Comentario de MasterChef Chile de Canal 13, la novelita por entrega de Chile, un pequeño mundito donde todos se pelean y se quieren al mismo tiempo. Algo así como la gran familia del país.
1976. Jack Nicholson, con su cara de psicópata que después haría famosa en El resplandor, se paró frente al micrófono para entregar el Óscar a la mejor película. Entre los nominados estaban Todos los hombres del presidente, Taxi Driver y Rocky. La historia de un boxeador de clase baja que tiene que pelear por el título de los pesos pesados contra Apollo Creed, el campeón invicto —una suerte de Mayweather pero sin Justin Bieber— venció a la vida de un taxista psicótico-obsesivo-violento que quiere salvar el mundo. Era el esfuerzo del que entrena para ser el mejor contra el neurótico que no se ha podido adaptar a una sociedad cambiante donde no tiene mucho lugar.
Pienso en Rocky porque es el niño símbolo de las películas que hablan del sueño americano. Pienso en Rocky y después pienso en En búsqueda de la felicidad (que es una cita de la Constitución de los estados juntos) y después pienso todas esas películas de fútbol americano que terminan con una anotación del protagonista —que pasó de ser un penca a un bacán en hora y media— en el último segundo del partido. Wallflowers al poder.
Chile es el hermano chico de Estados Unidos, ese que copia todo en miniatura. Tenemos un Sanhattan que son cuatro edificios piñuflas con ventanas de espejos y que se ven bonitos solamente desde el parque Bicentenario, nuestro Central Park criollo. Y tenemos el edificio más grande de Sudamérica que, obviamente, es un mall en donde la navidad empieza en octubre. Y tenemos halloween con dulces fruna y tenemos un cyber monday con todas las páginas caídas a las 00:01. Chile, Chile lindo.
Y tenemos nuestro sueño americano a la chilena, con tomate y cebolla pluma y cilantro. La vuelta a la democracia trajo ese pensamiento de que los ingleses de Latinoamérica, en nuestro veranito de San Juan económico, podíamos optar a todo, sin distinción. Nos convertimos en clase media, una cuestión tan difusa que hasta el ex presidente Piñera, la riqueza número 737 del mundo según Forbes, dijo que pertenecía a ese grupo. La cosa es que como todos somos clase media —alta o baja, nunca pobres ni ricos— nos sentimos con la capacidad de llegar donde queramos. Somos un libro de Coelho en este angosto calcetín huacho llamado Chile.
Ya no pienso ni en Rocky ni en El Lobo de Wall Street. Pienso en MasterChef y me parece conocido todo. Porque los reality show no tienen nada de realidad y tienen mucho de show. Obvio, es un programa de televisión, con cámaras y guiones y personajes. La novelita por entrega de Chile. Cada semana, una teleserie nueva. Un pequeño mundito donde todos se pelean y se quieren al mismo tiempo. Los juegos del hambre pero más soft, donde unos salvan a otros pero sin sangre ni tanta violencia. Algo así como la gran familia del país.
Y están la viejas cuicas que hablan como viejas cuicas pero que se hacen amigas de las viejas pobres. Y está la chica con reclusión nocturna que se hace amiga de la carabinera que odia a los inmigrantes pero que eso es una cuestión extra-textual, pero que igual se sabe siempre porque lo de afuera siempre, siempre va a nutrir lo de adentro. Y están los extranjeros, los basureros, los estudiantes, los bomberos, los otaku, los que hablan mal, los rockeros, las monjas, las madres solteras, lo pelados, los guatones, los califas, etc. En MasterChef la transición se acabó. Como dijo el poeta: la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.
Y después veo los comerciales y aparece Ignacio, el chico-con-un-ojo-a-lo-Thom-Yorke que salió segundo en la edición anterior pero que «surgió» con esfuerzo. Él es la moraleja viva de que todos podemos escalar socialmente. En él ganó Chile. Porque ya nadie se acuerda mucho de Daniela, la chica con serios problemas edípicos que fue la vencedora en la otra temporada. Pero Ignacio es como el Peyuco de Amores de mercado. Hashtag: todos somos Popeye.
Y después está la señora Eliana, la Naná, la abuela de todos. Porque si ser pobre y llegar a la final is the new black, ser anciana y estar cerca de ganar a punta de porotos con rienda y longaniza es también saber que no importa la edad. Todos somos capaces. Es cosa de querer.
El sueño americano en pocillo de greda, fuera de la historia y esperando con actitud Lucho Jara «un golpe de suerte». Uno entre millones. Nos identificamos con ellos porque es lo que queremos ser, pero no podemos ser. Porque pucha, no todos estamos en un programa de televisión siendo gritoneados por un italiano, un francés y un chileno. La mayoría tiene que levantarse a las 6 de la mañana y llegar a la casa a las 9 de la noche, siempre a oscuras. No todos tenemos focos apuntándonos a la cara. No todos somos los elegidos para representar a muchos. No todos vamos a dar charlas de cómo salimos de nuestras casas pareadas. Porque no a todos les pasa. Porque el sueño americano dura solo hora y media en Hollywood o en Canal 13 y después de vuelta a la realidad, muertos de sueño el día lunes, por quedarse despierto hasta tarde soñando con que, quizá, en algún momento, podemos aparecer en la tele y decir que lo logramos.