¿En qué punto se unen Lulú, la ópera más grande del siglo XX, con La noche de los alfileres, la reciente novela del escritor peruano Santiago Roncagliolo?
En 1895 el genial autor alemán Frank Wedekind estrenó El espíritu de la tierra, tragedia a la que siguió, en 1904, La caja de Pandora. Ambas obras anticipan el expresionismo, tal vez el movimiento cultural, literario y artístico más perdurable del siglo XX. En 1929, el director de cine Georg Pabst produjo La caja de Pandora, un clásico de la cinematografía que sirvió para popularizar a un dramaturgo que si bien continúa siendo representado, nunca soñó con la masividad que esos dos títulos alcanzarían gracias al séptimo arte. Sin embargo, tanto uno como otro drama conocerían una nueva metamorfosis, acaso definitiva, en la ópera Lulú, de Alban Berg, con certeza la ópera más grande del siglo XX, posiblemente el drama lírico más grande de todos los tiempos. Berg trabajó en ella entre 1928 y 1934, dejando su tercer acto inconcluso al morir en 1935. La tarea se completó en 1979, cuando, mediante una transmisión televisada, millones de personas pudieron ver la versión final de Lulú, conducida por Pierre Boulez en la Ópera de París. Me cuento entre los aficionados que disfrutaron este milagro en el mismo momento en que ocurría y atesoro el álbum de tres discos compactos, pero, tal como les sucede a quienes quieren volver a ver la Lulú decisiva, no cuento con un registro fílmico, pues nunca se distribuyó y lo que se muestra en Internet es incompleto y difuso (o a lo mejor mi taradez computacional me hace considerarlo así).
Si Pabst logró una cinta de un asombroso poder visual en la época del cine mudo, extrayendo una síntesis del texto, Berg hizo algo que se acerca a lo imposible. Wedekind es un escritor discursivo, sus piezas son extensas y tienen decenas de personajes que declaman largos parlamentos, todo lo cual, aparte del escandaloso argumento, negaría cualquier forma de adaptación a la ópera. Berg, un hombre difícil de ser disuadido si una idea se le metía en la cabeza, redujo los diálogos de Wedekind a una quinta parte y concibió una hazaña que encarna un intenso e irresistible sufrimiento individual, que no solo llega más allá de las palabras, sino también más allá de la música. Con Lulú ha sucedido algo que es frecuente en el terreno de la ópera: así como nadie o casi nadie lee Carmen, El barbero de Sevilla o La dama de las camelias, que inspiró La Traviata, nadie o casi nadie fuera del ámbito germano, asiste a funciones inspiradas en melodramas de Wedekind. El cine y después la ópera, parecen haber borrado el nombre de un creador fundamental en la evolución del arte escénico durante el siglo pasado.
Resumir la laberíntica trama de Lulú es una labor cuesta arriba. Aun así, diré que Lulú encarna la fascinación sexual de la Mujer. A lo largo de la acción, se la ve sucesivamente como esposa o amante de varios hombres, en tanto para muchos otros es un anhelo inalcanzable. De oscuro origen, llega a la cima gracias a su matrimonio con el magnate periodístico Schön, a quien asesina a balazos para luego casarse con su hijo Alwa, un compositor al que vuelve loco de celos por causa de la corte de admiradores que giran en torno a ella. Entonces comienza su irreversible decadencia: primero es arrestada como sospechosa de la muerte de Schön, luego debe huir y hacia el desenlace termina sus días en Londres, subsistiendo en un miserable tugurio donde ejerce la prostitución casual. Finalmente, es degollada por uno de sus clientes, quien resulta ser nada menos que Jack el Destripador. La única persona que es fiel a Lulú a lo largo de su carrera es la Condesa Geschwitz, un personaje central desde el inicio hasta el desenlace de la historia. Geschwitz la adora hasta el punto de hacerse pasar por ella en la cárcel, permitiéndole escapar a distintas ciudades y llegando con Lulú al sórdido sucucho donde su amada es liquidada por Jack para, acto seguido, ser también pasada a cuchillo por el famoso criminal. Berg usa la música sin ninguna intención de idealizar a los caracteres, sino para ponerlos en un contexto donde la compasión por el dolor que experimentan es inseparable de la trama. En el fondo, el tema de Lulú es la hipocresía de la sociedad interpretada por el propio público de la ópera, vale decir, una hipocresía visible en la actitud que condona la explotación de seres humanos por otros seres humanos, aun cuando declaren que están en contra de toda forma de opresión.
Por supuesto, está presente otra materia importantísima, nunca antes tratada en el teatro, el cine o la ópera: el lesbianismo. Si Lulú es destructora y destruida, Geschwitz, la verdadera víctima, nació sentenciada y la pasión que marca su vida a fuego es el símbolo universal de quienes aman sin ser correspondidos y terminan siendo aniquilados por el objeto de su devoción. Es preciso tener en cuenta que Wedekind, Pabst y Berg trabajaron en pleno furor freudiano, lo que explica el tono catastrófico de la relación entre Lulú y Geschwitz. Sí, es cierto que Freud nunca condenó la homosexualidad y que, en sus últimos libros, la consideró una conducta normal. Con todo, es igualmente cierto que a fines del siglo XIX y comienzos del XX, no solo era considerada una aberración, ya que, aparte de la exclusión social que conllevaba, era una infracción penal castigada con presidio. Así, la audacia del dramaturgo, el cineasta y el músico es un fenómeno completamente inaudito para su tiempo.
Hay, a pesar de lo antes dicho, otro factor, que puede parecer un tanto ingenuo hoy por hoy, cuando el matrimonio gay se impone en muchas naciones. Y se trata, nada más ni nada menos que del padecimiento que, quizá por decreto divino, deben sufrir quienes se sienten atraídos por personas de su mismo sexo. En ese sentido, Lulú retrata una situación bastante excepcional. Porque está archicomprobado que las lesbianas buscan a sus pares y los homosexuales hacen otro tanto. Con todo, ¿tendríamos el tremebundo guiñol que es Lulú si esta última y Geschwitz se llevaran cual amigas íntimas? Con seguridad que no.
Acabo de leer una novela notable y recién publicada, que reseñé para mi crítica semanal en el decano de la prensa chilena: La noche de los alfileres, del peruano Santiago Roncagliolo. Los hechos transcurren en la Lima de 1992, asediada por el terrorismo de Sendero Luminoso y son recordados un cuarto de siglo después por los cuatro protagonistas, que formaron una banda de delincuentes quinceañeros involuntarios, quienes deciden dar un escarmiento a la profesora que les hace la existencia imposible. Uno de ellos, Beto, está perdidamente enamorado de Manu, el líder de la patota. Manu, un machote de mente militarizada, lo sabe y lo sabe de sobra. Y tanto es así que le parece lo más normal del mundo, en verdad algo fatal e ineludible, que Beto, por seguirle los pasos, se embarque en una descabellada y chapucera aventura que los arrastrará a cometer un crimen lamentable e imbécil. Por descontado, en 1992 o bien en 2016, estamos lejos de la atmósfera opresiva tan bien analizada por Freud durante el victorianismo finisecular y tan bien descrita por Wedekind, Pabst, Berg y muchos otros. Así y todo, el asunto del amor imposible entre un homosexual y un heterosexual es uno de los ejes narrativos del relato de Roncagliolo. Estoy seguro o, más bien dicho casi seguro, de que este autor no debe tener idea quienes fueron Wedekind, Pabst o Berg y esta cuasi certidumbre deriva de un prejuicio, ojalá infundado, en el sentido de que los narradores actuales son, en términos generales, bastante incultos. De manera que el paralelo que estoy haciendo entre Lulú y Beto puede ser en sí tirado de las mechas. Aparte de la distancia sideral entre el Berlín, el París y el Londres de comienzos del siglo XX —donde transcurre Lulú— y el Perú del presente, hay, no obstante, muchas semejanzas. La noche de los alfileres, al igual que la ópera de Berg, abarca a buena parte de las clases sociales, incluidos los bajos fondos, refleja en gran medida las mismas creencias y contradicciones que afectan a numerosos grupos de personas —por ejemplo, el padre de Beto, partidario de acribillar a los gays que circulan por la avenida Arequipa— y, después de todo, Lulú y Beto poseen muchas cosas en común. Una es deseada por alguien a quien se limita a tolerar y el otro desea a alguien que se presta feliz para el jueguito, mientras no se cuestione su virilidad.
Claro que hay una diferencia esencial entre Perú, la Europa del siglo pasado y, por qué no decirlo, nosotros, los chilenos. En Perú las prácticas de naturaleza homosexual mutuamente consentidas entre adultos, no tienen ningún tipo de sanción, ni civil ni penal, desde 1836. Ya sabemos que muchas veces las leyes dicen una cosa y la gente piensa otra. Como sea, una vez más nuestros vecinos nos dan cancha, tiro y lado.
La noche de los alfileres
Santiago Roncagliolo
Alfaguara, 2016
416 p. — Ref. $14.000