El narrador chileno Matías Celedón (Santiago, 1981) lanzó su tercera novela por Hueders: Buscanidos. Antes, ya había publicado Trama y urdimbre (2007) y la premiada La filial (2013). Acá un fragmento del primer capítulo de este nuevo libro. I Maleza Llegaban siempre de noche, a oscuras. Sin estruendo ni bocinas, con las luces apagadas, […]
El narrador chileno Matías Celedón (Santiago, 1981) lanzó su tercera novela por Hueders: Buscanidos. Antes, ya había publicado Trama y urdimbre (2007) y la premiada La filial (2013). Acá un fragmento del primer capítulo de este nuevo libro.
Maleza
Llegaban siempre de noche, a oscuras. Sin estruendo ni bocinas, con las luces apagadas, alumbrando con los intermitentes la difusa huella que llevaba hasta la planicie. Apenas el verano secaba el estero, montaban campamento sobre su lecho. Más allá de la línea del tren, atrás del basural que sentenciaba el pueblo, las carpas se allegaban por temporadas y luego se iban dejando escombros.
Las caravanas se sucedían. Año tras año llegaban siempre los mismos. Recorrían el terreno a tientas, evitando piedras, ramas y animales muertos. Como el paisaje después de las lluvias cada año era distinto, Santos, que conocía el camino, no quitaba los ojos de enfrente.
El tosco vaivén del remolque lo mantenía despierto, pero el pulso tibio y persistente de las luces lo inducía al sueño. Era una lucha constante; con esfuerzo, Santos soportaba en la vigilia. Fuera un momento, si acaso en un bache caía dormido, tomaba conciencia enseguida y ese mismo sobresalto lo volvía más atento. La helada inundaba el valle como el fantasma de una marea antigua. Santos, como los peces, la vista fija, no pestañeaba.
Distinguía entre las sombras la silueta de un paisaje que no reconocía. En otoño, con las primeras lluvias, la acequia escuálida donde las niñas se alejaban a sacar el agua, se cubría silenciosamente de hojas secas que caían de los cerros, escondiendo el estero bajo una costra parda y rojiza. Estancada, a veces se estremecía al sol como si brillara; era la brisa del invierno. Mientras, bajo la superficie, el riachuelo rebasaba silencioso las orillas. Manso entre las piedras, al filo del agua. Así, hasta que un día el manto de hojas comenzaba a derramarse, descosiéndose unas de otras y alejándose por la crecida de un caudal que, entrada la primavera, ensordecía el valle como un río trueno.
Santos dio con la cerca que separaba el páramo de los terrenos que aparecían en verano. Detuvo el motor y apagó los intermitentes. Tomó un trapo para desempañar el parabrisas y permaneció inmóvil hasta que la máquina se ahogó del todo. Más allá del alambrado, los recuerdos de una vida itinerante; la huella seca de barro que delataba la soledad y la lluvia.
Anda, está babeando, dijo Santos antes de encender un cigarrillo. Buscó refugio en su chaqueta cobijando el fósforo entre sus manos. El fuego iluminó la cabina un instante revelando un bulto que dormía bajo las mantas.
Abra la reja, demandó.
¡Despierte, le dicen!, la zamarreó cabrón.
Bajó la ventanilla y la helada empañó los vidrios. El silencio del valle hacía que los gritos resonaran en la noche como un eco lejano venido desde adentro. Laura soñaba el trato cotidiano. Encerrada en la cabina, despertaba sacudida con el arribo.
Se quejó estirándose felina en un bostezo que irritó a Santos hasta el punto en que pensó bajar él mismo. Laura y su desidia; esa lánguida protesta cada vez que la tarea no era de su agrado mellaba su flaca paciencia harta ya de montar, en cada pueblo, ante el menor inconveniente, siempre el mismo espectáculo. Se veía Santos paleando estiércol.
¿Dónde estamos?, preguntó dormida.
Casi llegamos, ¿no ve?
Laura volvió a bostezar. Se restregó los ojos, dejó a un lado los arrobos y se animó a encarar el frío. Su figura atravesó la helada demorando sus gestos; era apenas una sombra, que pisaba leve, como un zancudo, el barro seco acumulado por las lluvias. Santos encendió el motor y alumbró la senda hasta la cerca. Tamizada por la niebla, Laura se perdía.
Año tras año atravesaban la provincia y la miseria los acompañaba donde fueran. En los pueblos se decía que ella era la causa de su mala suerte. Laura era yeta. Y además, muy revolcona. Pero siempre supo estar ahí para acompañarlo. Ya estaban juntos cuando a Santos le avisaron que su madre había muerto. Cuando lo echaron a patadas de la tienda, ella le ofreció la suya y le prestó dinero sin pedirle nada a cambio. Juntos arrancaron del incendio, de la carpa de los gitanos, la noche en que perdió la calma y el bueno de Santos comenzó a cobrarse revancha. Laura supo ocultarlo. Lo alentó a seguir, a huir con ella para comenzar todo de nuevo, pero adonde fueran, tarde o temprano, la ruina les pisaba los talones. Desgracia tras desgracia, siempre estuvo a su lado. Santos no podía abandonarla: Laura era su tumba.
Las lajas arrastradas por las lluvias devolvían a través de la niebla el brillo de la luna llena. En mitad de la pendiente, la presencia luminosa de las piedras, vigilando el valle como cruces, alentaba a Santos a seguir, pues le indicaba que estaban cerca.
Ya cambió el viento, empezó. ¿No ve que corre un viento helado?
Laura escuchó su voz, hizo un esfuerzo por acompañarla. Pero era un ruido lento que la arrastraba por el valle acercándola de forma peligrosa a las rocas en lo alto de la planicie. Divagaba entre la bruma, ascendía por la huella que llevaba hacia la ermita. Acurrucada a las mantas, tiritaba entumida en fiebre. Trataba de dormir con la conciencia afligida por un mal presentimiento. Cuando el estero secaba sus aguas, las aves bajaban a ver morir los peces; ensimismadas, junto a los charcos, picoteaban sus aletas. Los miraban agonizar, henchir las branquias en el barro; escarbaban sus escamas y de picotazos les sacaban ojos. Unas se alejaban con su presa y volaban a comerse el pez hasta una roca. Otras, en cambio, aguardaban viéndolos morir, cercando como estacas los charcos. De niña, Laura las había visto. Pasaban horas en su empeño de verdugos. Se afanaban implacables, certeras. Por la tarde, las rocas, cada vez más calientes, a unas advertían que ya era hora de emprender el vuelo. Las escamas esparcidas en el barro destellaban el atardecer rojizo. Laura se preguntaba por qué esperar al último. La bandada se alejaba hacia los cerros y era recién que los comían. Graznaban tras engullirlos y entonces abrían sus alas, pero aunque el viento fuera favorable, sus aleteos eran vanos. El sol secaba el barro arraigando sus patas a la tierra. De hambre, días después, morirían en los charcos; rezagadas, las aves ya no podían hacer vuelo.
No te detengas, pidió ella.
Santos apagó el motor y se quedó esperando atento al retrovisor. Por el espejo vio como la sombra condensó en una silueta más oscura que tomó la forma de un niño. Bajó la ventanilla y se volvió a mirarlo.
Vámonos, le insistió. Laura lo prevenía.
La niebla subía por las lomas ocultando los primeros fuegos en la gruta. Los pasos se acercaron y el pulso intermitente de las luces pareció acelerarse. Omar se subió ágilmente, colgándose del acoplado del remolque. Se escucharon dos golpes. La máquina se puso en movimiento sacudiendo la carga.
Son indios, susurraba, esparcidos por las lomas como basura. Santos hablaba solo para no dormirse. Los cactus arrastrados por el barro parecían quemados antes que secos. Era la lluvia y la helada; luego el sol y la sequía. Recorrió el terreno atento, vadeó una acequia y siguió la huella. Piedras, ramas, pájaros y animales muertos.
No hay nadie, dijo Laura. Deberíamos seguir.
El viento disipó la niebla para revelar el paisaje definitivo: un valle arrasado por el barro, poblado de formas negras. Santos detuvo el remolque, apagó las luces y sacó la llave. Esperó en silencio mirando la noche y luego cerró los ojos hasta que el motor dejó de hacer ruido.
Buscanidos
Matías Celedón
Hueders, 2014
90 p. — Ref. $8.500