Norton Maza está exponiendo en el Museo Nacional de Bellas Artes, hasta el 8 de mayo, su provocadora instalación El Rapto.
En El rapto, la instalación de Norton Maza que ocupa ahora mismo una sala en el 2º piso del Museo de Bellas Artes de Santiago, la cúpula del cielo está sostenida por cuerdas amarradas a un par de decenas de gárgolas. El detalle pasa inadvertido pero da cuenta del artificio. Nada es real. Todo es una fantasía sostenida por el diablo. Todo es una ilusión tóxica y devastadora. Quizás eso es lo increíble de la obra; acá el artificio aumenta la perturbación. Podemos ver los hilos, podemos darnos cuenta de la trampa. De ahí que todo sea apócrifo, falso, póstumo. Cualquier ironía se diluye: la muchacha encapuchada que está siendo abducida sube un cielo de pesadilla, lleno de figuritas de acción y de papel maché sucio. Esa es la Jerusalén Celeste de Maza, un reino que ha sido construido con desechos, vuelta un infierno a partir de los detalles. Aquello es impresionante. Antes, los cuadros de Maza tenían siempre un costado paródico que era explícito; era el trash de un barroco impostado que hacía de la urgencia una cita política. El rapto excede aquello. Va más allá de Maza: es el sueño violento de un nerd expuesto en la oscuridad, la fantasía apocalíptica de una cultura pop que apenas se entiende a sí misma. Acá la cita se desvanece, evita cualquier posibilidad de ser resuelta. El rapto es quizás una pregunta sobre qué pasa cuando justamente las citas se vuelven cáscaras vacías, apenas capaces de referirse a ellas mismas. Porque acá todo está a la vista: los troopers de Star Wars, la balsa de los condenados volcada en el cielo, las versiones en figuritas de acción de soldados de mil guerras ficticias. Creo que por ahí, desde abajo, vi a Kylo Ren pero no podía asegurarlo. Sería lindo pero no importa porque esa distancia (donde no podemos reconocer los contornos precisos de lo que está en la nubes) es lo que llenamos con nuestra memoria, son los detalles que completamos con la mirada que atraviesa el haz de luz que corta el aire. Es ahí donde reside el poder de El rapto, al hacernos completar esos puntos de fuga pensándolos como el aviso de otro mundo, como una viñeta del país de la ficción paranoica de nuestro presente. Porque Maza tiene que ver más con Philip K. Dick que con Michelle Bachelet ahora mismo. Está ahí la cultura como conspiración, como resumidero, como fantasía bizarra, como si quisiese sugerir que lo que sabemos de nuestro presente puede ser explicado con muñequitos de acción, con el fuego cristalizado de la molotov de la encapuchada que levita desde el suelo, con esas nubes tan falsas que ni siquiera cabrían en un video clip de alguna banda de rock latino de los ochenta o en el decorado de un programa infantil donde los teletubbies quizás sean adictos al pegamento y a la pasta base. Eso es todo. El cielo y la promesa. El fin del mundo como una colección de desechos. La sonrisa del diablo repetida en la oscuridad, en la penumbra, mirando las espaldas de los espectadores mientras arriba, suspendido en el aire arde una promesa falsa hecha de plástico, lejana, secreta, pesadillesca como solo puede ser la memoria o la infancia.