En 1996, Muhammad Alí le hizo una breve visita a Fidel Castro. El excampeón de los pesos pesados, con más de una década de Parkinson en sus jubilados puños, llegaba a Cuba como parte de una misión humanitaria que llevó suministros médicos a los desabastecidos hospitales cubanos.
Hace en La Habana una noche de invierno tibia, ventosa, de palmas que tremolan, y los principales restaurantes están repletos de turistas de Europa, Asia y Suramérica, que presencian la serenata de guitarristas que cantan sin descanso: «Guan-ta-na-me-ra… guajira… guan-ta-na-me-ra»; y en el Café Cantante hay unos bulliciosos bailarines de salsa, reyes del mambo, artistas masculinos de pechos descubiertos que bufan y levantan mesas con los dientes, y mujeres de turbante, enfundadas en faldas que les ciñen las nalgas y que tocan silbatos mientras rotan sus cuerpos resplandecientes en un frenesí erótico. Entre el público del café, así como en los restaurantes, hoteles y demás lugares públicos de la isla, se fuman cigarros y cigarrillos sin límites ni restricciones. Dos prostitutas fuman y charlan en privado en la esquina de una calle mal iluminada que limita con los prados impecables del hotel de cinco estrellas de La Habana, el hotel Nacional. Son mujeres cobrizas, rozan los veinte años y llevan blusas abrochadas en la nuca y minifaldas desteñidas; y al tiempo que conversan abren los ojos mientras dos hombres, uno blanco y negro el otro, se agachan sobre el maletero abierto de un Toyota rojo estacionado cerca, regateando los precios de las cajas de puros del mercado negro que se apilan dentro.
El blanco es un húngaro de mandíbula cuadrada, de treinta y tantos años, con un traje tropical de color beige y una corbata ancha y amarilla, y es uno de los principales empresarios de La Habana en el próspero negocio ilegal de la venta de puros cubanos enrollados a mano y de primera calidad por debajo de los precios comerciales locales e internacionales. el negro detrás del coche es un individuo fornido, algo calvo, de barba gris, de unos cincuenta y tantos años, que vino de Los Ángeles y se llama Howard Bingham; y no importa qué precio pida el húngaro, Bingham sacude la cabeza y dice:
—¡No, no: es demasiado!
—¡Estás loco! —exclama el húngaro en un inglés con poco acento, sacando una caja del maletero y pasándosela por la cara a Howard Bingham—. ¡Si son Cohiba Espléndidos! ¡Los mejores del mundo! Pagarías mil dólares por una caja de estas en Estados Unidos.
—No yo —dice Bingham, que lleva una camisa hawaiana y una cámara colgada del cuello: es fotógrafo profesional y se hospeda en el hotel Nacional con su amigo Muhammad Alí—. Yo no te daría más de cincuenta dólares.
—Estás loco —dice el húngaro, cortando el sello de papel de la caja con la uña y alzando la tapa para dejar ver una reluciente hilera de Espléndidos.
—Cincuenta dólares —le dice Bingham.
—Cien dólares —insiste el húngaro—. ¡Y date prisa! La policía puede estar de ronda.
El húngaro se endereza y por encima del coche mira el prado bordeado de palmas y las luces de pie que en la distancia alumbran el camino que conduce al ornamentado pórtico del hotel, que está ahora atestado de personas y vehículos; luego se vuelve para echar otro vistazo a la cercana vía pública, en donde ve que las dos prostitutas soplan el humo en su dirección. Frunce el entrecejo.
—Rápido, rápido —le dice Bingham, entregándole la caja—. Cien dólares.
Howard Bingham no fuma. Él, Muhammad Alí y sus compañeros de viaje se van mañana de La Habana, tras tomar parte en una misión de ayuda humanitaria de cinco días que vino con un avión cargado de suministros médicos para las clínicas y hospitales desabastecidos por el embargo de Estados Unidos; y a Bingham le gustaría regresar a casa con unos buenos cigarros. Pero, por otro lado, cien siguen siendo demasiado.
—Cincuenta dólares —dice Bingham con firmeza, mirando su reloj y echando a andar.
—Está bien, está bien —dice de mal grado el húngaro—. Cincuenta.
Bingham se saca el dinero del bolsillo y el húngaro le echa mano y entrega los Espléndidos antes de irse en el Toyota. Una de las prostitutas da unos pasos hacia Bingham, pero el fotógrafo apura el paso de regreso al hotel. Esta noche Fidel Castro ofrece una recepción para Muhammad Alí, y Bingham tiene apenas media hora para cambiarse y bajar al pórtico para tomar el autobús fletado que va a llevarlos a la sede de gobierno. Trae una de sus fotografías para el caudillo cubano: un retrato ampliado y enmarcado de Muhammad Alí y Malcolm X caminando juntos por una acera de Harlem en 1963. Malcolm X estaba a la sazón por los treinta y siete años, a dos de una bala asesina; el joven Alí, de veintiún años, estaba a punto de conquistar el título de los pesos pesados en una memorable victoria inesperada contra Sonny Liston en Miami. La fotografía de Bingham lleva dedicatoria: «Al presidente Fidel Castro, de Muhammad Alí». Bajo su firma el ex campeón ha garabateado un corazoncito.
Aunque Muhammad Alí tiene ahora cincuenta y cuatro años y lleva más de quince lejos del cuadrilátero, sigue siendo uno de los hombres más famosos del mundo, reconocible en los cinco continentes; y mientras recorre el vestíbulo del hotel Nacional con dirección al bus en un traje de rayón gris y camisa de algodón abotonada hasta el cuello v sin corbata, numerosos huéspedes se le acercan para pedirle un autógrafo. Le lleva unos treinta segundos escribir «Muhammad Alí», tanto le tiemblan las manos por efecto de la enfermedad de Parkinson; y aunque camina sin apoyo, sus movimientos son muy lentos, y Howard Bingham y Yolanda, la cuarta esposa de Alí, lo siguen de cerca.
Bingham conoció a Alí hace treinta y cinco años en Los Ángeles, poco después de que el boxeador se convirtiera en un profesional y antes de que se deshiciera de «su nombre de esclavo» (Cassius Marcellus Clay) y se uniera a los Musulmanes Negros. Bingham llegaría a convertirse en su más cercano amigo varón, y ha fotografiado todos los aspectos de la vida de Alí: su triple ascenso y caída como campeón de los pesos pesados; su expulsión del boxeo durante tres años, a partir de 1967, por rehusarse a prestar servicio en el ejército de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam («No tengo ningún pleito con los tales Vietcong»); sus cuatro matrimonios; su paternidad de nueve hijos (uno adoptado, dos ilegítimos); sus incesantes apariciones públicas en todas partes del mundo: Alemania, Inglaterra, Egipto (navegando por el Nilo con un hijo de Elijah Muhammad), Suecia, Libia, Pakistán (abrazando refugiados afganos), Japón, Indonesia, Ghana (luciendo un dashiki y posando con el presidente Kwame Nkrumah),Zaire (batiendo a George Foreman), Manila (batiendo a Joe Frazier)… y ahora, en la última noche de su visita a Cuba en 1996, se encamina a una velada social con un viejo luchador a quien admira desde hace tiempo; uno que ha sobrevivido en la cima durante casi cuarenta años contra la malquerencia de nueve presidentes estadounidenses, la CIA, la Mafia y una gran cantidad de militantes cubano-americanos.
Bingham espera a Alí junto a la portezuela abierta del autobús fletado, que bloquea la entrada del hotel; pero Alí se demora entre la concurrencia del vestíbulo, y Yolanda se hace a un lado para dejar que algunos se acerquen más a su marido.
Ella es una mujer grande y bonita, de treinta y ocho años, sonrisa radiante y tez pecosa y clara que deja traslucir su ascendencia interracial. Lleva una bufanda envuelta con soltura sobre la cabeza y los hombros, mangas largas que le cubren los brazos y un traje de colores vivos bien diseñado que le llega debajo de la rodilla. Se convirtió del catolicismo al islam al casarse con Alí, un hombre dieciséis años mayor que ella pero con el cual compartía lazos de familia que se remontaban a su infancia en su nativa Louisville, donde su madre y la madre de Alí eran como hermanas del alma que viajaban juntas para asistir a los combates de aquéI. En ocasiones Yolanda se unía a la comitiva de Alí, donde conoció no solo el ambiente del boxeo sino a las mujeres coetáneas de Alí que fueron sus amantes, sus mujeres, las madres de sus hijos; y no perdió el contacto con Alí durante la década de 1970, mientras ella se graduaba en psicología en la Universidad de Vanderbilt y obtenía luego el título de máster en negocios en UCLA. Entonces (con la extinción de la carrera boxística de Alí, de su tercer matrimonio y de su vigorosa salud) Yolanda entró en la intimidad de su vida de modo tan tranquilo y natural como con el que ahora aguarda para retomar su lugar al lado de él.
Sabe que Alí se está divirtiendo. Hay en los ojos un lejano destello, poca expresión en el semblante y una total ausencia de palabras en la boca de quien fuera el más parlanchín de los campeones. Pero la mente detrás de la máscara del Parkinson funciona normalmente; y, cosa típica en él, se entrega a lo que hace: escribir su nombre completo en las tarjetas o trozos de papel que le pasan sus admiradores: «Muhammad Alí». No se conforma con el eficiente «Alí», ni con las simples iniciales. Nunca fue cicatero con su público.
Y entre el público de esta noche hay personas de toda Latinoamérica, Canadá, África, Rusia, China, Alemania, Francia. Hay doscientos agentes de viaje franceses hospedados en el hotel, vinculados a la campañadel gobierno cubano para incrementar la creciente industria turística (que el año pasado atendió unos745.000 visitantes que gastaron aproximadamente mil millones de dólares en la isla).También están a la mano un productor de cine italiano y su amiguita de Roma y un antiguo luchador japonés, Antonio Inoki, quien le lesionó las piernas a Alí durante una exhibición enTokio en1976 (pero que lo abrazó afectuosamente hace dos noches en la sala del hotel, mientras escuchaban al pianista cubano Chucho Valdés tocar jazz en un piano Moskva de media cola fabricado en Rusia); y en la aglomeración también está, más alto que los demás con su metro noventa y ocho centímetros, el héroe cubano de los pesos pesadosTeófilo Stevenson, de cuarenta y tres años de edad, medallista olímpico en tres ocasiones, en 1972, 1976 y 1980, y quien, en esta isla al menos, es tan famoso como los propios Alí o Castro.
Aunque parte de la reputación le viene a Stevenson de sus pasados poderío y pericia en el cuadrilátero (si bien nunca se enfrentó a Alí), también se puede atribuir a que no sucumbió a las ofertas de los promotores de boxeo profesional, resistiéndose empecinadamente al dólar yanqui…, aunque dista de parecer necesitado. Vive entre sus compatriotas como un encumbrado pavo real cubano, ocupando altas posiciones en los programas deportivos del gobierno y atrayendo suficiente atención de las mujeres de la isla como para haber recolectado cuatro esposas hasta la fecha, las cuales dan fe de sus gustos eclécticos.
Su primera mujer era profesora de baile. La segunda era ingeniera industrial. La tercera, médica. La cuarta y actual esposa es abogada penalista. Se llama Fraymari y es una mujer de una pequeñez como de niña, piel aceitunada y veintitrés años de edad, que, parada al lado de su marido en el vestlbulo, difícilmente sobrepasa la mitad de la guayabera bordada que él lleva puesta: una camisa ajustada y de mangas cortas que acentúa su torso triangula, sus amplias espaldas y el largo de sus brazos oscuros y musculosos, brazos que otrora impedían que sus adversarios infligieran algún daño a su atractiva estampa latina.
Stevenson peleó siempre desde una posición muy derecha y aún conserva esa postura. Cuando la gente le habla, baja la vista pero mantiene erguida la cabeza. La mandíbula firme de su cabeza ovalada parecería estar fija en ángulo recto a su columna vertical. Es un hombre ufano, que se exhibe cuan alto es. Pero presta oído, eso sí, en especial cuando las palabras que ascienden hasta él vienen de la animada y pequeña abogada que es también su mujer. Fraymari ahora le hace ver que se hace tarde: todos deberían estar ya en el autobús; Fidel puede estar esperando.
Stevenson baja los ojos y le hace un guiño. Ha captado el mensaje. Ha sido el acompañante principal de AIí durante esta visita. A su vez fue huésped de AIí en Estados Unidos en el otoño de 1995; y aunque él apenas sabe unas cuantas palabras en inglés y Alí nada de español, les basta su lenguaje corporal para hermanarse.
Stevenson se desliza entre la murtitud y cuidadosamente rodea con el brazo los hombros de su colega campeón. Y entonces, lenta pero firmemente, conduce a Alí hacia el autobús.
La ruta al Palacio de la Revolución de Fidel Castro es como una vía de los recuerdos, con viejos automóviles norteamericanos que andan traqueteando a unas veinticinco millas por hora: modelos pre embargo ya sin suspensión, cupés Ford y sedanes Plymouth, DeSotos y LaSalles, Nashes y Studebakers, y una variedad de collages vehiculares armados con rejillas de Cadillac y ejes de Oldsmobile y parachoques de Buick emparchadoscon recortes de barriles de petróleo e impulsados por motores enlazados con utencilios de cocina, podadoras de césped de antes de Batista y otros artefactos, lo que ha elevado en Cuba el oficio de la latonería a la categoría de arte superior.
Las relativamente nuevas formas de transporte que se ven en la vía son, por supuesto, productos no estadounidenses: Fiats polacos, Ladas rusos, motonetas alemanas, bicicletas chinas y el resplandeciente y recién importado autobús japonés con aire acondicionado desde el cual Muhammad Alí ahora extiende la vista, por la ventanilla cerrada, hacia la calle. A veces él levanta la mano, en respuest a los saludos de los peatones, ciclistas o automovilistas que reconocen el bus, que ha salido repetidas veces en los noticiarios locales transportando a Alí y sus compañeros a los centros médicos y lugares turísticos que han formado parte del apretado itinerario.
En el bus, como sucede siempre, Alí viaja solo, repantigado sobre los dos primeros asientos del pasillo izquierdo, justo detrás del conductor cubano. Yolanda se sienta un poco más adelante, a la derecha, al lado del conductor y muy cerca del parabrisas. Los asientos detrás de ella están ocupados por Teófilo Stevenson, Fraymari y el fotógrafo Bingham. Detrás de Alí y ocupando también dos asientos, va un guionista estadounidense llamado Greg Howard, quien pesa más de 135 kilos. Aunque lleva viajando con Alí solo unos pocos meses,mientras acopia información para una película sobre la vida del pugilista, Greg Howard ya está afianzado como su íntimo compinche, y como tal es uno de los poquísimos en el viaje que han escuchado la voz de Alí. Alí habla en voz tan baja que es imposible oírlo entre la multitud, y en consecuencia los comentarios o sentimientos públicos que se espera que exprese o que él quiere expresar son verbalizados por Yolanda, o Bingham, o Teófilo Stevenson, e incluso a veces por este joven y corpulento guionista.
«Alí está en su fase zen», ha dicho Greg Howard en más de una ocasión, refiriéndose a la quietud de Alí. Como Alí, admira lo que hasta ahora ha visto en la isla: «Aquí no hay racismo»; y como hombre de raza negra, desde hace largo tiempo se identifica con muchas de las frustraciones y confrontaciones de Alí. Su tesis de estudiante en Princeton analizaba los disturbios raciales de Newark en 1967, y el último guión que ha escrito para Hollywood se centra en los equipos de las ligas negras de béisbol de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Concibe su nuevo trabajo sobre Alí al estilo de la película Gandhi.
Los veinticuatro asientos por detrás de los tácitamente reservados para el círculo íntimo de Alí están ocupados por el secretario general de la Cruz Roja cubana y el personal humanitario estadounidense que le ha confiado donaciones de suministros médicos por valor de 500.000 dólares; y van también las dos intérpretes cubanas y una docena de representantes de medios norteamericanos, entre ellos el comentarista de la cadena CBS Ed Bradley y sus productores y equipo de cámara para el programa de la televisión 60 minutos.
Ed Bradley es un individualista, cortés pero reservado, que ha aparecido en la televisión durante una década con el lóbulo auricular izquierdo perforado por un pequeño aro; cosa que, ante los comentarios desfavorables que expresaron al principio sus colegas Mike Wallace y Andy Rooney, motivó la explicación de Bradley; «Es mi oreja». Bradley también se da el gusto de ser un fumador de cigarros; y mientras viaja en la parte central del autobús junto a su amiga haitiana, saca pleno provecho de la actitud permisiva del régimen cubano respecto del tabaco, fumándose un Cohiba Robusto por el que pagó el precio completo en la tabaquería del Nacional… y que ahora despide una costosa y aromática nube que le gusta a su amiga (que también fuma a veces un cigarro) pero que no es objeto de aprecio de las dos mujeres californianas afiliadas a una agencia de ayuda humanitaria que van sentadas dos hileras atrás.
En efecto, las mujeres han venido haciendo comentarios sobre los hábitos de fumar de una infinidad de personas que han conocido en La Habana, siendo su especial decepción el haber descubirerto más temprano en ese mismo día que el hospital pediátrico que visitaron (y al cual le entregaron donaciones) está bajo la supervisión de tres médicos de familia amantes del tabaco. Cuando una de las norteamericanas, una rubia de Santa Bárbara, le hizo un reproche indirecto a uno de los doctores fumadores por dar tan triste ejemplo, se le informó que de hecho las estadlsticas de salud de la isla sobre longevidad, mortalidad infantil y estado flsico general se comparaban de modo favorable con las de Estados Unidos y eran probablemente mejores que las de los residentes en la ciudad de Washington. Por otra parte, el doctor dejó en claro que no pensaba que el tabaco fuera bueno para la salud: al fin y al cabo el propio Fidel lo había dejado. Pero, por desgracia, añadió el doctor, con modestia que se quedaba más que corta, «algunos no lo imitan».
Nada de lo que dijo el médico aplacó a la mujer de Santa Bárbara. No obstante, no quiso parecer querellosa en Ia rueda de prensa del hospital, con asistencia de los medios; ni en ninguno de los muchos viajes en bus con Ed Bradley le pidió que tirara su cigarro. «Míster Bradley me intimida», le confió a su paisana compañera de trabajo. Pero claro, él se sujetaba a la ley en esta isla que el médico habla llamado «la cuna del mejor tabaco del mundo». En Cuba, la publicación más común en los puestos de revistas es Cigar Afcionado.
El autobús atraviesa la Plaza de la Revolución y se detiene en un puesto de control cercano a las enormes puertas vidrieras que se abren al vestíbulo de suelo de mármol de un moderno edificio de los años cincuenta que es el centro del único bastión del comunismo en el hemisferio occidental.
Cuando la portezuela del autobús se abre, Greg Howard se mueve hacia adelante desde su asienro y agarra por los brazos y los hombros a Muhammad Alí, que pesa 106 kilos, y lo ayuda a ponerse en pie; y cuando Alí consigue bajar hasta el peldaño de metal, se da la vuelta y se extiende hacia dentro del bus para tomar los brazos y antebrazos del robusto guionista y tirar de él hasta ponerlo en pie. Esta rutina, repetida en todas y cada una de las paradas del autobús a lo largo de la semana, no va seguida del reconocimiento por parte de uno u otro hombre de haber recibido ayuda, aunque a Alí no se le escapa que algunos pasajeros encuentran sumamente divertido este pas de deux, y no vacila en valerse de su amigo para resaltar el efecto cómico. En una parada anterior del bus en el castillo del Morro (una obra del siglo XVl en donde Alí había seguido a Stevenson por una escalera de caracol de 117 peldaños para divisar desde la azotea el puerto de La Habana), Alí vio la figura solitaria de Greg Howard allá abajo en el patio de armas; y sabiendo que era imposible que la estrecha escalera pudiera dar cabida al corpachón de Howard, se puso a agitar los brazos, invitándolo a que subiera a reunirse con él.
La guardia de seguridad de Castro, que ha recibido por anticipado los nombres de los pasajeros del autobús, conduce a Alí y su comitiva por las puertas vidrieras hasta dos ascensores que esperan para hacer un breve recorrido, al que le sigue un corto paseo por un pasillo que finalmente desemboca en una espaciosa sala de recepciones de paredes blancas, donde se anuncia que Fidel Castro pronto se hará presente. La sala tiene techos altos y palmeras en macetas en todos los rincones y está decorada escueramente con muebles modernos de cuero color canela. Junto a un sofá hay una mesa con dos teléfonos, uno gris y otro rojo. Sobre el sofá cuelga un óleo del valle de Viñales, que está al oeste de La Habana; y entre las obras de arte primitivista exhibidas en una mesa circular delante del sofá hay una grotesca figura tribal, parecida a una que Alí había ojeado a principios de la semana en un puesto de baratijas cuando visitó con el grupo la Plaza Vieja de La Habana. Alí le había susurrado algo al oído a Howard Bingham, y Bingham había repetido en voz alta lo que Alí había dicho: «Joe Frazier».
Alí se encuentra ahora en el centro de la sala, junto a Bingham, que lleva bajo el brazo el retrato enmarcado que le va a obsequiar a Castro. Teófilo Stevenson y Fraymari están frente a ellos. La diminuta y frágil Fraymari se ha pintado los labios de color carmesí y recogido el pelo como una matrona, buscando sin duda parecer mayor de lo que sus veintitrés años aparentan; pero ahí de pie, con esos tres hombres mucho más viejos, pesados y altos, parece más bien una adolescente anoréxica. La mujer de Alí y Greg Howard se pasean entre el grupo, que intercambia comentarios en voz baja, tanto en inglés como en español, a veces con la ayuda de las intérpretes. Las manos de Alí tiemblan incontroladamente a sus costados; pero como sus acompañantes han presenciado esto durante toda la semana, las únicas personas que ahora le prestan atención son los guardias de seguridad apostados a la entrada.
También esperan a Castro cerca de la entrada los cuatro integrantes del equipo de cámara de la CBS, y charlando con ellos y los dos productores está Ed Bradley, sin su puro. ¡No hay ceniceros en la sala! Es algo rara vez visto en Cuba. Acaso tiene implicaciones políticas. Quizás los doctores del hospital tomaron nota de los escrúpulos de la rubia de Santa Bárbara y dieron aviso a los subalternos de Castro, quienes
ahora tienen un gesto conciliatorio con la benefactora norteamericana.
Como los guardias no invitan a los huéspedes a que tomen asiento, todo el mundo permanece de pie: durante diez minutos, veinte minutos, hasta llegar a la media hora. Teófilo Stevenson descansa su humanidad en un pie y luego en el otro y atisba por encima de las cabezas hacia la entrada por donde esperan que Castro haga su entrada…, si es que aparece. Stevenson sabe por experiencia propia que la programación de Castro es impredecible. En Cuba siempre hay una crisis de un tipo u otro, y desde hace tiempo se rumorea en la isla que Castro cambia constantemente el sitio donde pernocta. La identidad de sus compañeras de lecho es, por supuesto, un secreto de Estado. Hace dos noches Stevenson, Alí y los demás estuvieron esperando hasta la medianoche para una reunión con Castro en el hotel Biocaribe (adonde Bingham había llevado su fotografta de regalo). Pero Castro nunca apareció.Y no se ofreció explicación alguna.
Y ahora, en esta sala de recepciones, ya daban las nueve de la noche. Alí sigue temblando. Nadie ha comido. La charla menuda se hace aún más menuda.Algunos tienen ganas de fumar. El régimen no aplaca a nadie con un barman. Es un cóctel sin cócteles. Ni siquiera hay canapés o refrescos.Todos se van poniendo más y más impacienres…, hasta que al fin se oye un suspiro de alivio colectivo. El muy conocido hombre de la barba entra al recinto, vestido para el combate de guerrillas; y con una voz alegre y aguda que se alza por sobre sus patillas, saluda: «¡Buenas noches!».
En tono todavía más agudo repite: «¡Buenas noches!», esta vez saludando con la mano en dirección al grupo, al tiempo que aprieta el paso hacia el invitado de honor. Y entonces, extendiendo los brazos, el septuagenario Fidel Castro se apresura a eclipsar la parte inferior del rostro inexpresivo de Alí con un blando abrazo y con su larga barba gris.
—Me alegra verlo —le dice Castro a Alí por medio de la intérprere que entró siguiéndole los pasos, una mujer atractiva, de tez clara, con un refinado acento inglés—. Me alegra mucho, mucho verlo —continúa retrocediendo para mirar a Alí a los ojos mientras sujeta sus brazos temblorosos—, y le agradezco su visita.
Castro lo suelta, a la espera de la posible respuesta. Alí no dice nada. Su expresión es la de siempre, amable y fija, y sus ojos no parpadean a pesar de los flashes de los varios fotógrafos que los rodean. Como el silencio continúa, Castro se vuelve hacia su viejo amigo Teófilo Stevenson, y amaga un golpe corto. El campeón cubano de boxeo baja los ojos y, ensanchando los labios y las mejillas, dibuja una sonrisa. Entonces Castro repara en la morena pequeñita que lo acompaña.
—Stevenson, ¿quién es esta joven? —pregunta Castro en voz alta, en un tono de evidente aprobación.
Pero antes de que Stevenson pueda responder, Fraymari da un paso al frente, con aire de picapleitos:
—¿Quiere decir que no se acuerda de mí?
Castro parece perplejo. Sonríe débilmente, tratando de ocultar su confusión. Interroga con la mirada a su héroe del boxeo, pero Stevenson se limita a poner los ojos en blanco. Stevenson sabe que Castro ha tratado socialmente con Fraymari en otras ocasiones, pero desafortunadamente el caudillo cubano lo ha olvidado; y es igualmente desafortunado que Fraymari se comporte ahora como una fiscal.
—¡Tuviste en brazos a mi hijo antes de que cumpliera un año! —le recuerda ella.
Castro cavila, el grupo está atento, las cámaras de televisión están rodando.
—¿En un partido de voleibol? —pregunta Castro, por tantear.
—No, no —interviene Stevenson, antes de que Fraymari diga nada más—, ésa es mi ex mujer. La médica.
Castro menea lentamente la cabeza, simulando desaprobación. Luego se desentiende de la pareja, mas no sin antes sugerirle a Stevenson:
—Deberían llevar el nombre puesto.
Castro vuelve a poner su atención en Muhammad Alí. Le estudia el rostro.
—¿Dónde está tu mujer? —le pregunta en voz baja.
Alí no dice nada. Se repite el silencio general y las cabezas giran en el grupo, hasta que Howard Bingham da con Yolanda en la parte de atrás y con un ademán la envía donde Castro.
Antes de que ella llegue, Bingham se adelanta y le obsequia a Castro la fotografía de Alí y Malcolm X en Harlem en 1963. Castro la alza a la altura de los ojos y la examina en silencio durante varios segundos. Cuando la imagen fue captada Castro llevaba casi cuatro años dirigiendo Cuba. Tenía en ese entonces treinta y siete años. En 1959 había derrotado al dictador apoyado por Estados Unidos, Fulgencio Batista, remontando una posición de mayor desventaja que la de Alí en su ulterior victoria contra el supuestamente invencible Sonny Liston. Batista había anunciado incluso la muerte de Castro en 1956. Éste, oculto en esas fechas en un campamento secreto, con treinta años de edad y aún sin barba, era un abogado descontento que se había educado con los jesuitas, hijo de una familia de terratenientes, deseoso del puesto de Batista. A los treinta y dos lo consiguió. Y Batista se vio obligado a huir a República Dominicana.
Durante ese período Muhammad Alí fue un simple amateur. Su mayor logro llegaría en 1960, cuando obtuvo una medalla de oro en Roma como miembro del equipo olímpico de boxeo de Estados Unidos. Pero ya entrados los años sesenta, él y Castro compartirían el escenario mundial como dos personajes enfrentados al establecimiento estadounidense; y ahora, en el ocaso de sus vidas, en esta noche habanera de invierno, se conocen por vez primera: Alí callado y Castro aislado en su isla.
—¡Qué bien! —le dice Castro a Howard Bingham, antes de enseñarle la fotografía a la traductora.
Acto seguido Bingham presenta a Castro a la esposa de Alí. Después de intercambiar saludos por medio de la intérprete, éste le pregunta, con carade sorpresa:
—¿Usted no habla español?
—No —responde ella, en voz baja; y le acaricia la mano a su marido, en la que lleva puesto un reloj plateado Swiss Army de 250 dólares que ella le compró. Es la única alhaja que Alí se pone.
—Pero si yo creía haberla visto hablando español esta semana en las telenoticias —insiste Castro, intrigado, aunque admite enseguida que obviamente le habían doblado la voz.
—¿Viven en Nueva York?
—No; vivimos en Michigan.
—Frío —dice Castro.
—Muy frío —repite ella.
—En Michigan no hay mucha gente que hable español, ¿no?
—No mucha —dice ella—. Es sobre todo en California, en Nueva York y… —una pausa— en Florida.
Castro asiente con un gesto. Le lleva unos segundos pensar otra pregunta. La charla informal no ha sido nunca el fuerte de este hombre, que se especializa en interminables monólogos patrióticos que pueden durar horas enteras; pero ahí está, en una sala llena de cámaras y reporteros gráficos: como un presentador de un talk show con un invitado de honor mudo. En fin, él persevera, pregunrándole a la esposa de Alí si tiene un deporte preferido.
—Juego un poquito al tenis —dice Yolanda, preguntándole a su turno—: ¿Usted juega al tenis?
—Ping-pong —responde él, apresurándose a añadir que en la juventud se ejercitó en el cuadrilátero—. Pasaba horas boxeando…
Comienza a rememorar, pero no termina la frase cuando ve que el puño izquierdo de Alí se alza lentamente hacia su mandíbula. En la sala resuenan vivas y aplausos exaltados, y Castro pega un salto junto a Stevenson y le gita: «¡Asesórame!».
Los largos brazos de Stevenson caen desde atrás sobre los hombros de Alí y lo aprietan suavemente. Cuando aflojan, los excampeones se ponen frente a frente y simulan, en cámara lenta, los ademanes de dos púgiles en combate: balanceos, quiebros, ganchos, quites, todo ello sin tocarse y todo ello acompañado de tres minutos de aplausos ininterrumpidos y disparos de cámaras, así como de los sentimientos de alivio de los amigos de Alí, en vista de que, a su manera, se les haya unido. Alí sigue sin decir nada, su cara sigue siendo inescrutable, pero está menos lejano, menos solo, y no se zafa del abrazo de Stevenson mientras este último le cuenta animadamente a Castro sobre la exhibición de boxeo que con Alí había llevado a cabo a principios de la semana en el gimnasio Balado, frente a centenares de fanáticos y algunas jóvenes promesas boxísticas de la isla.
En realidad, Stevenson no le explica que fue tan solo otra oportunidad para una foto, donde hicieron un poco de sparring a puño limpio en el ring, en ropa de calle y rozándose apenas las caras. Pero luego Stevenson se había bajado del ring, dejando a Alí la más ardua prueba de resistir dos asaltos cortos contra uno y después otro matoncitos de edad escolar que a todas luces no habían venido a tomar parte en un programa infantil. Habían venido a dejar tendido al campeón. Sus belicosos cuerpecitos y sus manos enguantadas y sus atolondradas cabecitas con cascos ardían de furor y de ambición; y mientras embestían, golpeando a lo loco y sacando pecho ante los gritos de sus parientes y amigos mayores al pie del cuadrilátero, eran de imaginarse sus futuros alardes frente a sus nietos: «Un bello día allá por el invierno del noventa y seis, ¡le di una tunda a Alí!». Excepto que, a decir verdad, en ese determinado día, Alí seguía siendo demasiado rápido para ellos. Corría hacia atrás, hacía quites, se meneaba, se paraba en las puntas de sus puntiagudas zapatillas negras de cuero trenzado, demostrando que tenía el cuerpo hecho para el movimiento: sus problemas de Parkinson se esfumaban en su famoso bailoteo, en los enviones de su «picada de la mariposa» que pasaban zumbando a medio metro por encima de las cabezas de sus afanosos contendientes, en los deslumbrantes esguinces verticales de su maniobra rope-a-dope que había confundido a Foreman en Zaire, en su por siempre memorable estilo, que en aquel gimnasio cubano le encharcaba los ojos a su siempre al acecho amigo fotógrafo y hacían exclamar al obeso guionista, en una voz que pocos entre la vocinglera multitud podían entender: «¡Alí está en un high! ¡Alí está en un high!».
Teófilo Stevenson levanta el brazo derecho de Alí sobre la cabeza de Castro, y los reporteros gráficos pasan varios minutos haciendo posar al trío ante las luces titilantes. Hasta que Castro ve a Fraymari, que los observa a solas desde cierta distancia. Ella no sonríe. Castro le hace una seña. Llama a un fotógrafo para que le saque un retrato con Fraymari. Pero ella solo se relaja cuando el marido se les une en la conversación, que Castro enseguida enfoca en la salud y el crecimiento de su niño, que aún no ha cumplido los dos años.
—¿Va a ser tan alto como el padre? —pregunta Castro.
—Me imagino que sí —dice Fraymari, alzándose para mirar.
También tiene que levantar la vista cuando le habla a Fidel Castro, ya que el caudillo cubano mide más de un metro ochenta centímetros y se mantiene casi tan derecho como aquél. Solo el metro noventa y dos de estatura de Muhammad Alí, que está parado junto con Bingham al otro lado de su marido (y cuyo color de piel, cabeza ovalada y pelo al rape son muy parecidos a los de éste), delata lo alto que es por la postura encorvada que ha desarrollado con su enfermedad.
—¿Cuánto pesa su hijo? —pregunta Castro.
—Cuando tenía un año ya pesaba once kilos —dice Fraymari—. Uno y medio por encima de lo normal. A los nueve meses empezó a caminar.
—Ella le sigue dando el pecho —dice Teófilo Stevenson con cara de satisfacción.
—Ah, eso es muy nutritivo —aprueba Castro.
—El niño a veces se confunde y cree que mi pecho es el seno de su mamá —dice Stevenson; y podría haber agregado que su hijo también se confunde con las gafas de sol de Alí: el pequeño dejó las marcas de sus dientes en la montura de plástico, después de mordisquearla todo el día que pasó con sus padres en el autobús turístico de Alí.
El palo del micrófono de la CBS desciende cerca para captar la conversación. Castro extiende la mano, le toca el vientre a Stevenson y le pregunta:
—¿Cuánto pesas?
—Ciento ocho kilos, más o menos.
—Diecisiete más que yo —le dice Castro, pero en tono de queja—. Como muy poco. Muy poco. Las dietas que me recomiendan nunca son adecuadas. Ingiero unas mil quinientas calorías…, menos de veinte gramos de proteína, menos que eso.
Castro se da una palmada en el abdomen, que es relativamente plano. Si es que tiene barriga, la esconde debajo de su bien cortado uniforme. En efecto, para un setentón, parece gozar de muy buena salud. Tiene la tez lozana y firme, sus ojos danzan por el recinto con una vivacidad que no declina, y tiene una lustrosa cabellera gris que no ralea en la coronilla. el cuidado que se pone a sí mismo puede medirse desde las uñas arregladas hasta sus botas de puntera cuadrada, que no tienen raspaduras y brillan suavemente, sin el inmaculado pulimento de un criado. Pero su barba parecería pertenecer a otra persona y otra épica. Es excesivamente larga y descuidada. Los mechones blancos se mezclan con los negros descoloridos y le cuelgan por el frente del uniforme como un sudario viejo, curtidos y resecos. Es la barba del monte. Castro se la soba todo el tiempo, como si tratara de resucitar la vitalidad de su fibra.
Ahora Castro se dirige a Alí.
—¿Cómo estás de apetito? —le pregunta, olvidando que Alí no está en plan de hablar—. ¿Dónde está tu mujer? —le pregunta entonces, y Howard Bingham llama a Yolanda, que otra vez se ha escurrido entre el grupo.
Cuando llega, Castro titubea para hablarle. Es como si no estuviera del todo seguro de quién es. Con tantas personas que ha conocido desde que llegó y con el grupo revolviéndose de seguido a instancias de los fotógrafos, Castro no puede estar seguro de si la mujer que está a su lado es la mujer de Muhammad Alí o la amiga de Ed Bradley o alguna otra que ha conocido hace un momento y le dejado una impresión borrable.
Habiendo cometido ya un faux pas con una de las señoras de los varias veces casados ex campeones que están ahí cerca, Castro espera una pista de la traductora. No le llega ninguna. Por fortuna, en este país no tiene que preocuparse por el voto femenino (o cualquier voto, si a eso vamos); pero suelta un leve respiro cuando Yolanda se le vuelve a presentar por su nombre como la esposa de Alí.
—Ah, Yolanda —repite Castro—, qué bello nombre. Es el nombre de la reina de algún lado.
—De nuestra casa —dice ella.
—¿Y cómo está de apetito su marido?
—Bien, pero le gustan los dulces.
—Podemos enviarles un poco de nuestro helado a Michigan —dice Castro; y, sin esperar la reacción de ella, le pregunta—: ¿Hace mucho frío en Michigan?
—Oh, sí —responde ella, sin dejar ver que ya habían tratado sobre el clima de invierno en Michigan.
—¿Cuánta nieve?
—La nevada no nos golpeó —le dice Yolanda, aludiendo a una tormenta de enero—, pero puede subir a un metro, un metro veinte…
Teófilo Stevenson los interrumpe para decir que él estuvo en Michigan en octubre pasado.
—Ah —dice Castro, levantando una ceja.
Menciona que en ese mismo mes también él había estado en Estados Unidos (asistiendo a la conmemoración del quincuagésimo aniversario de las Naciones Unidas). Le pregunta a Stevenson por la duración de su visita a Norteamérica.
—Estuve allá diecinueve días.
—¡Diecinueve días! —repite Castro—. Más tiempo que yo.
Castro se queja de que lo limitaron a cinco días y se le prohibió viajar fuera de Nueva York.
—Bueno, comandante —le responde Stevenson rudamente, con un dejo de superioridad—, si usted quiere, algún día yo le puedo mostrar mi video.
Stevenson parece muy cómodo en presencia del líder cubano, y quizás este último se lo haya fomentado habitualmente; pero en este momento bien puede ser que Castro encuentre a su héroe boxístico un poquito condescendiente y merecedor de un puñetazo de represalia. Él sabe cómo propinarlo.
—Cuando estuviste en Estados Unidos —le pregunta incisivamente Castro—, ¿fuiste con tu mujer, la abogada?
Stevenson se pone tenso. Dirige la vista a su mujer. Ella desvía la mirada.
—No —responde Stevenson en voz baja—. Fui solo.
En forma abrupta, Castro pone ahora su atención al otro lado de la sala, donde está ubicada la cámara de la CBS, y le pregunta a Ed Bradley:
—¿Ustedes qué hacen?
—Estamos haciendo un documental sobre Alí —le explica Bradley—, y lo seguimos a Cuba para ver qué hacía aquí y…
La voz de Bradley se ahoga en un estallido de risas y aplausos. Bradley y Castro se dan la vuelta y descubren que Alí ha recobrado la atención general. Sostiene en alto su tembloroso puño izquierdo; pero en lugar de asumir una pose de boxeador, como hizo antes, empieza a sacar por la parte de arriba del puño, lentamente y con delicadeza teatral, la punta de un pañuelo de seda rojo, pellizcándola entre el índice y el pulgar.
Saca todo el pañuelo y lo zarandea en el aire durante unos segundos, sacudiéndolo cada vez más cerca de la frente del atónito Fidel Castro. Alí parece hechizado. Mira aún con ojos estancados a Castro y los demás, rodeado de aplausos que no da señas de oír. Procede al fin a introducir nuevamente el pañuelo por la parte de arriba de la mano empuñada, embutiéndolo con los dedos en pinza de la derecha, y abre rápidamente las palmas de cara al público y muestra que el pañuelo ha desaparecido.
—¿Dónde está? —exclama Castro, que parece de veras sorprendido y encantado. Se acerca a Alí y le examina las manos, repitiendo—: ¿Dónde está? ¿Qué hiciste?
Cualquiera que haya viajado esa semana en el bus de Alí sabe dónde lo oculta. Lo vieron hacer el truco repetidas veces delante de los pacientes y doctores de las clínicas y hospitales, así como delante del sinnúmero de turistas que lo reconocieron en el vestíbulo del hotel o en sus paseos por la plaza de la ciudad. También lo vieron finalizar cada actuación con una demostración que revelaba el método. Lleva escondido en el puño un pulgar de goma color carne que contiene el pañuelo que va a sacar con los dedos de la otra mano; y cuando vuelve a meter el pañuelo, lo que en realidad hace es estrujar la tela otra vez en el pulgar de goma oculto, en el que luego introduce su propio pulgar derecho. Cuando abre las manos, los espectadores desprevenidos le ven las palmas limpias y no reparan en el hecho de que el pañuelo está apretado en el pulgar de goma que le recubre el pulgar derecho extendido. Compartir con el público el misterio de su magia le granjea siempre aplausos adicionales.
Realizado el truco, Alí se lo explica a Castro y le presenta el pulgar de goma para que lo examine. Y, con mayor entusiasmo del que ha exhibido en toda la velada, Castro dice:
—Ah, déjame probármelo; quiero probármelo: ¡es la primera vez que veo esta maravilla!
Tras unos minutos de adiestramiento por parte de Howard Bingham, que hace ya rato lo aprendió de Alí, el caudillo cubano lo ejecuta con la suficiente destreza y desenvoltura como para satisfacer sus ambiciones mágicas y suscitar otra lluvia de aplausos de los invitados.
Entretanto han pasado más de diez minutos, desde que Alí empezó su número cómico. Son más de las nueve y media de la noche, y el comentarista Ed Bradley, cuya conversación con Castro se vio interrumpida, se inquieta porque el líder cubano se vaya a marchar sin responder a las preguntas que le tenía preparadas para su programa. Bradley se arrima a la intérprete de Castro y le dice, en una voz que no puede pasar sin ser oída:
—¿Le puede preguntar si él seguía…, si pudo seguir a Alí cuando era un boxeador profesional?
La pregunta se transmite y repite hasta que Castro, mirando a la cámara de la CBS, responde:
—Sí, recuerdo cuando discutían la posibilidad de una pelea entre ellos dos —dice, señalando con un gesto a Alí y Stevenson—, y recuerdo cuando estuvo en África.
—En Zaire —especifica Bradley, refiriéndose a la victoria de Alí sobre George Foreman en 1974, y prosigue—: ¿Qué clase de impacto produjo él en este país, siendo que era un revolucionario además de…?
—Enorme —dice Castro—. Era muy admirado como deportista, como púgil, como persona. Siempre fue tenido en alta estima. Pero nunca imaginé que un día nos íbamos a conocer aquí, con esta clase de gesto de traer medicamentos, de ver a nuestros niños, de visitar nuestras policlínicas. Estoy muy contento, estoy emocionado de tener la oportunidad de conocerlo en persona, de agradecerle su bondad. Veo que es fuerte. Veo que tiene un rostro muy amable.
Castro habla como si Alí no estuviera presente, a pocos pasos de distancia. Alí mantiene su fachada impasible, incluso cuando Stevenson le dice al oído, en inglés: «Muhammad, Muhammad, why you no speak?».
Stevenson se da la vuelta, para decirle al periodista que tiene atrás:
—Muhammad sí habla. Me habla a mí —y se calla, ya que Castro le clava la mirada mientras le cuenta a Bradley:
—Estoy muy contento de que él y Stevenson se hayan conocido —y, haciendo una pausa, añade—: Y estoy contento de que nunca se hubieran enfrentado.
—Él no está tan seguro —corta Bradley, sonriendo en dirección a Stevenson.
—Veo algo bello en esa amistad —insiste suavemente Castro.
—Hay un lazo entre ellos dos —dice Bradley.
—Sí —dice Castro—, es cierto —y vuelve a mirar a Alí y luego a Stevenson, como buscando algo más hondo qué decir.
—¿Y cómo va el documental? —termina por preguntarle a Bradley.
—Va a salir en 60 minutos.
—¿Cuándo?
—Tal vez dentro de un mes —dice Bradley, recordándole a la traductora—: Es el programa en el que Dan Rather entrevistó al comandante varias veces, cuando Dan Rather estaba en 60 minutos.
—¿Y quién está ahí ahora? —desea saber Castro.
—Yo —le contesta Bradley.
—Usted —le hace eco Castro, echándole un vistazo al arete de Bradley—. Así que usted está allí… ¿de jefe ahora?
Bradley le responde como una estrella de los medios que no se hace ilusiones:
—Soy un empleado.
Llegan por fin unas bandejas con café, té y zumo de naranja, pero en cantidades que alcanzan apenas para Alí y Yolanda, Howard Bingham, Greg Howard, los Stevenson y Castro; aunque Castro les dice a los camareros que no quiere nada.
Castro les hace una seña a Alí y los otros para que se le unan al otro lado de la sala, alrededor de la mesa redonda. Los equipos de cámara y el resto de los invitados los siguen, arrimándose todo lo que pueden a los principales. Pero dentro del grupo se puede percibir cierta impaciencia. Llevan de pie durante más de una hora y media. Ya son casi las diez. No ha habido comida. Y para la gran mayoría está claro que tampoco habrá nada de beber. Incluso entre los invitados especiales, sentados y bebiendo de sus vasos fríos o sus tazas calientes, hay un grado menguante de fascinación con la velada. De hecho, los ojos de Muhammad Alí se han cerrado. Duerme.
Yolanda se sienta a su lado en el sofá, fingiendo no darse cuenta. Castro también hace caso omiso, aunque está sentado directamente al otro lado de la mesa, junto a la intérprete y los Stevenson.
—¿Qué tan grande es Michigan?
Castro interroga de nuevo a Yolanda, volviendo por tercera vez a un tema cuya exploración agotó el interés de todos los presentes, salvo él mismo.
—No sé cómo de grande será el estado en cuanto a población —le dice Yolanda—. Nosotros vivimos en un pueblo pequeñito [Barrien Springs] de unos dos mil habitantes.
—¿Y regresan a Michigan mañana?
—Sí.
—¿A qué hora?
—A las dos y media.
—¿Vía Miami? —le pregunta Castro.
—Sí.
—¿Y de Miami a dónde vuelan?
—Vamos a Michigan.
—¿Cuántas horas de vuelo?
—Tenemos que cambiar en Cincinnati…, unas dos horas y media.
—¿Tiempo de vuelo?
Muhammad Alí abre los ojos, los vuelve a cerrar.
—¿Tiempo de vuelo? —repite Yolanda.
—¿De Miami a Michigan? —prosigue Castro.
—No —vuelve a explicarle ella, sin perder la paciencia—, tenemos que ir a Cincinnati. No hay vuelos directos.
—¿Así que tienen que tomar dos aviones? —le pregunta Castro.
—Sí —dice ella, aclarándole—: De Miami a Cincinnati y de Cincinnati a South Bend, Indiana.
—¿De Cincinnati a…?
—A South Bend —dice ella—. Ése es el aeropuerto más cercano.
—¿Entonces —insiste Castro— queda en las afueras de la ciudad?
—Sí.
—¿Tienen una granja?
—No —dice Yolanda—. La tierra nada más. Dejamos que otros se ocupen de cultivar.
Yolanda le comenta que Teófilo Stevenson viajó por esa parte del Midwest. La mención de su nombre atrae la atención de Stevenson.
—Estuve en Chicago —le dice éste a Castro.
—¿Estuviste en su casa? —le pregunta Castro.
—No —Yolanda corrige a Stevenson—: estuviste en Michigan.
—Estuve en el campo —dice Stevenson y, sin poder resistirse, añade—: Tengo un video de ese viaje. Te lo mostraré algún día.
Castro parece no escucharlo. Se dedica otra vez a Yolanda, preguntándole dónde nació, dónde se educó, cuándo se casó y cuántos años le lleva su marido, Muhammad Alí.
Cuando Yolanda confiesa tener dieciséis años menos que Alí, Castro se dirige a Fraymari y con fingida compasión le dice que está casada con un hombre que le lleva veinte años.
—¡Comandante! —tercia Stevenson—. Estoy en forma. ¡El deporte te mantiene sano! ¡El deporte añade años a tu vida y vida a tus años!
—Ay, qué conflicto el de ella —machaca Castro, ignorando a Stevenson y atendiendo a Fraymari y al camarógrafo de la CBS que se adelanta para hacer una toma más cerrada del rostro de Castro—. Es abogada, y no mete en la cárcel a tamaño marido.
Castro disfruta mucho más que Fraymari la atención que este tema despierta ahora en el grupo. Había perdido a su público y ahora lo recupera, y parece que quiere retenerlo, sin importar que se rompa la armonía entre Stevenson y Fraymari. Sí, continúa Castro, Fraymari tuvo la desgracia de escoger a un marido «que nunca puede sentar cabeza… La cárcel sería un buen lugar para él».
—Comandante —lo interrumpe Stevenson en un tono jocoso, dirigido quizás a aplacar tanto a la abogada que es su señora como al abogado que gobierna el país—, ¡más me valdría estar encerrado!
Deja entender que si llegara a quebrantar la fidelidad marital, su mujer abogada «¡seguramente me metería en un sitio donde sea la única que pueda visitarme!».
Todos en la mesa y el corro que la rodea se echan a reír. Alí ha despertado. Las bromas entre Castro y Stevenson se reanudan hasta que Yolanda, amagando ponerse de pie, le dice a Castro:
—Tenemos que hacer el equipaje.
—¿Van a cenar ahora? —le pregunta él.
—Sí, señor —dice ella.
Alí se levanta junto con Howard Bingham. Yolanda da las gracias directamente a la traductora de Castro y añade:
—No se olvide de decirle que es siempre bienvenido en nuestra casa.
La intérprete repite la queja de Castro en el sentido de que en sus viajes a Estados Unidos lo suelen confinar en Nueva York, pero él agrega:
—Las cosas cambian.
El grupo deja que Alí y Yolanda pasen adelante, con Castro que los sigue en el pasillo. El ascensor llega y un guardia sostiene la puerta abierta. Castro se despide finalmente, con apretones de mano. Solo entonces se da cuenta de que lleva en la mano el pulgar de goma de Alí. Disculpándose, trata de devolvérselo a Alí, pero Bingham protesta cortésmente:
—No, no —dice—. Alí quiere que usted se lo quede.
De momento, la traductora de Castro no consigue entender lo que Bingham dice.
—Quiere que se lo quede —vuelve a decir Bingham.
Bingham entra en el ascensor con Alí y Yolanda. Antes de cerrarse la puerta, Castro sonríe, se despide con la mano y se queda mirando con curiosidad el pulgar de goma. Y después se lo guarda en el bolsillo.
Retratos y encuentros
Gay Talese
Alfaguara, 2010
302 p. — Ref. $21.000