El libro de Kalle Pihlainen se pregunta por la teoría de la historia y las condiciones que le dan a ella un privilegio de credibilidad entre las formas de “creación del pasado”. La obra de historia (Palinodia, 2019) es comentado por Dan Stone.
Por Dan Stone. Traducción: Patricio Tapia
Es difícil hacer una reseña de un libro con el que uno está ampliamente de acuerdo. Kalle Pihlainen señala correctamente que la teoría constructivista, a pesar de los desarrollos metodológicos que parecen de alguna manera estar de acuerdo con ella (tales como la microhistoria), no ha sido ampliamente aceptada o entendida por historiadores “practicantes”. También tiene razón al insistir en que, a pesar de los signos de cansancio entre los teóricos de la historia, que han dirigido su atención a otra parte en los últimos años —por ejemplo, hacia la noción de “presencia” en la historia—, el argumento a favor del constructivismo merece ser reafirmado y sus aspectos clave explicados con mayor detalle. Contrariamente a estudiosos como Martin L. Davies o Keith Jenkins, cuyo trabajo tiende a favorecer el desecho de la historia tal como se la entiende actualmente, la comprensión de Pihlainen del constructivismo ofrece una oportunidad para concebir la historia como una práctica significativa incluso cuando defiende una posición decididamente antiesencialista. La historia, como dice Pihlainen, es tanto antifundacionalista como antiesencialista, pero no antirrealista ni antirreferencialista. Reconoce que incluso si la historia es epistemológicamente problemática, sigue siendo una actividad significativa en y para el presente.
Este breve libro es una colección de siete ensayos publicados previamente y ligeramente editados. Aunque ninguno es difícil de encontrar, reunirlos de esta forma está justificado en la medida en que, tomados en conjunto, se suman a un argumento convincente a favor del constructivismo (como lo define Pihlainen). Incluso se podría decir que, tomados en conjunto, los ensayos construyen una narrativa del desarrollo intelectual de Pihlainen (aunque no completamente una Bildungsroman), pasando de una sutil defensa de la necesidad de mantener el interés de los teóricos de la historia en el constructivismo, a un planteamiento de la diferencia entre historia y ficción (ya que ambas a veces llegan a ser omitidas por los críticos del constructivismo), a una defensa del papel que juega la historia en la creación de sentido en el presente, aunque en una versión de ese papel que, a la luz de su argumento crucial contra el cierre narrativo y la necesidad de estrategias de representación complejas, pasa la responsabilidad de crear sentido tanto al lector como al autor.
El libro comienza con dos de los mejores ensayos de Pihlainen, “Verdad narrativa” y “Releer el constructivismo”: ellos establecen una posición antiesencialista mientras mantienen un argumento convincente sobre el significado de continuar escribiendo historia, aunque con “formas de representación alternativas”. Sin embargo, el libro está lleno de observaciones desafiantes en las que es bueno pensar: “La realidad de la historia no proviene, entonces, del uso de material histórico, sino de la indomabilidad de ese material por el relato”. “En la historia… nuestro contrato de lectura ya está firmemente orientado hacia la confusión y la disrupción en el sentido de que nos llama implacablemente a cuestionar los recuentos que se nos presentan”. Este tipo de afirmaciones obligan al lector a criticar la historia, por una parte, y a encontrar razones para demorarse en ella, por otra.
Particularmente satisfactoria es la solución implícita al problema que se ha señalado muchas veces sobre cómo juzgar entre los relatos de historiadores que están en competencia. Pihlainen aquí aborda el argumento de Jouni-Matti Kuukkanen en Filosofía posnarrativista de la historiografía (2015; trad. editorial Fernando el Católico, 2019). Parece estar de acuerdo con Kuukkanen en que la interpretación de un historiador está legitimada por la “comunidad más amplia”’ de los investigadores, Pihlainen —cuyo argumento parte de la posición de Hayden White de que, aunque el pasado existió y podemos tener conocimiento de él, el pasado en sí mismo no nos proporciona historias ya hechas— sostiene que la existencia de una multiplicidad de relatos de (aparentemente) la misma cosa no debería ser motivo de preocupación. De hecho, solamente puede serlo si uno continúa creyendo en la objetividad, algo a lo que Pihlainen naturalmente le da poca importancia. Él no explica cómo seleccionar la “mejor” interpretación en cuanto tal, pero la idea general de la posición de Pihlainen sugiere que el poder de una interpretación radica en cómo funciona en el presente como un sustituto del pasado que representa. Eso, a su vez, sugiere (para mí, al menos) que nunca puede haber un único “mejor” acoplamiento y que, dado que los textos de los historiadores son en sí mismos productos de la historia, lo que se considera buena historia cambiará con el tiempo.
Como cabría esperar en un estudio de teoría de la historia, hay, por supuesto, cuestiones con las que incluso un lector simpatizante puede estar en desacuerdo. La primera es el uso que hace Pihlainen del término “presencia”. Pihlainen, en mi opinión, critica acertadamente las teorías de moda acerca de la “presencia” que parecen sugerir que los historiadores y sus lectores pueden, de alguna manera misteriosa (si no mística), “tocar” el pasado en el presente. Esto no tiene sentido; el pasado se ha ido y la historia actúa, en términos de Ankersmit, como un “sustituto” o, en términos de Pihlainen, un “sucedáneo” de lo que, por definición, se ha ido para siempre. No obstante, el uso que hace Pihlainen del término “presencia”, aunque (estoy seguro) no pretende sugerir el mismo fenómeno, crea cierta confusión. Cuando él habla de la esperanza de las personas “de poder encontrarse con el pasado (distante) en un nivel en el que sería un ‘presente’ y uno significativo para ellas”, su “anhelo fenomenológico” por el pasado, quiere decir que el pasado debería tener importancia en el presente, no que el pasado esté presente para nosotros de manera no mediada. Pero la diferencia podría establecerse de manera más clara.
En segundo lugar, y de mayor importancia, existe cierta tensión entre el argumento de Pihlainen de que la historia está ideológicamente alineada con las prácticas opresivas y las estructuras de poder establecidas y su afirmación de que la historia, habiéndose convertido en una actividad en gran parte académica, separada del “mundo real”, ha perdido algo de su “utilidad como herramienta para la opresión ideológica”. Pihlainen hace esta última afirmación en el capítulo sobre el concepto de “pasado práctico” de White, donde expone el argumento de que los historiadores deben prestar más atención a sus lectores. Con esto, Pihlainen quiere decir que “la escritura de la historia como forma no logra atraer a los lectores en una medida suficiente”. En cambio, Pihlainen afirma un enfoque en el que “la repetición sin cierre, la re-presentación con un contexto o marco narrativo mínimo” y, en general, la complejidad textual obligará a los lectores a involucrarse más directamente con el texto y trabajar para asumir la responsabilidad de decidir lo que significa, en vez de confiar en la omnisciencia a la manera divina de la narración para hacer ese trabajo por ellos. Esto se retoma más tarde. En los dos últimos capítulos, Pihlainen defiende una estrategia antirrepresentacional extraída del arte de la performance (aquí es difícil, incluso aceptando la fuerza de la analogía, ver cómo podría lucir un texto histórico inspirado en el arte de la performance) y argumenta que al traspasar la responsabilidad de la construcción del significado al lector, la historia podría recuperar el poder de moldear el sentido del lector sobre el “papel de uno como actor concreto en un mundo donde los significados no están predeterminados, un mundo donde los significados son tan fluidos e inestables como nosotros los hacemos”. Se trata esencialmente de un llamado nietzscheano a “convertirse en lo que uno es”, es decir, a asumir la responsabilidad de las opciones propias en ausencia de una mano sobrenatural que lo guíe. El consejo es exacto, pero, si se les dice a los historiadores que su trabajo no tiene valor práctico, les resultará difícil creer que al mismo tiempo está reforzando las estructuras de poder opresivas. Además, cuando tanta historia “popular” se vende tan bien (de la clase que tipifica el argumento del “cierre narrativo” de Pihlainen mucho más que lo que lo hace la historia académica, al mismo tiempo que representa el tipo de valor de “entretención” que él respeta), entonces a los historiadores les resultará difícil resistirse a tomar ese camino.
Finalmente, y en relación con el punto anterior, vale la pena señalar que el argumento real de Pihlainen respecto de la historia tal como convencionalmente se practica, parece estar principalmente en el cierre narrativo. Escribe que la asociación de la escritura de la historia con la “verdad” permite (y de hecho facilita) las prácticas opresivas y que, por lo tanto, el “principal problema” de la historia es “su íntima vinculación con el poder”. Pero, ¿por qué el cierre narrativo específicamente? Aquí, quizá, se podría haber pensado más en las características extratextuales de la profesión de la historia, las formas en que su localización, organización e incrustación en la academia y la cultura en general le dan a la historia un privilegio epistemológico que, aunque no esté justificado filosóficamente, otorga a sus productos mayor credibilidad y apoyo que otras formas de “creación del pasado”, de modo que incluso si más personas consiguen su historia a partir de películas populares o novelas históricas, asumen que la historia, tal como la sanciona la academia, es donde han de recurrir si necesitan la “verdad”. Pihlainen no descuida por completo esta dimensión social, pero el cierre narrativo como una “práctica opresiva” es seguramente sólo una —y quizás no la más importante— de las fuentes del poder seductor de la historia. Otros lectores encontrarán diferentes cosas para desconcertarse, pero el punto es que los reflexivos capítulos de Pihlainen suman más que la suma de sus partes, en la medida en que desafían a los historiadores a producir nuevas narrativas que involucren a los lectores de manera diferente y resistan la urgencia de cerrar y, por lo tanto, resistan el “efecto de realidad”. De hecho, queda por ver si los historiadores responden y cómo.
Artículo aparecido en la revista Rethinking History (2019).