Junto con recrear la estética de los ochenta, la serie de Netflix propone un repaso por el imaginario popular de las películas ochenteras, haciéndonos creer que el pasado fue así.
En los ochenta estadounidenses, un joven de clase media vuelve a los años cincuenta por accidente, luego de que su amigo científico y creador de una máquina del tiempo es asesinado en un centro comercial.
Como si Marty McFly nunca hubiera viajado al pasado y todo se tratara de un juego mental, los años cincuenta —en los que se topa con sus padres— son un colorido paraje más publicitario que real, como una película en donde los bailes de fin de semestre y los matones del colegio adornan una vida en la que cada quien actúa como si tuviera diez años menos.
Eso es Stranger things, la serie de Netflix: una fantasía consciente de sí misma, como lo fue The Force awakens, la última Star Wars, en donde los actores se visten como el merchandising que volvió millonario a George Lucas y la trama se repite como si volver a lo mismo fuera productivo o siquiera entretenido.
La serie evoca un pasado que existe en la imaginación de generaciones completas, sin que necesariamente lo hayan experimentado, tal y como, en su momento, Los 80 de Canal 13 significó un revulsivo en el que los protagonistas se iban detenidos a comisarías donde la policía dejaba libres a esos opositores a Pinochet, que a la vuelta de la esquina compraban free cola donde Don Genaro, el almacenero tan pinochetista y de buen corazón que solo podría existir en una ficción.
Veloces en sus bicicletas, niños con luces de dínamo pedalean para hablar de cómics como X-Men y descifrar misterios de origen extraterrestre o a veces sobrenatural. Stephen King, Spielberg y hasta Wes Craven son interpelados en distintas postales, como una mujer que «enloquece» creyendo que su hijo —secuestrado en extrañas circunstancias— se comunica a través de luces de navidad y se enfrenta al mundo como el personaje de Richard Dryfuss en la película de 1977 Encuentros cercanos del tercer tipo.
La mezcla y sobrecarga de guiños deja poco espacio a la originalidad y la historia central, entre tanta pirotecnia, se demora algunos —tal vez demasiados— episodios para engancharnos en base a consistencia.
Stranger things está bien hecha y tiene todo el fan service que puede contener una producción que apela a la nostalgia, pero funciona mucho más como la portada de un viejo VHS que emociona al encontrarlo entre los cachureos.
En la serie dirigida por los hermanos Matt y Ross Duffer, los adultos salen de Twin Peaks, los adolescentes de Freddy Krueger y los niños de cualquier fábula familiar de Spielberg. El casting, en ese sentido, funciona al servicio de un guión que solo bebe de los distintos referentes a los que guiña a cada segundo.
Quizá la serie funcione más como un viaje al pasado, al estilo de Marty McFly, o como una nueva Star Wars. Lo cierto es que entretiene y produce sensaciones varias. Lo que finalmente es la meta en un servicio de streaming como Netflix.
En ese sentido, su calidad efectista es irreprochable, pero queda a medio camino entre la distancia que hay entre ser y parecer, como el amigo que cuenta un pasado épico en el que recorrió las canchas de barrio durante toda su infancia, para luego alejarse del fútbol por razones desconocidas y rellenar todos esos vacíos en que termina por volverse hincha cuando su equipo sale campeón.
Queda la duda si Stranger things comprende por completo el objeto cultural que abraza. El terror del cine en los ochenta nace de la carrera armamentista, la Guerra Fría, los asesinos seriales y, sobre todo, del temor sobre los límites al hombre atentando contra su propio sistema de vida. Acá, en la serie, el terror y el misterio tienen tantas formas que no abrazan ninguna. Y eso sí que da miedo.