En Nube negra, los cuentos de Juliet Escoria, todo duele. Duele la angustia de los personajes, su desesperación o decepción; duele la forma en que están escritos, con frases cortas que aparecen de improviso para dejarte sin aire en la lectura.
De todos los consejos para escritores, hay dos que siempre llevo muy cerca: «Write your heart out» (Escribir con el corazón en la mano), sugerido por Joyce Carol Oates y «Write hard and clear about what hurts» (Escribe duro y claro sobre aquello que hiere), de Ernest Hemingway. Dos consejos que se oían, estridentes, a medida que avanzaba mi lectura de Nube negra, de Juliet Escoria. Porque en estos cuentos todo duele. Duele la angustia de los personajes, su desesperación o decepción; duele la forma en que están escritos, con frases cortas que aparecen de improviso para dejarte sin aire en la lectura; duelen los finales o la falta de ellos; duele la belleza con la que Escoria se acerca hasta los rincones más feos de las vidas de sus personajes. Acá está el corazón latiendo en cada cuento, como un músculo obstinado, que sigue funcionando a pesar de todo. A pesar de los excesos (y en todos los cuentos hay adicciones a distintas drogas, o necesidad de apagar el mundo con pastillas o relaciones destructivas y cortes en las piernas). En estos cuentos la vulnerabilidad es brutal. La experiencia de lectura es física; se siente en la tensión de las manos, de los dientes, a medida que avanzan las páginas, así como también en el gesto ridículo de tratar de cerrar los ojos frente a ciertas descripciones y a la vez estar desesperada por seguir leyendo.
Cada cuento viene precedido por el nombre de un sentimiento (y uno puede buscar en Vimeo videos de Escoria para cada uno de ellos): resentimiento, confusión, apatía, culpa, asco, malicia, venganza, miedo, impotencia, desprecio a sí mismo, envidia y vergüenza. Y todos ellos configuran un particular atlas, una colección de mapas, de rutas por las cuales los personajes se encuentran y se pierden.
Los personajes de Escoria están incómodos consigo mismos. Viven en una ciudad como Nueva York, tratando de sobrellevar sus contradicciones. Así, por ejemplo, en “El otro tipo de magia”, una joven profesora trabaja en la guardarropía de un bar, en la que gana más dinero que como docente: «El trabajo de guardarropía es tres noches por semana, jueves a sábado. Acá ganas más en una noche que en dos semanas en tu trabajo ‘real’, que es ser profesora adjunta de inglés. Para ese trabajo, necesitas un postgrado. Para este trabajo, necesitas ponerte mucho maquillaje, ropa de zorra, y ver más joven que tus veintinueve años. Nada calza en Nueva York, y eso te gusta.»
Se trata por lo general de historias centradas en relaciones de pareja: que arden incandescentes, que se enfrían sin remedio, que son parte de una adicción mayor, a excepción de “Su parte más filosa” en la cual se cuenta la relación entre una hija y su madre adicta y modelo de revistas. La narradora repasa la relación con su madre desde la adultez: «Me han mirado terapeutas con ojos suplicantes, húmedos, redondos, y me han dicho que crecer es un hogar como el mío no debe de haberse sentido extraño porque era todo lo que conocía. No puedo decir que haya sido verdad para mí, no exactamente, porque sí me acuerdo de lo moldeable de las cosas, de cómo nunca se sentía como si pasara el momento adecuado o cómo nada se mantenía en pie.» Las descripciones no son sensibleras, sino que cortan firme: «Toda la semana, la tele fue mi niñera». Hasta que un día los dientes de la madre se empiezan a afear producto de los excesos y con ello el trabajo escasea y todo se hunde un poco más: «Podrías pensar que porque mi madre estaba más en casa, porque tenía más tiempo para mí, el amor que compartía conmigo crecería. Pero era como sus dientes. Lo que alguna vez estuvo solo ligeramente manchado se transformó en algo oscuro y podrido.»
En “Copa, destilada”, uno de esos cuentos con escenas brutales que no quieres leer/no puedes dejar de leer, una mujer cuenta su incursión en el crystal meth: «Empecé con las anfetas como la mayoría: un día a nuestro dealer se le había acabado todo lo demás.» El encargado de conseguir la droga es su novio, Adam, con quien el único lazo poderoso que los une es precisamente la adicción: «Debe haber pensado que si me mantenía drogada, lo iba a amar de vuelta.» El relato está lleno de reflexiones sobre lo vacío que se siente el mundo para la protagonista y los intentos por evadirese, a ratos de todo. Pero entre medio de todo eso, aparece un párrafo como este: «Mike siempre hablaba sobre cómo iba a recuperar a sus hijos pronto, pero por supuesto que pronto nunca llegaba porque pronto nunca llega.» La narradora está hablando sobre su dealer y la relación con su familia, pero hay una belleza ahí, fulminante. Soon never came because soon never does. Es como si por un momento, la narradora, y todos los cuentos, reconocieran una cierta futilidad y fatalismo. Asumieran la mirada en el instante. En la incomodidad del presente y la brutalidad de sus verdades y revelaciones.
En otro cuento, “Temporada de huracanes”, la protagonista (una adicta en recuperación que mantiene una relación algo tóxica con quien dirige el grupo de apoyo), observa la ciudad desde las alturas de un apartamento: «Cada edificio guardaba un secreto, un bar, una droga, un adicto. Una potencial muerte que quería ocurrir. Pero el frío dentro de mí —podía sentir cómo se empezaba a derretir—. Dolía, de la manera en que mis manos duelen cuando he pasado mucho tiempo en la nieve sin guantes y entro y se sienten como si estuvieran en llamas.»
Los personajes se presentan sin máscaras, en un gesto de vulnerabilidad qur se acerca a veces al miedo, a veces a la violencia. Dice la narradora de “Enfermedad mental un día de semana”: «Entro al metro. Me gustaría dejarme hervir, abrirme el pecho, pero la gente espera tanto de mí y no hay espacio en este mundo para renunciar a él. Tengo miedo, porque quiero hacer algo cuestionable. quiero robarte algo, romperte; quiero darte un beso en la cara y pegarte en la boca quieta.»
Y, en este atlas de los malos sentimientos, también hay lugar para los fantasmas. En “Acá hay un cuento de fantasmas”, una muchacha debe lidiar con el fantasma de la ex novia de su actual pareja. Ella se la imagina en todas partes. En un momento, cree verla en la calle y comenta: «Esta era una buena chica, toda piel clara y ropa limpia. Esta era una mujer que no se me parecía en nada. Se veía completa y se veía feliz, y ahí estaba yo, tarde para el trabajo y ninguna de las dos.»
Las vidas de los personajes de estos doce cuentos se empantanan más veces de las que quisieran. Dan vueltas y vueltas y eso es brutal, es triste, pero también esconde una belleza. Como dice la narradora de “Acá hay un cuento de fantasmas”: «Me gustaba el sonido de un disco girando. Te recuerda que las cosas siguen dando vueltas —círculos sin final, cadena sin final—, incluso cuando crees que no deberían.»
Nube negra
Juliet Escoria
Los libros de La Mujer Rota, 2016
95 p. — Ref. $7.000