De algún modo difícil de precisar, el Premio Nacional de Literatura es otra consecuencia de la aridez y la estulticia, por no aludir al analfabetismo, que prevalecen dondequiera que uno mire.
Los premios literarios son, históricamente hablando, muy recientes. Ni en la Antigüedad ni en el Renacimiento, ni en los siglos XVII hasta comienzos del XIX, nadie oía hablar de ellos, lo que de ninguna manera se traducía en que nadie leía a escritores y escritoras que, durante centurias, milenios, eran reconocidos, populares, dignos de aprecio y devoción por miles de miles de lectores. De modo que ningún lauro, desde el Nobel al Goncourt, desde el Pulitzer hasta los cientos de cientos de galardones que se conceden en los cuatro puntos cardinales, constituye un pasaporte a la inmortalidad para los beneficiados. Todo lo contrario, da la impresión de que, cada vez que un autor o autora recibe alguna socorrida suerte de retribución por su obra, él o ella pasan ipso facto al olvido.
Es lo que exactamente ocurre con el Premio Nacional de Literatura en Chile. Instituido en 1942 para honrar a Augusto D’Halmar, considerado entonces el mejor escritor vivo de la patria, muy luego descendió al desprestigio, se prestó para acerbas polémicas (cuando en Chile había polémicas, es decir, discusiones públicas que duraban meses, inclusive años) y groseras manifestaciones de descontento. Es cierto que, durante su primera y más larga fase, lo obtuvieron Pablo Neruda, Manuel Rojas, Salvador Reyes, Marta Brunet o Pablo de Rokha, pero no es menos cierto el escandaloso hecho de que le fuera otorgado a Gabriela Mistral en 1951, seis años después de que la poetisa recibiera el Nobel. Revisar la lista de los nombres de galardonados que, desde su instauración hasta 1973 lo aceptaron, resulta tedioso y en extremo irritante, puesto que predominan de forma incontestable las nulidades, las mediocridades, aquellos que justamente han caído en la más completa desmemoria. Esto lo he comprobado no en una, sino en innumerables ocasiones: cada vez que le toca la fortuna a alguien, doy a conocer a mis alumnos la nómina antes referida y ni uno, repito, absolutamente ninguno tiene idea quien fue Diego Dublé Urrutia, Fernando Santiván o Max Jara, por mencionar a los primeros que se me vienen a la cabeza. Mis estudiantes no son tontos ni ignorantes y, por regla general, sienten un fuerte compromiso y una genuina atracción por la literatura, la nacional y la extranjera. Tampoco es que yo experimente inclinaciones hacia las estadísticas y las nominaciones, aunque es imposible que me haga el leso cada vez que se entrega el Nacional, ya que si bien el tema interesa cada vez menos, es inevitable que me pregunten, que me pidan datos sobre tal o cual persona y que, arrinconado entre la espada y la pared, tenga que darles mis opiniones. Y no solo a ellos, sino a periodistas, reporteros o chicos y chicas que preparan tesis literarias, así que tengo que decir lo que pienso.
Y lo que pienso, sobre todo ahora, es que el Premio Nacional no sirve para nada, no garantiza lecturas ulteriores y ni por casualidad es incluido en los cuasi inexistentes programas de libros a estudiarse en las escuelas y liceos. El propio Manuel Silva Acevedo acaba de señalar que será ignorado dentro de una semana, afirmación que acompañó con las habituales y durísimas críticas que ineludiblemente surgen cada vez que un jurado compuesto por gente incompetente, ignorante, sin la más remota relación con las letras, toma la decisión de coronar a determinado literato. En efecto, ¿qué aptitudes posee la ministra de Educación, cuyo sobresaliente rasgo político parece ser que jamás ha estado ausente de un cargo relevante en los gobiernos de la Concertación, ahora llamada Nueva Mayoría (y que pronunció el abominable pronóstico de que iban a retirar un ramo humanístico del currículo colegial)? ¿O la académica de la lengua, que pertenece a una institución tan oscura y misteriosa que ningún ciudadano o ciudadana conoce ni sabe qué fines cumple? Para qué seguir hablando de los rectores universitarios, por lo general de un abismante desconocimiento cultural, o de…? ¿O de la periodicidad, la forma de postular, la alternancia entre géneros y suma y sigue?
Es comprensible que, a lo largo de la dictadura, el Premio Nacional haya recaído en partidarios del régimen militar y quizá fuese fatal que el regalito se les otorgara a inanidades como Arturo Aldunate Phillips, Sady Zañartu, Rodolfo Oroz, Roque Esteban Scarpa o Enrique Campos Menéndez.
Sin embargo, es incomprensible que, ya llegada la democracia o la mascarada que pasa por democracia, haya pocos que se salven entre los catorce condecorados entre 1990 y 2016. No voy a dar nombres, emitir juicios ni prestarme para el jueguito de afirmar que le correspondía a Zutano antes que a Fulano o a Perengana antes que a Mengana. En cambio, sí manifestaré que el ambiente que en la actualidad rodea a la máxima distinción literaria nativa, que, dicho sea de paso, financiamos todos los habitantes de Chile, está viciado, requetecontra pervertido, sumamente extraviado, extraordinariamente podrido.
Actualmente no se trata, como en las décadas de 1940 a 1970, de controversias, manifiestos, declaraciones iracundas o celebratorias, sino de algo mucho peor. Como nunca en su trayectoria, el Premio Nacional da hoy origen a la crueldad envidiosa, al resentimiento gratuito, al comentario injurioso, al vituperio sucio y malintencionado y, sí, tal vez al terrorismo destructivo, que se aprecia de manera particular en las mal llamadas redes sociales. Basta con echar una ojeada somera a lo que han expresado los afectados, los supuestos especialistas, quienquiera que sea entrevistado o le pidan su parecer, para darse cuenta de que no hay un ápice de exageración en lo que escribí. Es solo cosa de leer los diarios y revistas, escuchar las noticias, encender el televisor e inclusive prender el computador para percibir que ya no hay freno para los disparates, las diatribas, los insultos, las descalificaciones injustificadas y las condenas a diestra y siniestra.
La interrogante que me planteo y que me consta que otros también se formulan, tiene que ver con el porqué de todo esto. Es explicable que, mientras el país era regido por una junta castrense, toda vez que el Nacional favorecía a alguien, a ese alguien, que siempre o casi siempre era una insignificancia artística, le llovieran las malas palabras. A lo mejor también podría ser comprensible que, en los largos años previos al golpe de estado, hubiese gestos malhumorados en torno a Víctor Domingo Silva, Samuel Lillo o Edgardo Garrido Merino. Mal que mal, había prensa a granel, la educación pública era un lujo, poseíamos toda clase de tribunas, desde las conservadoras hasta las comunistas, desde las religiosas hasta las laicas. José Donoso, el primer recompensado en la transición democrática, dijo, con respecto a la crítica literaria, que en esas fechas no tan lejanas teníamos para todos los gustos, los de los ateos, los de los católicos, los de los marxistas, los de derecha, los de izquierda.
En el presente no queda nada de eso y da lo mismo leer cualquier medio, ver cualquier programa de la caja idiota, enterarse de cualquier conjetura estúpida que a cualquier estúpido o estúpida se le pase por la mente exteriorizar. Y en lo relativo al Premio Nacional de Literatura, la cantidad, la variedad, la superabundancia de imbecilidades que se largan sobrepasa todas las expectativas. No obstante, para ser sensatos, también están los bienintencionados, que quieren que la medalla recupere su prestigio (como si alguna vez lo hubiese tenido), que se modifique la ley, que se altere la composición del jurado, en fin, que se eliminen las infamantes trabas para presentarse, como ir patrocinado por una universidad, una institución o cierto número de firmas. O los que aguardan que el futuro Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, que será un cuadro de horrenda burocracia y politiquería peor que la que hay, tome cartas en el asunto para mejorar el alicaído panorama del momento.
Ni a los tontos ni a los inteligentes les asiste razón alguna para creer en futuros milagros. Porque tanto el Premio Nacional y los demás que se dan en el país, son, como muchos otros fenómenos de la descomposición ideológica y gubernamental reinantes, frutos de esa decadencia que aceleradamente nos conduce a la miseria espiritual. De algún modo difícil de precisar, aun cuando visible en todo lo que sucede a nuestro alrededor, el Premio Nacional es otra consecuencia de la aridez y la estulticia, por no aludir al analfabetismo, que prevalecen dondequiera que uno mire. Tal como están las cosas, es mejor que el Premio Nacional no exista. Tal como se divisa el porvenir, es preferible que ese y todos los demás galvanos, junto al dinero que se gasta, queden como un mal recuerdo de una mala época.