Como un gran libro de reclamos de la provincia chilena, el volumen Ciudad fritanga reúne a cuarenta autores que le ponen voz a las ciudades que ya no son pueblos, aunque tampoco metrópolis.
La luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, escribió Álvaro Bisama en la novela Ruido. La frase cabe en Ciudad fritanga, un libro que le pone voz a las ciudades intermedias, esas que ya no son pueblos pero tampoco metrópolis.
Ciudades poco narradas o que derechamente nadie narraba, donde los carretes son en las casas y donde la mayoría de los viajes duran menos de veinte minutos.
«La gente se ríe cuando ve los problemas del Transantiago en la tele, hasta que recuerda que ellos también lo pagaron y lo siguen pagando», escribe el sociólogo Ricardo Greene, editor del volumen que inaugura la editorial Bifurcaciones y que reúne a cuarenta autores, entre voces y miradas, estirando las posibilidades del diario de vida, el ensayo fotográfico y la crónica.
Aconseja Georges Perec que para descifrar una ciudad basta mirar con sencillez. Avanzar despacio, huir de lo pintoresco, detenerse en lo que no tiene atractivo.
Los autores de este mapa alternativo de Chile parecen recolectar novedades desde la mirada del paseante callejero o flâneur, que puede demorarse en cualquier detalle a riesgo de ser considerado un posible ladrón o degenerado.
«Arica tiene una encantadora tendencia al auto abandono», anota el escritor Daniel Rojas Pachas.
«Quizá la vida de Chillán bulle entre cuatro paredes o esta es la única forma posible de vida: un palpitar solapado que se alimenta de la inercia», escribe el sociólogo Jonnathan O. Hernández, en otro punto de la ruta.
«A Puerto Montt llega el cine, el sushi, la ropa de temporada y los conciertos de Lucho Jara», enumera el académico Tomás Errázuriz. «Allá se puede pagar con tarjeta, andar en micros nuevas e incluso ver a algún travesti».
En Ciudad fritanga, la provincia asoma desde choapinos con caca de perro, fuentes de soda que siempre están dando el matinal y fotos familiares con el humorista Chino Navarrete.
Son ciudades puertas adentro, de promesas incumplidas, dependientes del poder central y donde la casta política sufre de endogamia e ineptitud.
Geografías castigadas con una fuga importante de cerebros y más nostalgia que optimismo, donde parecen habitar solo los que nacieron ahí y los que llegaron porque huían de algo.
Sitios donde los mochileros ya quedaron desfinanciados con solo arribar al pueblo, como escribe la periodista Claudia Urzúa de Puerto Williams, o donde la enfermedad obliga a dejar toda una vida. «Cristián ya no vive aquí —escribe el publicista Martín Vinacur—. Tiene cáncer y eso, claro, no se trata en Aysén».
La tribu que habita la provincia es uno de los pegamentos del libro.
Solteros, casados, separados y cazados, esos solteros o separados que se comportan como casados, como apunta el poeta Clemente Riedemann a la altura de Puerto Varas, que comparten cierto modo de vida.
«Me acuerdo de la primera máquina de Mortal Kombat que llegó a Curicó. Y de todas las que le siguieron. Las traían al local y mientras las bajaban de las camionetas nos amontonábamos alrededor y las mirábamos como si fueran estrellas de rock. Y lo eran», escribe el sociólogo Rodrigo Fernández.
«Los tontos de Osorno le hicieron una estatua a un toro en la plaza para alardear la producción lechera y no un monumento a las vacas como es debido. El poeta Carvallo se ríe de los descendientes de alemanes y de todo el mundo, porque en Osorno todo el mundo se cree descendiente de alemanes, nadie quiere serlo de esclavos por deudas ni de trabajadores vencidos pero con mucha esperanza», refriega el historiador Javier Milanca.
Siempre a medio camino entre la reconstrucción y la siguiente tragedia, la provincia está llena de personajes extraños e historias bizarras: «flaites a caballo amenazando a escolares, amantes suicidas con sus nombres escritos en las paredes de la ciudad, metaleros satánicos que comen animales, monstruos marinos que aparecen muertos en la playa, el rumor de que la ciudad se destruirá», enumera el psicólogo Rodrigo Figueroa en Constitución.
La banda sonora corre por cuenta de grupos de rancheras, tropicales o evangélicos, según el oído del sociólogo Diego Campos, que también describe a un personaje reconocible no solo en Ovalle: «pobre Nelson: antes hacía tatuajes y salía siempre pero ahora tiene mellizas y sale poco. Trabaja en los colectivos».
Algunas panorámicas son mutantes, como el mall de Castro, a los ojos del arquitecto Sebastián Gray; o Calama, la ciudad más fea de Chile, según la escritora Romina Reyes: «no tiene edificios, no tiene árboles y porque todo desde acá parece naranjo y café».
Algunos espacios lindan con el horror, como el descarrilamiento de trenes más violento de la historia de Chile, ocurrido en el Limache que recuerda la escritora María José Navia; o como en el San Antonio adoptivo de Marcelo Mellado, que parece un laboratorio de los servicios de seguridad de la dictadura: «ahí nació la funesta DINA, con Manuel Contreras a la cabeza (…) en este lugar se instaló también el recordado campo de detenidos Tejas Verdes».
«Como Chile, Valdivia tiene una cicatriz», escribe Rubí Carreño, «Valdivia 1960 es Santiago 1973».
Además de la leña y el polvo, el olor de las ciudades intermedias está definido por los puestos con aceite hirviendo.
De los buses con mineros hediondos a cerveza, yerba y sobaco, según el olfato del poeta Rolando Martínez en Tocopilla, a las dunas que diez fiestas tecno fracasadas convirtieron en basural, del Quintero de Jorge Baradit; la provincia parece escribirse con cariño solo cuando se habla de lo que fue o lo que se recuerda que fue.
Ahí están La Serena de Gabriela Mistral, en la memoria de una escolar Alejandra Basualto; el Temuco de Leonardo Sanhueza y su abuelo en las gradas del Germán Becker; o el viaje de la cronista Lina Meruane hasta San Felipe y su búsqueda de una calle con el apellido familiar.
«A veces, la hermosura nos hace enmudecer. Hay calles amables bajando con dulzura hacia el mar», escribe de Ancud la poeta Rosabetty Muñoz.
Pero hay algo más en Ciudad fritanga que supera el escaso elogio y el imperante tono asfixiante de los relatos.
Algo aparecido en medio de la frustración y el sopor, anunciado desde el entre líneas, pero que pocos autores transparentan: el abandono de la provincia; la denuncia de una arquitectura a medio caer; las universidades de prepago y los circuitos mediocres; las ciudades deterioradas, de contrastes y fritangas.
Ahí, entre tanto tono y estilo, de Arica a Puerto Williams, el volumen opera como un libro de reclamos, la crónica larga de la provincia chilena y un necesario mapa de rabias.
Ciudad fritanga. Crónicas de ciudades no-metropolitanas
Ricardo Greene (editor)
Bifurcaciones, 2014
205 p. — Ref. $7.000 (ventas: jota@bifurcaciones.cl)