Me gustan los selfies, especialmente los de M. Ella sabe cómo los aprecio y por ello me los envía.
Para M.
Me gustan los selfies, especialmente los de M. Ella sabe cómo los aprecio y por ello me los envía. Sus selfies tienen una forma clara: una mirada fija que parece descifrar el secreto de por qué quiero verla. La imagen está ligeramente inclinada, porque ella odia las normas y no podría tomarse una fotografía simétrica. Sus labios siempre son el punctum, ese lugar donde mi mirada inmediatamente se posa y se queda. Hay una quietud en su rostro que me cuesta, por momentos, descifrar. ¿Qué espera de mí cuando me llegan sus selfies que me conmueven y entristecen? Quisiera entrar en la fotografía y darle movimiento. Quiero transitar entre esos píxeles y cambiarles los colores y la posición para que me incluyan o para que, quizá, ella sonría. Por ahora, M. no se toma selfies donde pueda ver su cuerpo completo. Se concentra en su rostro y en sus ojos viles, que me castigan porque aparecen una y otra vez en mis sueños (otra forma de virtualidad en la que circulo). M. sabe de erotismo y con tan solo un hombro asomado entre las telas de su ropa puedo quedarme horas imaginando y dándole mil y un formas a ese cuerpo que aún no termino de descubrir.
El selfie es un arte, la manera más perversa de mirar y de mirarnos. Si el Marqués de Sade escribiera hoy, sus novelas estarían repletas de selfies. Monjas desnudas en un convento enviándose selfies con los curas de la iglesia; adolescentes teniendo sus primeras experiencias sexuales a través de la virtualidad del selfie; selfies de penes, vaginas, tetas, culos, anos enrojecidos; selfies monstruosos y dulces; selfies que a la vez llevarían al escritor francés a filosofar sobre la existencia virtual. Selfies, pues, que darían para pensar y excitarse, para querer penetrar en el significado del ser y para querer penetrar en cuerpos húmedos e indomables.
Recuerdo haber leído hace ya tiempo un reportaje acerca de cómo reaccionó una anciana de una tribu perdida en las selvas africanas ante un selfie. Cuando la sabia mujer vio a los antropólogos tomarse un selfie con algunos indígenas de su tribu, entró en cólera. Los antropólogos tradujeron algunas frases que la anciana profirió, aunque desconozco si serán exactas, o son una burda interpretación del colonizador occidental. «Los selfies son demoníacos. Los selfies absorben el alma y roban el cuerpo de la persona. Los selfies abren el cuerpo a otros espíritus». Por supuesto, no estoy tan seguro que la anciana haya dicho la palabra «selfie». Sin embargo, me he quedado con esa idea de cómo el selfie abre el cuerpo de la persona y permite la entrada de otras manifestaciones. Me gustan los selfies de M. porque a pesar de los 6000 kilómetros que nos separan, su cuerpo se me acerca. Toco con mis dedos su imagen e imagino el tacto de la pantalla como el de su piel. Casi puedo sentir cómo en el momento en que toco su fotografía, ella siente mis dedos en su propio cuerpo.
Los selfies son la manifestación de una barrera que se traspasa. Sola, en su cuarto, ella me manda selfies. Sus padres no dejarían que un hombre entrase a su habitación. Ella y yo rompemos ese límite, esa muralla imaginaria que sus progenitores han instaurado. Sus selfies me dicen su ánimo vital, como si tras esos archivos JPG estuviesen encriptados sus sentimientos diarios. ¿Por qué tan triste o por qué tan alegre? le pregunto a su selfie como si hablase con ella. Porque quiero prepararme para lo que viene. Nuestra cotidianidad se llenará de selfies, serán ellos los que digan cómo estamos porque ya nosotros no saldremos. ¿Para qué si podemos estar juntos a cualquier distancia?
Mándame tus selfies, M., para saber de ti, y para que cuando mis dedos rocen tu frente pixelada, me sientas cerca a pesar de que tú a mí no me veas.