Reseña del paso de Mozz por el Movistar Arena.
El Festival sucede en otra parte.
Nos importa una mierda, da lo mismo.
Acá, al Movistar Arena, nadie viene solo a bailar.
El show, que es una procesión, va por dentro.
Porque esto se trata de que cada persona que está acá, de sus razones secretas, de las señales de su vida privada que suenan en la voz de un tipo que viene de muy lejos. Lo sabemos; esto se trata de ellos mismos, del público, de los treinteañeros que bailan, del hombre que vino con su familia y levanta los brazos para atrapar imaginariamente a Morrissey, del adolescente que sale sudado del borde del escenario y no da más.
Porque, como si se tratase de viejas películas, algunas de sus canciones casi tienen treinta años. Vienen de la década del ochenta. Y cuentan historias. Y vienen del odio, de la pena, de la soledad. Vienen de los libros y los discos que se devoran los adolescentes en secreto para dar sentido a sus vidas. Vienen de lo que se siente al habitar un pueblo de mierda, una ciudad de mierda, un país de mierda, una década de mierda. Porque Morrissey se parece a Dylan en eso. O a Leonard Cohen. No son elegantes. No son caballeros. Ellos son la medida de sí mismos: el show es el costado de un universo riesgoso. Ellos son los mendigos que se burlan de las fiestas de los otros.
Morrissey está ahí por ellos: los que no entraron a la fiesta, los que quieren matarlos a todos, los que avanzan en la oscuridad de las plazas de los pueblos de la provincia.
Ha aguantado por ellos, su soledad es la de ellos, chingó la Quinta Vergara por ellos; se desmayó por ellos, demostró que todo era una farsa triste por ellos. Ahora canta y luce más viejo que hace diez años, que fue la primera vez en que vino a Chile pero quizás está más feliz. Por ahí, en la mitad del show, lanza “I know it’s over” que es un viejo single de “The Queen is dead” sobre la automutilación y la mala suerte y todos los que escuchamos el disco hace veinte años alucinamos porque es una pequeña concesión, una pequeña y perfecta cita que cumple con esa devoción que provoca. La matemática del rock no existe acá. El pop es vertiginoso y sorpresivo. O mágico: cuando canta “There is a light that never goes out” y aparece ese el momento exacto en que la canción dice «porque no es mi casa, es suya y yo no soy bienvenido» y él hace un gesto y dice «mine» y se indica a sí mismo y hay una fuerza que se concentra ahí. Porque en ese momento se acaba la dulzura y parece que gritara; el grito de un adolescente de la década del setenta que ahora tiene cincuenta años y que es capaz de citar ahí mismo todas las películas de Nicholas Ray del mundo.
Y adoramos esa idea de que él es un poeta tardío, un extraterrestre, una versión rockabilly y perdida de Oscar Wilde, de alguien que viene tanto de la era victoriana como de las barricadas de los barrios obreros de los años de Margaret Thatcher. Su imaginario personal puede ser un universo extraño y si en una portada de Los Smiths salta en el aire un feliz Truman Capote, ahora en el Arena Santiago, tras suyo aparece la imagen de unos músicos de blues sentado uno sobre el otro y, luego, un detallado video de mataderos y granjas agrícolas que él mismo contemplará tirado en el suelo cuando suene “Meat is murder”. Pero eso es solo un momento porque hay de todo; las 21 canciones, las poleras de la banda que dicen «We hate William & Kate», mientras cada persona repite, de memoria, los temas que suenan acá, esas canciones hablan de desamor, de pueblos abandonados, de camiones que chocan en la oscuridad con gente que escapa de sus casas, de amigos que dejan de ser tales. Esas canciones parecen poemas, son poemas.
Hay algo irreal acá porque no sabemos en realidad quién es Morrissey.
O, mejor dicho, viéndolo en vivo sabemos que es un espejo, qué parte de Morrissey somos nosotros.
Porque el sujeto es complejo, anacrónico, irreal. Pero ahora está acá. Ojalá todos los días fueran como este domingo: varias personas salen casi desmayadas, destruidas por el calor y el gentío, una pareja de hombres se abraza y llora, nadie está quieto. Cada uno de los asistentes escucha acá un pedazo de su vida, como al final y antes del único bis, Morrissey va y dispara “How soon is now” y nada puede superarlo y su voz remeda la conciencia de alguien que sabe que no hay celebración que lo consuele, que la música es falsa, que el rock no salva nunca a nadie. «Por acá hay un club, si quieres ir/ Podrías encontrar encontrar a alguien que realmente te ame/ Así que vas y te quedas parado solo / Y lo dejas solo / Y te vas a tu casa y lloras / Y te quieres morir / Cuando dices que sucederá ‘ahora’ / exactamente, ¿qué quieres decir?/ He esperado demasiado / Toda mis esperanzas se han ido».
Pero quizás sí hay esperanzas: la de quién sabe que en esas palabras de desolación hay un espejo de exacto de su propia pena.
Por eso queremos a Morrissey; por eso en el Arena Movistar él luce como siempre ha lucido; como una estrella incomprensible cuyo misterio solo puede verse parcelado. Y lo queremos así, contradictorio en ese misterio que se simboliza en aquel gesto que tiene de levantar la mano derecha y apretar el aire, como si cogiera un corazón y lo trajera para sí.
Como si ese corazón fuese el de todos nosotros.