Metallica en el festival Lollapalooza Chile 2017.
Cuando vi la famosa foto viral de la chica con corona de flores y polera de Metallica, de inmediato simpaticé con lo que esa imagen representa. Yo usaba dreadlocks en el liceo, pero mi banda favorita era Radiohead y siempre tenía conversaciones incómodas explicándolo. Uno no debería darle en el gusto estético a nadie, menos siendo tan joven, que es el momento preciso para desafiar cualquier idea ajena. Bien por la chica de la foto, muy a la moda ahora que las poleras metaleras son parte de la indumentaria de gente como Justin Bieber o Rihanna. Dicho esto, tampoco me interesa parecer un apóstol de la tolerancia. La mía tiene un límite y ese límite se vio sobrepasado varias veces durante la presentación de Metallica en Lollapalooza.
Al comienzo del show, quedé en uno de esos puntos ciegos de la amplificación donde todo suena como un celular gigante con el altavoz tapado por un dedo. Me pasó lo mismo el 2012 con Foo Fighters y fue terrible, se escuchaba mejor mi parlante izquierdo cuando tenía malo el tweeter. Desconozco el porqué, pero, aunque algunas bandas (y coincidentemente las que cito son dos de las agrupaciones de rock más importantes del mundo) vengan con técnicos secos, algo se pierde en la traducción al Parque O’Higgins completo. Y subrayo «completo» porque en otras partes se podía apreciar sin problemas el trabajo del grupo, como estaba a punto de comprobar mientras me movía lentamente por el mar humano, convirtiéndome por un momento en algo que odio: el inoportuno que se cruza en frente de los que están parados mirando el concierto. Pero había que puro moverse.
Igual admito que me demoré en salir. Estaba parado justo donde termina el cemento y empieza el pasto, por el lado izquierdo del escenario porque venía de The xx. Perdí tiempo absorbiendo reacciones de la gente a mi alrededor, básicamente desconcierto por lo bajo del volumen (no había que subir la voz para comunicarse) o molestia expresada en esporádicos gritos de «no se escucha». Siendo honesto, no me dolió perderme los primeros temas, “Atlas, Rise!” y “Hardwired” del reciente Hardwired… to Self-Destruct, un disco a lo más correcto, tildado de resurrección por la prensa rockera sólo porque no es tan insultante como St. Anger ni tan desagradable como Lulu. El problema es que la tercera canción fue “For Whom the Bell Tolls” y la cuarta fue “Fuel”. Auch. Decidido a escapar, pasé la mayor parte de “One” y las flamantes “Now That We’re Dead” y “Moth Into Flame” desplazando mi redonda humanidad lejos de ahí.
Me perseguirá por años no haber vacilado “One” como corresponde. Mientras cambiaba de posición (porque caminar es mucho decir), lo único que pude absorber del tema fue que Lars Ulrich estaba teniendo una buena noche. Las dos veces anteriores que vi a Metallica, en el Club Hípico el 2010 y en el Estadio Monumental el 2014, su desempeño personal había sido el punto débil de la banda por lejos, pero en Lollapalooza algo hizo click en el batero, que esta vez no fue el neumático desinflado del auto. Corresponde aplaudir la calidad instrumental del resto: Robert Trujillo hace que todo parezca fácil, Kirk Hammett todavía le saca chispas a sus guitarras customizadas y James Hetfield es un subvalorado del mismo oficio porque su rol en las seis cuerdas queda en segundo plano ante esa voz que no ha extraviado su picor.
Claro que, para darme cuenta de lo bien que tocan, tuve que completar mi éxodo instalándome al medio del escenario, pero a la misma distancia. Eso estaba por cambiar porque, insisto, mi tolerancia tiene límites. Al frente mío había unas cabras como las de la foto viral. Idéntico look: corona de flores, poleras de Metallica. La banda estaba tocando “Harvester of Sorrow”, justo el tipo de canción que esperas que Metallica desenfunde de su repertorio clásico, pero ellas estaban cien por ciento metidas en la volada de grabarse y sacarse fotos, hasta le daban la espalda al escenario. Hacían los cachos metaleros con las manos, sacaban la lengua agrandando los ojos, aplicaban headbanging con sus lisas cabelleras, todo para la cámara. Hasta ahí llegó mi paciencia. No soy el tipo de persona que siempre busca llegar al escenario, así que todo bien con tener gente adelante. Pero gente que quiera ver el concierto, no que ande en otra. Si vas a andar pajaroneando, mejor quédate detrás mío mientras yo sí pesco.
A esa altura ya estaba medio picado. Fue una sensación que afloró al comienzo mismo del show, cuando me pasó un chascarro que grafica la distancia entre Lollapalooza y el típico público de Metallica. Resulta que los conciertos del grupo parten con la música de Ennio Morricone para El bueno, el malo y el feo y el chiste es corear la melodía como si fuese un cántico de estadio. Yo lo hice. Ninguno de los que me rodeaba lo hizo. Algunos me miraron raro. A lo lejos se escuchaba que al menos los de adelante seguían el juego. En fin, para no seguir odiando, decidí avanzar. ¿Viniste a puro conversar a grito pelado con tus amigos? Permiso. ¿Llevas minutos enteros buscando la selfie perfecta? Permiso. ¿Estás grabando con tu celular de mierda en un palo selfie que mueves de un lado a otro sin respeto por la visual ajena? Permiso.
Dejé atrás a los enemigos del pueblo en el segundo preciso, cuando “Halo on Fire”, otra de las canciones nuevas, dio paso a un momento que me dejó helado. En su solo de bajo, Robert Trujillo se puso a tocar “Anesthesia (Pulling Teeth)”, una de las razones por las que Cliff Burton nunca dejará de ser extrañado por todos los fans del grupo. Fue algo fugaz, pero aniquiló de un golpe el cinismo que había aflorado en mí durante los minutos previos. De pensar en lo poco musiqueros que son los festivales a veces, entré a un estado de deleite absoluto, gatillado por la aparición de una de mis favoritas personales: “Motorbreath”, un tema de Kill ‘Em All que condensa el arrojo punketa del grupo en sus primeros años. Para hacerse una idea de lo especial que fue: “Motorbreath” no aparecía en un setlist hace casi cuatro años, de hecho, a Hetfield se le fue en collera la letra en la última repetición del coro, pero en realidad dio lo mismo. Un tema tan despelotado soporta cualquier error del momento.
Así partió la segunda hora. Para mí, recién el verdadero comienzo. James Hetfield habló un poco sobre representar a la heavy music en un festival tan heterogéneo, y eso es lo último que recuerdo con claridad racional porque experimenté un trip emotivo con la avalancha de clásicos que vino después. Yo tengo 31 años y nunca he vivido en un mundo sin Metallica, para mí son lo mismo que era Led Zeppelin para la generación de mi vieja. Cada vez que los he visto, he tenido una respuesta irracional ante sus canciones. Me desarman, bajan cualquier defensa. Han estado ahí, literalmente, desde que tengo memoria. Soy pura candidez frente a ellas. Y no deja de sorprenderme que así sea: después de todo, se trata de un repertorio que gira en torno a la destrucción de las cosas. La destrucción de la voluntad propia ante las drogas (“Master of Puppets”), la destrucción del cuerpo de un soldado en la guerra (“One”), la destrucción del pensamiento autónomo por culpa de la religión (“Sad But True”), la destrucción del deseo de vivir de una persona deprimida (“Fade to Black”), la destrucción como un ansia urgente (“Seek and destroy”).
Es más, el show empezó con “Hardwired”, que pronostica que el destino de la raza humana es, adivinen, la destrucción. Hábilmente, la banda siempre juega con esa idea. “Wherever I May Roam” y “Motorbreath” también se tratan acerca de pulverizar, de hacer añicos, aunque en sus casos el blanco son las convenciones sociales que impiden abrirse el mundo y los miedos que frenan al aventurero interno, respectivamente. Incluso la moraleja de “Nothing Else Matters”, los minutos más sentimentales de la noche, es que la confianza en otros se consigue derribando las barreras personales, echándolas abajo como una bola de demolición mediante el acto de entregarse. En el camino hacia el remate con “Enter Sandman”, yo también me fui rompiendo un poco. Se fueron resquebrajando y cayendo a pedazos las capas que me cubren para dejar expuesto ese nervio que soy yo ante la música. Entre canciones, Helfield hizo la pregunta de siempre: «¿Cómo se siente estar vivo?». Le respondería que se siente como dejar que Metallica te destruya y te vuelva a construir.