Comentario de Mother!, de Darren Aronofsky.
La última película de Darren Aronofsky hace que una quiera volver la atención a las palabras. Recordar, por ejemplo, que hogar y hoguera comparten raíces. Que ese primer hogar se construye alrededor de un fuego que reconforta pero que también tiene el potencial de quemarlo todo.
Y así comienza esta historia: en llamas. Luego una casa vuelve a la vida y una reposada mujer, interpretada por Jennifer Lawrence y sin nombre en la película, estira un brazo para darse cuenta de que su marido, también sin nombre e interpretado por Javier Bardem, ya no está allí, en la cama, junto a ella. Su primera palabra es «Baby?», un gesto que parece menor pero que luego irá adquiriendo proporciones grandiosas y cercanas a la monstruosidad. Como todo en esta historia.
(Que se llama Mother, con signo de exclamación. Y comienza con «Baby» con signo de interrogación)
Pero esperemos un poco.
Miremos.
A esta pareja, por ejemplo: él, un poeta con serio bloqueo creativo; ella, una mujer dedicada de forma absoluta a reconstruir la casa que fuera el hogar de su marido y que se consumiera en llamas. Juntos viven en medio de la nada y sin aparente contacto con el mundo (todo sucede en el interior, no los vemos nunca en otros lugares fuera de la casa). Hasta que una noche alguien toca a la puerta. Y, misteriosamente, el poeta que no quería ser molestado, termina aceptando que este hombre extraño pase la noche allí. El huésped (Ed Harris) termina siendo un fanático del escritor que trae luego a distintos miembros de su familia a acompañarlo, entre ellos su mujer, interpretada por Michelle Pfeiffer de forma perturbadora.
Y, nuevamente, dan ganas de volver a las palabras. Y recordar que hospitalidad y hostilidad también comparten la misma raíz. Y que, cuando se abre la puerta para que algo entre, siempre cabe la posibilidad de la invasión y la violencia. No lo digo yo, lo dijo antes Jacques Derrida en sus escritos sobre la hospitalidad, si bien para él la hospitalidad debía ser absoluta y eso marcaba una posibilidad ética luminosa (de estar siempre dispuesto a recibir al Otro).
Sin embargo, la violencia está siempre allí, en esas líneas que se borronean, esa puerta que, de pronto, se abre. Derrida también vuelve al lenguaje: comenta que, en francés, huésped y anfitrión se designa con la misma palabra (hôte), llegando incluso a decir que es el huésped quien le ofrece al anfitrión las llaves de su propia casa. Y, en esta película, la llegada de los huéspedes le devuelve al personaje de Javier Barden una enorme confianza sobre sí mismo, al mismo tiempo que mina la entereza y tranquilidad de la mujer.
Es entonces que de a poco comienza el desastre. La casa de esta pareja se abre y lentamente empiezan las tensiones, las incomodidades. La mujer extraña le saca en cara a la anfitriona que no ha tenido hijos, que no sabe lo que es dar, y la otra pobre apenas deja entrever su turbación en ese rostro como de cerámica. Porque ella también se ha dejado invadir por la figura de su marido: ha dejado de vivir para girar en torno a él. Se convierte en su hogar –y abundan escenas en las que la vemos tocando las paredes y sintiendo latir un corazón dentro de ellas, así como también tomas abruptas, cercanas, que muestran la evidente incomodidad de la mujer en esa casa, por mucho que le pese.
Porque la casa la enferma, la envenena. Son un mismo cuerpo que conjura a la vez belleza y oscuridad
Y Mother! podría haber explorado ese ambiente tóxico desde el silencio y la amenaza (que recuerda, como bien lo dijo Anthony Lane en su crítica a esta película, una obra de Harold Pinter), pero Aronofsky decide en cambio subir el volumen hasta que nos revienten los oídos. Y no estoy tan segura de que salga muy bien parado de este exceso. Porque de pronto el poeta se pone a crear y entonces todo se sale de control. Nuevamente, se abren todas las puertas, esta vez a la fama, las hordas de admiradores, y todo lo que eso implica. La casa se violenta y se transforma de manera evidente: con heridas que supuran del piso de madera, con escenarios que se transforman de lo cotidiano a lo grotesco, con gritos y destrozos que también se replican en el cuerpo de la mujer, llevando lejos, tal vez demasiado lejos, ese dicho de que el hogar es allí, justo ahí, donde está el corazón y que recuerdan, de forma aterradora, esos versos de Anne Sexton en su poema “Housewife”:
Some women marry houses.
It’s another kind of skin; it has a heart,
a mouth, a liver and bowel movements.
The walls are permanent and pink.
See how she sits on her knees all day,
faithfully washing herself down.
Men enter by force, drawn back like Jonah
into their fleshy mothers.
A woman is her mother.
That’s the main thing.
(Mi traducción: «Algunas mujeres se casan con casas/es otro tipo de piel; tiene un corazón/una boca, un hígado y movimientos intestinales/ Las paredes son permanentes y rosadas/miren cómo se sienta de rodillas todo el día/lavándose fielmente./ Los hombres entran a la fuerza, como Jonás/ en sus carnosas madres/ Una mujer es su madre/ Eso es lo principal.»)