Marina and the Diamonds en Lollapalooza.
Lo primero que podríamos hablar de Marina and The Diamonds es sobre su voz, de la que se ha dicho hasta el cansancio que tiene algo de Regina Spektor, que se podrían encontrar semejanzas con Florence Welch. Lo cierto es que esa voz, su voz, es inclasificable. Huye de los registros únicos. Se siente cómoda en la distancia y la frialdad, aunque también en la dulzura, en lo íntimo. Como si en sus canciones estuviese la clave para hablarle a los Milenios, desde muchos personajes, tan dispersa como la generación a la que le habla.
En esa dirección, el show de Marina Lambrini está estructurado en tres etapas: desde su disco debut The Family Jewels (2010), pasando por Electra Heart (2012), hasta el reciente Froot (2015). Con esas etapas, también se van filtrando influencias, homenajes, citas: desde Katy Perry y Gwen Stefani, pasando por Cyndi Lauper y Debbie Harry, hasta su preferida Kate Bush.
Otra cosa que impresiona son sus fanáticos: más de cinco mil ruidosos y entusiastas que coreaban todas las canciones de la galesa, teniendo como puntos fuertes “Bubblegum bitch”, “How to be a Heartbreaker” y “Primadonna”, todas de Electra Heart. Es que, especialmente ese disco, tiene respuestas juveniles para todos los estados: desde la tristeza que provoca una mala relación, al abandono, al sarcasmo con un ex o a las ganas de adormecerse con alcohol.
Ahora, si buceamos bajo las capas de la carrera de Marina Lambrini, debajo de ese traje rosado que copó los portales de noticias y de sus canciones más sugerentes, aparece un pop más espeso de lo que parece. Especialmente en la tercera etapa de la presentación, con las canciones de Froot como fondo, se muestra un intento por subvertir su propuesta, el pop, con letras conscientes, áridas, alejadas del pop chicloso basado en arquetipos femeninos de Electra Heart.
En “Savages” escribe sobre el atentado de la maratón de Boston y sobre la violación como cultura —«¿Cómo podríamos esperar algo después de todo? Somos solo animales recién aprendiendo a gatear»—; en “Can’t pin me down” declama en contra de los prejuicios que se hacen sobre ella —«¿En serio quieres que escriba un himno feminista?»—; mientras en “Blue” hace un tratado contra la depresión de una relación en escombros —«Ya no quiero sentirme triste otra vez»—. Hay algo valioso en buscar esa complejidad. Un intento por hacer de la escritura de letras un todo.