McOndo

por · Abril de 2016

Antes de que yo fuera un parricida y «odiara» a García Márquez, yo quise ser como él.

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Antes de que yo fuera un parricida y «odiara» a García Márquez, yo quise ser como él.

Esta anécdota es real:

Un joven escritor latinoamericano obtiene una beca para participar en el International Writer ́s Workshop de la Universidad de Iowa, suerte de hermano mayor cosmopolita del afamado Writer ́s Workshop de la misma universidad, algo así como la más importante fábrica/taller de nuevos escritores norteamericanos.

El escritor rápidamente se da cuenta que lo latino está hot (como dicen allá) y que tanto el departamento de español, como los suplementos literarios yanquis, están embalados con el tema. En el cine del pueblo Como agua para chocolate arrasa con la taquilla. Para qué hablar de las estanterías de las librerías, atestadas de «sabrosas» novelas escritas por gente cuyos apellidos son indudablemente hispanos, aunque algunos incluso escriban en inglés.

Tal es la locura latina que el editor de una prestigiosa revista literaria se da cuenta que, a cuadras de su oficina, en pleno campus, deambulan tres jóvenes escritores latinoamericanos. El señor se presenta y, sin más ni más, establece un literary-lunch semanal en la cafetería que mira el río. La idea, dice, es armar un número especial de su prestigiosa revista literaria centrado en el fenómeno latino. Los tres jóvenes (bueno, no tan jóvenes) quedan relativamente extasiados. Se dan cuenta que, sin esfuerzo ni contacto alguno, van a ser publicados en «América» y en inglés. Y solo por ser latinos, por escribir en español, por haber nacido en Latinoamérica, ese «pueblo al sur de los Estados Unidos», como sentenció el grupo rock Los Prisioneros.

Las cosas agarran prisa y el programa de escritores contacta a gente del departamento de lenguas y arman un taller de traducción. Antes que termine el semestre, los cuentos y trozos de novelas de los tres latinos son entregados al ávido editor. Los otros participantes extranjeros, algunos bastante más establecidos y añosos que los codiciados latin-boys, observan atónitos y asumen que quizás el lugar es el adecuado pero el momento definitivamente no. Adiós a los asiáticos y los centroeuropeos. Welcome all Hispanics.

Pues bien, el editor lee los textos hispanos y rechaza dos. Los que desecha poseen el estigma de «carecer de realismo mágico». Los dos marginados creen escuchar mal y juran entender que sus escritos son poco verosímiles, que no se estructuran. Pero no, el rechazo va por faltar al sagrado código del realismo mágico. El editor despacha la polémica arguyendo que esos textos «bien pudieron ser escritos en cualquier país del Primer Mundo».

Esta anécdota es, como dijimos, real aunque los nombres y las nacionalidades fueron omitidas para proteger a los inocentes. Creemos, además, que ilustra el conmovedor grado de ingenuidad de ambas partes interesadas.

Para dejar un registro histórico: ese día, en medio de la planicie del medioeste, surgió McOndo. Su inspiración más cercana es otro libro: Cuentos con Walkman (Editorial Planeta, Santiago de Chile, 1993), una antología de nuevos escritores chilenos (todos menores de 25 años), que irrumpió ante los lectores con la fuerza de un recital punk. Ese libro, que ya lleva más de diez mil ejemplares vendidos sólo en el territorio chileno, fue compilado por nosotros dos a partir de los trabajos de los jóvenes que asistían a los talleres literarios que ofrecía la Zona de Contacto, un suplemento literario-juvenil que aparece todos los viernes en el diario El Mercurio de Santiago. Como dice la franja que anuncia la cuarta edición, la moral walkman es «una nueva generación literaria que es post-todo: post-modernismo, post-yuppie, post-comunismo, post-babyboom, post-capa de ozono. Aquí no hay realismo mágico, hay realismo virtual».

David Toscana, representante de México en Iowa, leyó el libro y tuvo la idea de armar un Cuentos con Walkman internacional. Aceptamos el desafío y decidimos, a diferencia del primero, incluirnos en el libro. Quizás no hay excusas pero aquí estamos. Ya que íbamos a estar detrás, por qué no adentro también.

Aunque por momentos sentimos que no íbamos a ninguna parte, al final llegamos a la meta. Como todo libro que vale, McOndo es incompleto, parcial y arbitrario. No representa sino a sus participantes y ni siquiera. Es nuestra idea, nuestro volón. Sabemos que muchos leerán este libro como una tratado generacional o como un manifiesto. No alcanza para tanto. Seremos pretenciosos, pero no tenemos esas pretensiones.

Como en todo acto creativo, lo más entretenido (y agotador) fue coordinar y encontrar a los autores que cabían dentro del canon preestablecido. El primer desafío de muchos fue conseguir una editorial que confiara en nosotros, nos convidara infraestructura y redes de comunicación y, por sobre todo, nos asegurara una distribución por toda Hispanoamérica para así tratar de borrar las fronteras, que hicieron de esta antología no solo una recopilación sino un viaje de descubrimiento y conquista. No fue fácil puesto que tuvimos que atravesar una maraña de burocracia y mala fe, además de erradas ideologías de distribución, increíbles aranceles y simple desidia. En todas las capitales latinoamericanas uno puede encontrar los best-sellers del momento o autores traducidos en España, pero ni hablar de autores iberoamericanos. Simplemente no llegan. No hay interés. Recién ahora algunas editoriales se están dando cuenta que eso de escribir en un mismo idioma aumenta el mercado y no lo reduce. Si uno es un escritor latinoamericano y desea estar tanto en las librerías de Quito, La Paz y San Juan hay que publicar (y ojalá vivir) en Madrid. Cruzar la frontera implica atravesar el Atlántico.

Como en toda antología que se precie de tal, la elección de quienes participan en este libro es dudosa, antojadiza y teñida del favoritismo que se le tiene a los amigos. En McOndo hay mucho de esto; no podía ser de otra manera.

A pesar de las maravillas de la comunicación, el país desde donde surge esta antología sigue estando entre el cerro y el mar. La comunicación con el exterior, por lo tanto, fue difícil, atrasada, escasa, y surgió a un ritmo más lento del que esperábamos. Los contactos existían, pero más a nivel de amistad en países como Argentina, España y México. El resto del continente era territorio desconocido, virgen. No conocíamos a nadie. Llegamos a pensar que América Latina era un invento de los departamentos de español de las universidades norteamericanas. Salimos a conquistar McOndo y solo descubrimos Macondo. Estábamos en serios problemas. Los árboles de la selva no nos dejaban ver la punta de los rascacielos.

No conocíamos siquiera un nombre en muchos de los países convocados. Nos topamos con panoramas como que los libros de ciertas estrellas literarias no estaban disponibles en el país fronterizo. Los suplementos literarios de cada una de las capitales no tenían ni idea de quienes eran sus autores locales. Podíamos escribir en el mismo idioma, tener la misma edad y las antenas conectadas, pero aún así no teníamos idea quiénes éramos.

Cuando decidimos lanzar nuestras señales de humo recurrimos a todo lo imaginable: amigos, enemigos, corresponsales extranjeros, editores, periodistas, críticos, rockeros en gira, auxiliares de vuelo, mochileros que salían de vacaciones. Recurrimos al fax, a DHL, a la incipiente Internet. Apostamos por el correo tradicional (estampillas con la cara de próceres muertos) y el correo electrónico (bits, no átomos) y abusamos del teléfono (usamos discado directo, cambiamos varias veces de carrier dependiendo de las ofertas del mes y nos aprendimos todos los códigos de los países).

Poco a poco, comenzó a aparecer eso que sabíamos que existía, aunque estaba oculto en auto-publicaciones de segunda o ediciones de pocos ejemplares. De alguna manera comprobamos que el fenómeno editorial joven en Latinoamérica es irregular, a veces mezquino y en la mayoría de los casos, sufrido. La mayoría de los textos que recibimos eran ediciones feas, publicadas con esfuerzo y con poca resonancia entre sus pares.

El criterio de selección entonces se centró en autores con al menos una publicación existente y algo de reconocimiento local. Esta opción algo severa descalificó a ciertos autores y países de un brochazo. Exigimos, además, cuentos inéditos. Podían versar sobre cualquier cosa. Tal como se puede inferir, todo rastro de realismo mágico fue castigado con el rechazo, algo así como una venganza de lo ocurrido en Iowa.

El gran tema de la identidad latinoamericana (¿quienes somos?) pareció dejar paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?). Los cuentos de McOndo se centran en realidades individuales y privadas. Suponemos que esta es una de las herencias de la fiebre privatizadora mundial. Nos arriesgamos a señalar esto último como un signo de la literatura joven hispanoamericana, y una entrada para la lectura de este libro. Pareciera, al releer estos cuentos, que estos escritores se preocuparan menos de su contingencia pública y estuvieran retirados desde hace tiempo a sus cuarteles personales. No son frescos sociales ni sagas colectivas. Si hace unos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o Macintosh.

La decisión final tuvo que ver con los gustos de los editores y la editorial, además de las presiones de ciertos agentes literarios, la cambiante geopolítica (nos tocó guerras y relaciones diplomáticas tensas), el azar de los contactos y eso que se llama suerte.

Hay autores vagando por el continente y la península que tuvimos que rechazar porque ya teníamos muchos representantes de ese país (Argentina, México, España) o porque la demanda excedió la oferta. Otros autores representativos están ausentes porque no pudieron llegar a tiempo, estaban bloqueados o no tenían nada que ofrecer. Existen, por cierto, muchos países que faltan y deberían estar presentes. Hicimos lo posible. Reconocemos nuestra incapacidad. A lo mejor sí debimos viajar por cada uno de los países pero no tuvimos ni el presupuesto ni el tiempo. Quizás confiamos demasiado en las embajadas y en los agregados culturales que, dicho sea de paso, fueron incapaces de ayudarnos. Una embajada dijo que solo había poetas en su país (lo que resultó ser falso) y en otra nos aseguraron que el autor más joven de su territorio era un chico de 48 años que, para más remate, era inédito.

No nos cabe duda que cuando este libro se edite, vamos a encontrarnos con la ingrata sorpresa de que un autor McOndiano está dando mucho que hablar y ni siquiera sabíamos que existía. Son los riesgos que uno corre. Casi todos los autores aquí incluidos son absolutos desconocidos fuera de su país. Y muchos son apenas conocidos en su propia casa. Así y todo, pensamos que la muestra es grande, variada y comulga absolutamente con nuestro criterio de selección.

Sabemos que hay carencias y errores, pero también hay aciertos y sorpresas. estamos conscientes de la presencia femenina en el libro. ¿Por qué? Quizás esto se debe al desconocimiento de los editores y a los pocos libros de escritoras hispanoamericanas que recibimos. De todas maneras, dejamos constancia que en ningún momento pensamos en la ley de las compensaciones solo para no quedar mal con nadie.

Optamos por establecer una fecha de nacimiento para nuestros autores que nos sirviera de colador y acotara una experiencia en común. Nos decidimos por una fecha que fuera desde 1959 (que coincide con la siempre recurrida revolución cubana) a 1962 (que en Chile y en otros países, es el año en que llega la televisión). La mayoría, sin embargo, nacieron algún tiempo después.

Otra cosa en que nos fijamos: todos los escritores recolectados han publicado antes de los treinta con un relativo éxito. Han creado polémicas, revueltas y exageraciones críticas con lo que escriben.

Sobre el título de este volumen de cuentos no valen dobles interpretaciones. Puede ser considerado una ironía irreverente al arcángel San Gabriel, como también un merecido tributo. Más bien, la idea del título tiene algo de llamado de atención a la mirada que se tiene de lo latinoamericano. No desconocemos lo exótico y variopinta de la cultura y costumbres de nuestros países, pero no es posible aceptar los esencialismos reduccionistas, y creer que aquí todo el mundo anda con sombrero y vive en árboles. Lo anterior vale para lo que se escribe hoy en el gran país McOndo, con temas y estilos variados, y muchos más cercano al concepto de aldea global o mega red.

El nombre (¿marca-registrada?) McOndo es, claro, un chiste, una sátira, una talla. Nuestro McOndo es tan latinoamericano y mágico (exótico) como el Macondo real (que, a todo esto, no es real sino virtual). Nuestro país McOndo es más grande, sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas. En McOndo hay McDonald ́s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos.

En nuestro McOndo, tal como en Macondo, todo puede pasar, claro que en el nuestro cuando la gente vuela es porque anda en avión o están muy drogados. Latinoamérica, y de alguna manera Hispanoamérica (España y todo el USA latino) nos parece tan realista mágico (surrealista, loco, contradictorio, alucinante) como el país imaginario donde la gente se eleva o predice el futuro y los hombres viven eternamente. Acá los dictadores mueren y los desaparecidos no retornan. El clima cambia, los ríos se salen, la tierra tiembla y Don Francisco coloniza nuestros inconscientes.

Existe un sector de la academia y de la intelligentsia ambulante que quieren venderle al mundo no solo un paraíso ecológico (¿el smog de Santiago?) sino una tierra de paz (¿Bogotá?, ¿Lima?). Los más ortodoxos creen que lo latinoamericano es lo indígena, lo folklórico, lo izquierdista. Nuestros creadores culturales sería gente que usa poncho y ojotas. Mereces Sosa sería latinoamericana, pero Pimpinela, no. ¿Y lo bastardo, lo híbrido? Para nosotros, el Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas (o culebrones) son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato. Hispanoamérica está lleno de material exótico para seguir bailando al son de “El cóndor pasa” o “Ellas bailan solas” de Sting. Temerle a la cultura bastarda es negar nuestro propio mestizaje. Latinoamérica es el teatro Colón de Buenos Aires y Macchu Pichu, Siempre en Domingo y Magneto, Soda Stereo y Verónica Castro, Lucho Gatica, Gardel y Cantinflas, el Festival de Viña y el Festival de Cine de La Habana, es Puig y Cortázar, Onetti y Corín Tellado, la revista Vuelta y los tabloides sensacionalistas.

Latinoamérica es, irremediablemente,MTV latina, aquel alucinante consenso, ese flujo que coloniza nuestra conciencia a través del cable, y que se está convirtiendo en el mejor ejemplo del sueño bolivariano cumplido, más concreto y eficaz a la hora de hablar de unión que cientos de tratados o foros internacionales. De paso, digamos que McOndo esMTV latina, pero en papel y letras de molde.

Y seguimos: Latinoamérica es Televisa, es Miami, son las repúblicas bananeras y Borges y el Comandante Marcos y CNN en español y el Nafta y Mercosur y la deuda externa.

Vender un continente rural cuando, la verdad de las cosas, es urbano (más allá que sus sobrepobladas ciudades son un caos y no funcionen) nos parece aberrante, cómodo e inmoral.

El trasfondo tras la ilusión del realismo mágico para la exportación (que tiene mucho de cálculo) lo aclara el poeta chileno Oscar Hahn en una introducción a una antología de cuentos ad-hoc:

Cuando en 1492 Cristóbal Colón desembarcó en tierras de América fue recibido con gran alborozo y veneración por los isleños, que creyeron ver en él a un enviado celestial. Realizados los ritos de posesión en nombre de Dios y de la corona española, procedió a congraciarse con los indígenas, repartiéndoles vidrios de colores para su solaz y deslumbramiento. Casi quinientos años después, los descendientes de esos remotos americanos decidieron retribuir la gentileza del Almirante y entregaron al público internacional otros vidrios de colores para su solaz y deslumbramiento: el realismo mágico. Es decir, ese tipo de relato que transforma los prodigios y maravillas en fenómenos cotidianos y que pone a la misma altura la levitación y el cepillado de dientes, los viajes de ultratumba y las excursiones al campo.

Lo que nosotros queremos ofrecerle al público internacional son cuentos distintos, más aterrizados si se quiere, de un grupo de nuevos escritores hispanoamericanos que escriben en español, pero que no se sienten representantes de alguna ideología y ni siquiera de sus propios países. Aun así, son intrínsecamente hispanoamericanos. Tiene ese prisma, esa forma de situarse en el mundo.

En estos cuentos hay más cepillado de dientes y excursiones al campo (bueno, al departamento o al centro comercial) que levitaciones, pero pensamos que se viaja igual.

Los autores incluidos en McOndo son, como ya lo hemos reiterado (y lamentado) levemente conocidos en sus respectivos países. Esto tiene su lado positivo puesto que no tienen una reputación internacional que proteger. No sienten, como escribió el crítico David Gallagher en el suplemento literario TLS de Londres, «la necesidad de sumergirse en las aguas de lo políticamente-correcto. Puesto que no tienen la ventaja de vivir afuera, difícilmente sabrían qué elementos usar para escribir una novela políticamente correcta».

Es cierto que no todos los autores antologados viven dentro de sus países (aunque muchos tienen la intención de regresar y pronto); aún así, estos escritores han producido textos que fueron escritos desde el interior para lectores internos. Como bien acota Gallagher, refiriéndose específicamente al caso de Chile, «no le están escribiendo a una galería internacional, por lo tanto, no tienen que mantener el status-quo del estereotipo de cómo debe o no debe ser el retrato (de Hispanoamérica) para la exportación».

España, en tanto, está presente porque nos sentimos muy cercanos a ciertos escritores, películas y a una estética que sale de la península que ahora es europea, pero que ya no es la madre patria. Los textos españoles no poseen ni toros ni sevillanas ni guerra civil, lo que es una bendición. Los nuevos autores españoles no solo son parte de la hermandad cósmica sino son primos muy cercanos, que a lo mejor pueden hablar raro (de hecho, todos hablan raro y usan palabras y jergas particulares) pero están en la mismo sintonía.

La pregunta que inició la búsqueda de este libro fue si estábamos en presencia de algo nuevo, de una nueva literatura o de una nueva perspectiva para ver la literatura. Pregunta que parece ser el afán de toda nueva horneada de escritores. Las respuestas después de tener el libro terminado fueron sólo dudas. Como es típico, lo más interesante, novedoso y original no está en la primera línea del mercado y aún menos entre el oficialismo literario.

El verdadero afán de McOndo fue armar un red, ver si teníamos pares y comprobar que no estábamos tan solos en esto. Lo otro era tratar de ayudar a promocionar y dar a conocer a voces perdidas no por antiguas o pasadas de moda, sino justamente por no responder a los cánones establecidos y legitimados.

Comprobamos que cada escritor ha elegido el camino que más le acomodaba, con los temas que consideraba más adecuados. ¿Trabajo inútil entonces? Creemos que no: debajo de la heterogeneidad algo parece unir a todos estos escritores, y a toda a una generación de adultos recientes. El mundo se empequeñeció y compartimos una cultura bastarda similar, que nos ha hermanado irremediablemente sin buscarlo. Hemos crecido pegados a los mismos programas de la televisión, admirado las mismas películas y leído todo lo que se merece leer, en una sincronía digna de considerarse mágica. Todo esto trae, evidentemente, una similar postura ante la literatura y el compartir campos de referencias unificadores. Esta realidad no es gratuita. Capaz que sea hasta mágica.

Prólogo a McOndo, escrito por Alberto fuguet y Sergio Gómez, Barcelona, 1996

*

Ok, por fin. O mejor: de nuevo. Regresa. Por escrito, en papel. Ahí está: el texto anterior. Lo que acaban de leer es el prólogo, el famoso, puto, fucking prólogo de McOndo. Lleva unos quince años fuera de circulación en formato libro. Se agotó y se fue. Alcanzó a editarse en Barcelona y dos veces en Santiago. Cuando vi que el asunto se estaba tornando peligroso y molesto, lo atajé. No permití que se reeditara más. Más por el prólogo que por los cuentos que aparecen, los que variaban (como es lógico) en calidad. McOndo, el libro, puede tener ciertas fallas (faltan muchos, sobran otros; el nivel de los cuentos es disparejo, como sucede siempre; no hay presencia femenina). Capté que era mejor no darle más municiones «al enemigo», pero ya era tarde. Casi todos los ejemplares estaban ya en las bibliotecas de las universidades americanas. Estaba eso llamado fotocopias, Y, a punto de estallar, eso llamado Internet. Aun así, no quise. No quiero. McOndo nunca volverá a reeditarse, aunque sea en una edición de lujo con cuero de avestruz. Está en mi testamento, en las instrucciones de lo que ocurrirá con mis libros a futuro. Me daría entre asco, pena, rabia y frustración que McOndo sea el único libro que me sobreviva.

Cruzo los dedos: prefiero Por favor, rebobinar o Missing.

Las cosas, claro, nacieron de un modo más pedestre. Acaso juvenil. Yo era joven, era entusiasta, buscaba pares y amigos. Al final encontré uno en Edmundo Paz Soldán, que terminó no solo defendiendo McOndo sino enseñándolo («De Macondo a McOndo» es ya un curso bastante común en la academia), pero sé que pagó su precio y tuvo que soportar tanto escupos literales como ideológicos. Por querer conocer y tener tantos pares «contemporáneos» terminé perdiendo algunos que, con razón, terminaron escandalizados y francamente irritados de verse inmersos en una antología que declaraba la guerra al statu quo. Ellos solo querían que sus cuentos circularan.

Yo no les avisé. No era tan fácil comunicarse internacionalmente en los 90. Pero quizás tampoco se me ocurrió. A algunos los conocía o los había leído. Era claro que pensaban más o menos como yo; se habían criado viendo tele, habían bebido del cine y del rock. Eran, digamos, McOndo. Pero no, no lo eran. Eran literarios. McOndo era yo y lo iba a pagar caro. El bullying no es solamente algo que ocurre en los patios de los colegios; puede suceder en los pasillos de las universidades, en seminarios y coloquios, en tesinas y tesis.

El libro, una antología inventada por Grijalbo Chile, no pretendía más que juntar a mis pares. Explorar el zeitgeist. ¿Habían más escritores que escribían como yo o el mundo era —en efecto— de Isabel Allende o Gabo? Yo por esa época estaba candente, mis libros vendían mucho. La recopilación de cuentos publicados en la Zona fue un ultra best seller. Es más: por un asunto de derechos o por unos autores que antes eran jóvenes y ya no, el libro dejó de ser de ninguna editorial. Cuentos con walkman se reedita todos los años, se pide como material complementario en cursos de castellano de Enseñanza Media y sus copias prístinas se encuentran por todas las librerías de San Diego. Los piratas editan bien, distribuyen mejor. Nunca llegamos a un acuerdo o pensamos qué podría ocurrir con Cuentos con walkman. McOndo sería una supuesta «walkman internacional». Un par de autores por país. Me ofrecieron la idea, acepté. Copias la fórmula walkman. Subí al carro a Sergio Gómez, que ya estaba llamando la atención con sus libros (una suerte de McOndo provinciano, un mundo que fusionaba Temuco y Concepción con el mundo). Sergio logró conseguir a muchos. Pero llegó la hora del prólogo y el título. Latinos nuevos fue —lo juro— una opción. Pero me acordé de una columna que escribí en Mundo Diners llamada “El país MacOndo”. Y de una frase de Por favor, rebobinar: un aspirante a escritor quiere escribir sobre lo que vive, acerca de lo que ve y padece. Comenta: «Quiero escribir La casa de los espíritus sin espíritus». Una saga familiar desde las casas con tres patios de una ciudad de provincia a la recién llegada globalización post dictadura de un Santiago fin-de-siglo.

Quedó McOndo. Sonaba divertido. Era un chiste, era sexy, es catchy. Buena parte del prólogo lo escribí yo. La anécdota fue real, es cierto, y ocurrió en Iowa City el año 1994. Los rechazados fueron el argentino C. E. Feiling y yo. El otro latinoamericano, David Toscana, de Monterrey, México, un ingeniero que cruzaba mucho la frontera y cuyos suegros tenían una casa en McAllen, Texas, fue aceptado. Su carrera creció en forma bastante exponencial y es un autor de culto en algunos países europeos. al publicar una de sus novelas en inglés, The New York Times lo ensalzó. Personalmente, creo que es más Macondo que McOndo. Y creo que esa diferencia, entre otras, quebró nuestro incipiente lazo de amistad.

El lanzamiento de McOndo se hizo en el invierno chileno de 1996 en un McDonald’s recién inaugurado en 11 de Septiembre con Orrego Luco. Fue un acto celebratorio, divertido. Mi aporte a McOndo, el cuento “La verdad o las consecuencias” no me convenció del todo pero tenía que entregar algo; eventualmente mutó en “Road story”, un cuento de Cortos y, luego, en una novela gráfica del mismo nombre.

Podría escribir más. Defenderme. Dar explicaciones. Contar más anécdotas, recordar dardos, momentos tensos, reírme de la seriedad y la vehemencia con que se tomó. Jamás pensé que esta antología podía provocar algo. Menos su prólogo. Generalmente las antologías terminan regalándose y los prólogos no son más que una formalidad. Varios académicos insisten en que 1996 es una fecha importante, un cisma, que McOndo marcó un antes o después o fue un terremoto o… No sé. Llevábamos tiempo viviendo en McOndo, lo que escribimos y lo que escribía en ese entonces no era muy novedoso: era mi mundo. Pero uno no lo controla todo. Supongo que quedaré marcado para siempre. Pero ya me lo tomo con algo de humor, como un tatuaje que uno se hizo medio fumado y medio exaltado en adrenalina emocional. Traté de borrarlo. No pude. Pero no por eso voy a andar caminando por todas partes sin camisa mostrando el tatuaje. Soy más que eso. Espero.

Pero a la pregunta que siempre me hacen respondo eso: sí, tenía razón. McOndo ganó. Eso, ya. Y qué, además. Llámenlo de otro modo pero este presente es McOndo. Con excepción de chantas sinvergüenzas o de artesanos que trabajan géneros de fantasía, creo que casi todo lo que se escribe (bueno o malo) por estos lados y en este idioma posee un ADN de McOndo. Incluso si no lo saben o no parece. No apostaré por nombres. Ya no. Sí creo que utilizar McOndo es —quizás— un error. Pero sí: en este país vivimos y en este país creamos. Unos lo hacen mejor que otros; unos captan y otros no entienden, pero sí, todos somos de acá.

*

Se sabe que una novela o una película pueden hacer más por un país que miles de folletos promocionales, decenas de agregados culturales o todas las representaciones habidas y por haber de esos cuerpos estatales dedicados al ballet folclórico. Sin embargo, parece que el folclor, lo nativo-aborigen-exótico, es lo que gusta, lo que deja perplejos y sin habla a los europeos, yanquis y japoneses, si es que no a nuestros propios vecinos.

Los motivos de este tipo de acogida deben ser varios y pueden estar ligados a la puta y sana curiosidad, a un intelectualoide afán antropológico o al deseo, comprensible y acaso necesario, de autoafirmarse al saber que de verdad los otros son distintos de nosotros. Claro que el arte debería preocuparse más por temer individuales que de la identidad nacional. La identidad nace de lo disímil, de un montón de opiniones distintas que se unen por lazos más misteriosos y ambiguos que coherentes y totalizadores. Pero no todos tienen esto tan claro.

El arte latinoamericano, en general, y el chileno, en particular, poseen la lamentable característica de no ser capaces de salir de lo folclórico, de creerse el cuento insular, de empantanarse en lo contingente y en lo criollo. Han capitalizado el realismo mágico y eso de que América Latina es un continente misterioso. Puede ser. Es tan grande, tan diverso, que todo puede pasar.

Pero hay otra América Latina y, definitivamente, otro Chile que necesita ser escrito, exportado y compartido. Aquellos que se quedan en los huasos, las nanas y los rosarios pueden seguir haciéndolo. Pero quienes no escriban de los nuevos huasos con celular, los de los kiwis y las four wheel drive, de los malls y las discos al borde de la Panamericana, se estarán perdiendo un gran material. Porque esto también es Chile. Y no corresponde solo a un sector social. Chile, al menos por ahora, no es Macondo, ni otro invento garciamarquiano. Todo lo contrario: es McOndo, tierra de McDonald’s y condominios, de computadoras y autos japoneses. Como La Florida, la comuna con más futuro de Chile, comuna nueva, rara, de chicos conectados al cable y padres self-made que son primera generación de profesionales. Es el país que viene de un barrio nuevo construido sobre terrenos y errores antiguos. Chile es urbano y basta de mentir y seguir escribiendo de vacas. La provincia no está llena de gente que duerme siesta. En Chiloé hay más audacia y modernidad que en todo el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Los países consumidores de cultura tendrán que dejar de vernos como lugares exóticos y empezar a leer las historias que registren el choque, que exploren nuestras influencias de España pero también de Miami, que delaten que, culturalmente, estamos tan al día como ellos, que más que isla somos parte del todo. El nuevo realismo mágico no tiene que ver con gente que vuela sino con lo volada que está la gente. Es crecer un diez por ciento y prohibir los petos y el pelo largo y los rockeros satánicos; es fomentar la inmigración y atacar a los coreanos; es tener democracia, faxes y celulares intervenidos; es prohibir informar de todo aquello que moleste a una familia macondiana, salpicada de sangre e historia, que vive en un barrio bastante más carismático que un fundo lleno de grillos que canten al son de Osmán Pérez Freire.

Algunos podrán emocionarse ante esta nueva escenografía en vías de privatización. Otros se sentirán asqueados. Todo vale. Los artistas, en especial los escritores, tienen el deber moral de narrar historias que de alguna manera recojan el país real, no el mítico. Muchos temen que con esto de ser tigres o jaguares nos convirtamos en Taiwán. Aquí entran los artistas, becados o no. En la medida en que no solo se dediquen a desempolvar el pasado y las danzas antiguas y toda la parafernalia que tanto gusta en los actos cívicos, no hay problema. Mientras haya gente que entienda lo que está pasando, que critique y huela y no le tenga miedo al futuro, no hay nada de qué preocuparse. Todo lo contrario.

*

¡Antes de que yo fuera un parricida y «odiara» a García Márquez, quise ser como él!

Ya, lo dije.

Una aclaración: no quería ser un escritor como GGM ni quería usar una guayabera como GGM. Lo que deseaba en forma desesperada era ser un periodista como él lo había sido. Soñaba —necesitaba— escribir crónicas como las suyas. Estaba enfebrecido con su manera de narrar.

De narrar historias reales, no mágicas. Historias de náufragos, de tipos a los que los van a matar en forma anunciada.

Partí, claro, imitándolas.

Pero eso fue antes, cuando era joven e indocumentado.

Tanto he leído de mis sentimientos anti García Márquez que, por un instante, me los creí. Algo aporté yo, claro. No es hora de venir a hacerme el inocente. Mi irritación hacia sus imitadores y ese software que, sin querer, él creó para fascinación de los cultores del kitsch y el lugar común contribuyeron a la confusión. Algunos insisten en que soy algo así como el líder de un movimiento fundamentalista cuyo fin no solo es exterminar al veterano escritor, sino instaurar una república autónoma e hiperrealista, repleta de McDonald’s y Blockbusters, donde las abuelas no puedan volar, los tucanes deben quedarse callados y esté prohibida la venta de todo objeto remotamente folclórico a menores. Esto no es así. Bueno, no es tan así. Algo de esto es cierto, sin duda; a estas alturas del nuevo siglo, la gente puede ser tonta pero no por eso menos mediática.

Mi «delito» fue coeditar, junto con mi compatriota Sergio gómez, una dispareja y, sin querer, misógina antología de cuentos de autores latinoamericanos contemporáneos a fines del siglo 20 que llevó el divertidillo e ingenioso nombre (el nombre fue mío y, sí, fue ingenioso, pero qué andar con cosas) de McOndo. El puto libro vendió algo, fue destrozado y ridiculizado en España, se convirtió en un objeto de disputa en la academia, donde provocó más asco que interés. Al menos, al comienzo. En todo caso, un dato para la causa: el libro está agotado y se quedará así. El prólogo circula por Internet, pero la antología me trae tan malos recuerdos que la he castigado al destierro.

Una aclaración tan obvia que resbala: sin Macondo no hay McOndo. Las innumerables imitaciones de Cien años (de soledad, digo) pueden considerar un homenaje, pero no hay mayor halago, dicen, que la sátira. Para zanjar este tema: McOndo es la contraparte exagerada de Macondo; la verdad, como siempre, están en el medio.

Otra cosa: para que exista un parricidio debe haber un hijo, un padre, algo no resuelto y mucha sangre. En mi caso falta la sangre. Y, sí, claro, existía algo que no estaba resuelto. No me siento el hijo de GGM, no es para nada mi padre, y, sin embargo, a veces me percato de que su ADN está en mi sangre.

Un padre siempre marcará al hijo: para bien, para mal, por omisión. Se supone que yo sé de esto: es, según la crítica, «mi tema». Un narrador muy inteligente puede terminar con un libro lleno de ideas. En todo caso, se sabe: es apabullante la cantidad de energía que un hijo puede gastar para tener a su padre cerca. Todo esto tendré que conversarlo algún día con un psicólogo. O quizás no. Porque, de a poco, mi lazo con este súper-giga-megastar que es GGM ha ido limpiándose. Paralelamente, y no creo que de casualidad, la relación con mi propio padre mejoró tanto que hoy el que tengo enfrente poco y nada tiene que ver con aquel ser que tanto temí, eché de menos o necesité. Las cosas no cambian porque sí; cambian cuando uno logra cambiar. Y uno solo cambia escribiendo, leyendo, filmando.

Parricidio es un palabra fuerte que encierra algo innegable: es un acto que solo puede producirse entre dos personas muy, pero muy cercanas. Para que el asesino exista, antes tuvo que existir el padre. Ese fue, sin duda, mi caso. Antes lo quise matar (¿para independizarme?, ¿para existir?, ¿para llamar la atención?); ahora simplemente deseo leerlo y aprovechar lo que me pueda enseñar.

*

El día que GGM ganó el Nobel yo estaba algo desesperado y no creía mucho en mí mismo. Tenía dieciocho años, mi familia se había ido al carajo y era el único de mi clase que no fue capaz de ingresar a la universidad. Yo quería periodismo o periodismo, no había otra opción. Tenía malas notas y no sabía muchas matemáticas. En esa época en Chile era obligación estudiar periodismo para ejercer el reporteo y, para más remate, solo existían setenta y nueve cupos en todo el país. Yo en ese entonces no quería ser escritor ni pensaba serlo ni conocía gente que tuviera la ocurrencia de dedicarse a algo tan extraño como narrar para vivir.

Ese año 82, entonces, iba a un preuniversitario en la mañana y en las tardes iba al cine. Escribía crónicas que enviaba a periódicos y revistas que nunca eran publicadas. Ese año, de puro aburrido, me dediqué a leer. Mi español ya estaba suficientemente bueno como para entender el lenguaje de los escritores latinoamericanos. Donoso me parecía complicado y plagado de casas sin ventilar y viejas decrépitas; Carlos Fuentes, por otro lado, era la pedantería misma y no era capaz de entenderle ni una línea. Vargas Llosa, en cambio, me dio vuelta. No lo podía creer. Quedé fascinado —por la cercanía, por la manera como pude identificarme— con Los cachorros, Los jefes, La ciudad y los perros y, sobre todo, La tía Julia y el escribidor. Yo deseaba ser como Varguitas y trabajar en una radio o, no sé, en la crónica policial. Manuel Puig cayó en mis manos gracias a sus portadas eróticas y a sus títulos pop y, si bien no entendí nada de Pubis angelical (me encantó, eso sí, el título), me sorprendió gratamente <em y quedé sorprendido con la estructura de The Buenos Aires Affair. Mi novela favorita, hasta entonces, era Sobre héroes y tumbas y mi meta era conocer Buenos Aires y el Parque Lezama (OK, era joven, qué esperaban). También leía mucho a Harold Robbins, Irving Wallace y me leí dos veces Hombre rico, hombre pobre. Esos escritores sí que narraban y, de paso, uno podía pajearse con sus exageradas escenas de alcoba.

Un escritor se forma tanto por lo que lee como por lo que no lee. Como yo no quería ser escritor ni me movía en círculos literarios, me salté a Cortázar, Borges, García Márquez. En el colegio me asignaron El coronel no tiene quien le escriba, pero no leí, la chica de la cual estaba enamorado me lo resumió y, con inventiva, puede sacarme una nota decorosa. Pero ese año 82, en una librería de viejo, encontré un libro del mismo autor que se llamaba Crónicas y reportajes.

El libro no era usado pero la edición, de Oveja Negra, dejaba mucho que desear. Rápidamente se transformó en mi libro favorito y, de tanto leerlo y memorizarlo, comenzó a desgajarse. Mi crónica preferida fue, por cierto, la que más me identificó: “¿Por qué va usted a matinée?”. Yo estaba asistiendo casi todos los días a la matinée y, tal como lo estipulaba GGM, iba solo y me sentaba en los sectores laterales:

Si a un verdadero cineísta se le dice en la calle que una película es insoportablemente mala, asistirá entusiasmado a la próxima exhibición, para convencerse de que es mala en realidad.

Yo usaba más la palabra cinéfilo a la hora de autodesignarme (¿cineísta?, cinépata, por lo menos, pero ¿cineísta?), pero bueno, quizás así se definía a los adictos al cine en Colombia, pensé. Me gustaba como GGM opinaba en medio de la crónica. Esto no es pura noticia, era algo más. «Parece como si las pisadas sonaran menos en el piso alfombrado, pero la realidad es que quienes asisten a la proyección de esa hora procuran, inconscientemente, pasar inadvertidos».

Cierto. Esa era mi meta en esos tiempos: pasar inadvertido.

Si entraba a periodismo, me prometí, quería escribir crónicas exactamente como esa. Por eso cuando, a la salida de una función de matinée, vi el titular de La Segunda anunciando que GGM había obtenido el Premio Nobel, sentí que, de alguna manera, ese premio era mío. Estaba orgulloso. Yo tenía ese libro en mi mochila, yo lo había descubierto. Quedé algo impactado al comprobar que no era el único que lo había hecho.

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De alguna manera extraña, GGM me ayudó a pasarme a la ficción. En la Escuela de Periodismo, todos los ejercicios prácticos los escribía como crónicas de GGM. En vez de usar la pirámide invertida, partía con un «Cuando fulano de tal…» e inventaba el resto, imaginándome qué pensó el asesino que mató por encargo o el traficante de droga que iba arriba de un barco. A mis profesores no les pareció divertido.

—García Márquez puede escribir así porque es García Márquez.

Yo les decía que no, que escribía así en los años 50, antes de que García Márquez se transformara en Gabriel García Márquez.

—Mira, quizás es un gran escritor, pero no es buen periodista; inventa mucho.
—¿Y?
—¿Te parece poco? Tú, más que reportero, pareces escritor.
—¿Debo tomar eso como un insulto?

El verano siguiente leí, on the road, en mi primer mochileo por el sur de Chile, Cien años de soledad. Me reí a gritos. Lo terminé, me acuerdo, sobre la carretera Panamericana, frente a Frutillar. Mi compañero de viaje, el Gato, se lo sabía de memoria y me iba diciendo: ¿en qué parte vas?, ¿llegaste al momento en que vuela?

La novela me pareció formidable, pero nunca sentí que era sobre mí, sobre mi familia o sobre mi país. Esta era una novela loquísima sobre un mundo ajeno y fascinante.

Después llegó a mis manos Crónica de una muerte anunciada y, poco tiempo después, el primer capítulo de El amor en los tiempos del cólera fue publicado en El Mercurio un domingo. Quedé tan sobrecogido que partí a comprar la novela al día siguiente, gastando de paso todo el dinero que había ahorrado.

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Como sucede también con tus padres, con el paso de los años sientes la necesidad de distanciarte de ellos. No sé bien cómo empecé a cansarme de Gabo (de partida, no toleré eso de que le dijeran Gabo o que, peor aún, él aceptara ese apodo). Creo que el momento fue cuando me di cuenta de que para cierta gente que no toleraba, que más bien despreciaba porque, entre otras cosas, temía, GGM era su autor favorito. La ultraizquierda que odiaba la cultura pop de USA y, sobre todo, las películas de Hollywood que me alimentaban a diario, lo alzaba como un ídolo, junto a esos cantautores como «Silvio» y «Pablo». En esa época tenía un compañero de curso, hijo de burgueses, que andaba siempre fumando marihuana y usaba chalecos peruanos que emanaban un cierto olor animal; cada verano mochileaba por países latinoamericanos buscando «la verdad». De Ecuador, me acuerdo, trajo de contrabando varios ejemplares de La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. En un principio no me lo prestó, pero igual se lo quité a otro compañero (compañero de curso, aunque el tipo era, por cierto, un compañero y tenía un carné partidista para demostrarlo). Lo leí en dos horas. Me gustó la idea de asumir la voz de otro al momento de hacer un reportaje. Gran idea, pensé, gran idea. Una idea copiable, además. Pero no me gustó la opción de asumir la voz de Littín. Había visto, en video, en la Escuela de Periodismo, algunos horrorosos filmes del imbancable Littín y me parecía del todo sobrevalorado. ¿Alsino y el cóndor nominada al Oscar? Por qué. ¿Había leído Alsino a todo esto? Tampoco me atraía tanta foto con Fidel, tanta ida a Cuba. Estaba confundido: yo me sentía progre, anti Pinochet, pero me sentía muy alejado de esa estética.

Así, de a poco, GGM se fue alejando de mí. Y cuando vi que, por leer a Vargas Llosa, era tildado de «imperialista» en la escuela, y me enteré de que, en esta vida, o estabas del lado de Gabo, como me dijo una colorina que era parte de las JJCC, o de Vargas Llosa, opté, sin pensarlo, por el autor de la naranjísima Historia de Mayta, una novela que fusionaba de forma magistral el periodismo con la novela.

Luego apareció La casa de los espíritus. No hubo otro tema. La aparición de la hipnótica pero tramposa novela de Isabel Allende a mediados de los ochenta fue como el estreno de Titanic. No había otro tema y el tema me hacía vomitar. Cien años de soledad en Chile, sin culpa, sin permiso, copia pura, asalto a mano armada. Entonces me dije: ¡Basta! Me tengo que alejar de este mundo lo antes posible antes que me atrape, me encierre y me coma.

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A medida que pasan los años, uno regresa a aquellos que te apoyaron en los comienzos. Miro los subrayados que le hice a Crónicas y reportajes y vuelvo a sentir la fascinación del que siente que encontró exactamente lo que andaba buscando. Con el tiempo, además, fui captando que una cosa era GGM, otra eran sus libros (libros de todo tipo, libros grandiosos, libros menos afortunados, pero todos libros suyos, propios, inimitables aunque algunos creen que lo son) y otra era la gente que lo apreciaba-amaba-imitaba.

McOndo, desde luego, surgió cuando algunos norteamericanos consideraron que lo que yo escribía no era ni malo ni bueno, sino «poco latinoamericano».

—Podrías ser más García Márquez.
—Yeah, sure.

Mi imagen de GGM empezó a cambiar cuando alguien me dijo que escribía en Apple. Es más, es tan fanático de Apple, tan anti PC, que Apple le envía de regalo cada nuevo producto que inventa.

—No te creo. O sea, escribe en un iMac.
—Eso dicen
—Se me sube el viejo.
—¿Adónde?
—Sí, cada vez que viaja a California…
—¿Adónde?
—A California, se va de hacha a la tienda Apple. Es adicto a la megatienda CompUSA.
—No te creo.
—No me creas.

Hace unos años recibí la invitación de Alfaguara para viajar a Bogotá a presentar mis libros. Lo primero que pensé fue «por ningún motivo». La razón no era la violencia guerrillera, sino el pánico de pisar la tierra de GGM.

—No vayas, es territorio enemigo; en el aeropuerto detectan a los que no son pro Gabo y los expulsan.
—¿Sí?

Pero después recordé que Andrés Caicedo también era de Colombia y que un país que podía crear dos escritores de esa talla era, sin duda, un gran país.

Además, en Serendipity, John Cusack busca en forma desesperada un ejemplar de Love in time of cholera por todo Estados Unidos pues sabe que, dentro de la novela, está el fono de la mujer de su vida.

En Bogotá opté por empezar mi reconciliación con GGM. Estaba en su territorio, no era para nada enemigo, y en cada cuadra había algo digno de Macondo y, por cierto, algo de McOndo. Me sentí, curiosamente, en casa. En un mall de la elegante Zona Rosa al norte de Bogotá, en Tower Records para ser más específico, me topé con los libros de GGM al lado de los CDs de Blink 182 y los DVDs de Tim Burton. No encontré un ejemplar mejor pegado de Crónicas y reportajes, pero sí unos lujosos tomos de toda su obra periodística. No eran del todo baratos pero decidí comprarlos, sentí que era lo mínimo. Agregué al último minuto Cien años de soledad, Doce cuentos peregrinos y Noticia de un secuestro. Por los parlantes empezó a sonar “We are sudamerican rockers”, de Los Prisioneros.

—Parece que usted es fan de Gabo —me dijo la chica de la registradora.
—Era. Ahora voy a empezar de nuevo. Veamos qué pasa.

transito-fuguet

Tránsitos, una cartografía literaria
Alberto Fuguet
Ediciones UDP, 2013
540 p. — Ref. $12.000

McOndo

Sobre el autor:

Alberto Fuguet es periodista y tiene una dilatada carrera como escritor y cineasta. Ha publicado dieciocho libros y casi una decena de guiones.

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