hijos; Smerdyakov, vástago natural de Fiodor y de la loca Lizaveta, epiléptico, resentido, víctima de alucinaciones y el real parricida de la trama, pese a que la condena recae sobre Dimitri. Además, se suman Grushenka, Katerina Ivanovna, Alina, Lisa, Fenya, Rakitin, el monje Zósima y unos pocos más del casi centenar de personajes de la laberíntica novela.
La historia de los hermanos es tan accidentada, azarosa, complicada, que quizá podría resumirse en una palabra: aventura. Los voladores ejecutan una amplísima variedad de números: narrativa tradicional, trucos, prestidigitación, acrobacias, conciertos orquestales. Han aparecido en múltiples películas y en un episodio de la teleserie Seinfeld. Además, efectuaron una originalísima versión de “La comedia de las equivocaciones”, de Shakespeare, asociados con Vaudeville Nouveaux. A medida que su trayectoria avanzaba, acentuaron el carácter satírico, incorporando decapitaciones y desmembramientos falsos, cuchillos ad hoc, góspel, jazz y a una regenta de burdel transexual (¿Katerina o Alina?). La mayoría de las bromas aluden a la cultura norteamericana de los 80 y los 90, añadiendo más y más componentes teatrales: golpes de pánico, hachas, antorchas, saleros, ukeleles, un huevo, un pescado, bloques de hielo y una botella de champaña (“la bomba de tiempo”). “El juego”, otra invención, es tan enredado que su explicación requeriría un libro: los espectadores deben subir al escenario con el objeto de proponer adivinanzas, cantar y hasta bailar. Hay concursos, juguetes o artefactos extrañísimos. La música es esencial en cada representación y para este efecto usan palos especiales, percusiones, tambores, marimbas, sin interrumpir la función. En 1981 actuaron con The Who y Grateful Dead, quienes se asociaron con los Karamazov muy seguido. Y en fechas recientes el componente tecnológico forma parte de su repertorio: vestuario o guantes con acelerómetros, radares de velocidad y radiorreceptores que permiten a los miembros del equipo intercomunicarse o bien recurrir a computadores detrás del proscenio. Prácticamente todos los Karamazov son virtuosos instrumentales, en concreto de bronces, cobres, maderas y, en general, todo lo que genere viento o ruido.
¿Tiene alguna relevancia o significación lo que acabo de escribir? Desde luego que, para mí, sí, ya que de lo contrario ni se me habría pasado por la cabeza la idea de exponerlo. Con todo, me parece que hay un componente muy profundo y vuelvo a rendir un homenaje a Julio García. Mientras los chilenos, argentinos, bolivianos y cuanto latinoamericano deambulaban por Europa tramando cómo derrocar a las dictaduras, sin siquiera preocuparse por los rudimentos de otras lenguas, unos pocos, como fue y tal vez sigue siendo su caso, adquirieron nuevos conocimientos y aprendieron a vivir. Así, Los hermanos Karamazov voladores es y fue una enseñanza a la vez extravagante y asimismo proveedora de otras formas de entender la existencia.