Hace setenta años la Unión Soviética ganó la II Guerra Mundial. Lo que pocos saben es que casi un millón de mujeres combatió en el Ejército Rojo. En La guerra no tiene rostro de mujer, la Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich escarba en esas historias.
Hace setenta años que la Unión Soviética ganó la II Guerra Mundial. Fue un 15 de agosto de 1945, cuando Japón se rindió luego de que el Ejército Rojo invadió la provincia de Manchuria —y no por las bombas atómicas de Truman.
Un año antes, los rusos hicieron retroceder a los alemanes hasta Berlín y derribaron el Tercer Reich. Murieron 27 millones de soviéticos en total (casi 4 millones en campos de concentración), más de cuatro veces el número de judíos desaparecidos en el Holocausto. También fue el Ejército Rojo el que liberó los campos de concentración alemanes, incluido Auschwitz. La resistencia de los rusos salvó al mundo del nazismo. Lo que pocos saben es que casi un millón de mujeres combatió en los frentes: mujeres que fueron francotiradoras, condujeron tanques o trabajaron en hospitales de campaña. Mujeres víctimas de violencia sexual, del hambre y la sombra de la muerte. Mujeres rusas, ucranianas, bielorrusas y bálticas, que algún día se enfrentaron a dos bifurcaciones: morir o matar, avanzar o sepultar.
Entre 1980 y 1982, la ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich, salió a buscar esas historias y dio con los relatos de 200 mujeres que participaron del conflicto. Lo que la periodista y escritora bielorrusa encontró fueron infanticidios, ratas y disparos por la espalda. El coro dice más o menos así:
«Me encerraron en la cárcel. Me pegaban patadas, me daban latigazos. Aprendí lo que era la ‘manicura’ nazi. Pones las manos encima de una mesa y una maquinita especial te mete agujas por debajo de las uñas… Te desmayas al momento».
«En la guerra hay mucha gente a tu alrededor, pero siempre estás sola, porque ante la muerte el ser humano siempre está solo. Recuerdo esa terrible soledad».
«Era la única mujer de mi batallón, vivía en la covacha común. Junto con los hombres. Me asignaron mi propio espacio, pero imagínese qué espacio si la covacha medía seis metros cuadrados. De noche me despertaba agitando los brazos: repartía bofetadas, me quitaba de encima sus manos».
Se trata de decenas de relatos que configuran el paisaje de una pesadilla. Relatos que acaban de ser traducidos bajo el nombre de La guerra no tiene rostro de mujer y que están salpicados de un daño emocional terrible:
«Cerca de nuestra casa se realizaban explotaciones de yacimientos. En cuanto empezaban las explosiones, que por alguna razón siempre ocurrían de noche, yo saltaba de la cama y agarraba mi capote. Luego corría, tenía que escaparme. Mi madre me cogía, me abrazaba, me susurraba: ‘Despierta, despierta. La guerra se ha acabado. Ya estás en casa’. Sus palabras me hacían volver en mí: ‘Soy mamá. Tu mamá…’. Siempre me hablaba muy bajo, las voces fuertes me asustaban».
«Cavar una fosa común y enterrar a los compañeros después de tres días sin dormir… Incluso eso era difícil. Dejamos de llorar porque para llorar hacen falta fuerzas. Lo único que queríamos era dormir. Dormir y dormir».
«Durante la guerra cambié tanto que, cuando volví a casa, mi madre no me reconoció. Me indicaron dónde vivía y llamé a la puerta. Me abrieron. Pase. Entré, saludé y dije: Permíteme que pase aquí la noche. Mi madre estaba encendiendo la estufa, mis dos hermanitos pequeños estaban sentados en el suelo, desnudos, no había nada que ponerles. Mi madre no me reconocía, me dijo: ¿Usted se da cuenta de cómo vivimos? Le sugiero que vaya a buscar a otro alojamiento antes de que anochezca. Me incliné hacia ella, la abracé, balbuceé: ¡Mamá, mamá! Entonces se abalanzaron sobre mí… Lloraron».
«Nos rodearon. Con nosotros estaba Lunin, el instructor político. Leyó ante todos nosotros el decreto que decía que los soldados soviéticos no se entregaban al enemigo. El camarada Stalin había dicho que entre nosotros no existían los prisioneros, solo los traidores. Los muchachos sacaron las pistolas… Entonces el instructor político dijo: ‘No lo hagáis. Vivid, chicos, sois jóvenes’. Y se pegó un tiro».
Así avanza La guerra no tiene rostro de mujer, un libro mucho más amable que el contundente Underground, cuando una secta religiosa atentó contra el metro de Tokio con gas sarín y Murakami decidió usar las voces de los sobrevivientes y testigos para contarlo. Alexiévich es más literaria y política. De hecho toma distancia de la prosa heroica y oficial para escarbar entre la atrocidad de la condición humana, exhibiendo los fantasmas y las heridas imborrables de la guerra. ¿Qué somos en realidad, de qué estamos hechos? ¿De qué material? ¿Cuál es su resistencia? Al final el pegamento es la guerra pero no es la guerra: son las vidas transformadas por la acumulación de capítulos dolorosos. Aquí una novela de voces que da forma al sufrimiento y la desviación que provoca el acto de matar a otro ser humano.
La guerra no tiene rostro de mujer
Svetlana Alexiévich
Debate, 2015
365 p. — Ref. $14.000