El escritor Rodrigo Hasbún acaba de publicar Los Afectos, una novela en la que sigue los pasos de Hans Ertl, el camarógrafo de Leni Riefenstahl. Se trata de una brillante novela de extraños en una también extraña Bolivia.
Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) bebe a sorbos un brebaje de color azul mientras responde preguntas en la Feria del Libro de La Paz. Su entrevistador lo baña en elogios y Rodrigo sonríe.
La sala está llena.
El escritor cochabambino lleva ya varios años radicado en Estados Unidos (se encuentra terminando un doctorado en la universidad de Cornell; en estos momentos vive en Houston) y visita la Feria como parte de un ciclo de migrantes en el que también participan Liliana Colanzi, Sebastián Antezana y Giovanna Rivero. Los de la Feria saben que la literatura boliviana se escribe también (y tan bien) desde afuera y desde esa mirada llega una belleza rara, una belleza distinta.
Y la particular cartografía que esboza Hasbún en sus cuentos (Los días más felices, Cuatro, Nueve) y novelas (El lugar del cuerpo y su muy reciente Los Afectos) es una de reflexiones íntimas y personajes en combustión, una literatura del deseo y las decepciones y todas las mentiras que nos contamos para sobrellevarlas. Lo dije en una reseña hace años sobre El lugar del cuerpo: «Leer a Rodrigo Hasbún es un ajuste de sentidos: acostumbrar los ojos a la oscuridad de sus profundidades, deleitarse con los chispazos del lenguaje en ellas; entrenar al oído para respetar murmullos y aplaudir estridencias.» No soy la única que lo piensa, por cierto. Los elogios que ha esgrimido el presentador de la Feria tienen de dónde salir: Hasbún fue escogido por el Hay Festival y la Revista GRANTA como uno de aquellos escritores latinoamericanos (sub 39 y sub 35) de los que tenemos que estar pendientes.
En su última novela, Los Afectos (que acaba de estrenar su edición chilena hace unas cuantas semanas), Hasbún cuenta la historia de Hans Ertl en Bolivia, uno de los camarógrafos de Leni Riefenstahl, y a quien apodaban «El fotógrafo de Rommel», debido a que ese general del régimen nazi parecía preferirlo a todos los demás. La novela sigue con cuidado las ramificaciones de los Ertl: del camarógrafo que cada cierto tiempo tiene ganas de desaparecer y se va lejos a filmar ante la resignación de su mujer y la decepción de sus hijas (una de ellas comenta: «Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más.»), a su hija Monika que se casa «para escabullirse» y luego se involucra en la guerrilla, Heidi que vuelve a Europa o Trixi que lo observa todo. También sigue los pensamientos de uno de los amantes de Monika (Reinhard), hermano de su marido, quien tiene con ella una relación tóxica que lo consume.
Los Afectos es una historia contenida, engañosamente sencilla. El talento está ahí, en esa ilusión que esconde la eficiencia brillante con la que se manejan los puntos de vista (tercera persona para Hans, primera persona para Trixi, Heidi, Reinhard y un guerrillero sin nombre, segunda persona para Monika). Distintos enfoques de cámara para una familia que se desmigaja, para una novela de extraños en Bolivia y de una Bolivia extraña («La Paz no estaba tan mal, pero era caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un mundo envejecido y frío»).
En un café de La Paz y unos cuantos correos electrónicos, conversamos con Rodrigo Hasbún.
—En la Feria del Libro de la Paz te preguntaron por tus influencias en cine y literatura y tu respuesta fue que lo que siempre te impresionaba era el poder que tenían las canciones en nuestra vida, cómo eran capaces de hacernos llorar o levantarnos del suelo. ¿Cuáles son tus canciones, tienes un sountrack, un top 5 de canciones estable?
—No tengo un top 5 ni un top 10, al menos no uno fijo, aunque a lo largo de los años hubieran tantas canciones decisivas. A manera de ejercicio de arqueología interior pero también para ayudarme a reconstruir ciertos momentos, me encantaría algún día armar una lista de unas cien (Los prisioneros a los ocho, Pearl Jam a los trece, Leonard Cohen a los diecinueve, Radiohead a los veintidós…) y escribir un par de páginas sobre cada una de ellas, sobre lo que sucedía en mi vida mientras las oía. Soy de los que piensan que una parte importante de nuestra educación sentimental sucede en la música, que es ahí donde primero aprendemos a lidiar con algunas urgencias, que los días serían menos tolerables sin ese ruido de fondo.
—¿Hubo algún soundtrack especial para escribir Los Afectos?
—Me he mal acostumbrado a oír siempre lo mismo cuando escribo. No sé cómo ni por qué empecé a hacerlo, pero cuando tengo unas horas libres por delante y me siento a la máquina no puedo evitar poner las sesiones que grabaron juntos Chet Baker y Bill Evans. Si es que sonaba algo, eso es lo que sonaba cuando escribí Los afectos. Fue hace poco pero no me acuerdo. Lo que sí recuerdo claramente es que la escribí en dos o tres cafecitos de Toronto, y que después de unas cuantas horas de escritura me perdía por la ciudad. Fue, gracias a esas cosas, uno de los años más felices de mi vida.
—Siguiendo con lo musical: Mariana Enríquez le comentó a Leila Guerriero en una entrevista lo siguiente: «Yo escucho una canción perfecta y me parece mejor que cualquier novela». ¿Hay alguna canción que te parezca una novela, o bien que se merezca una novela o un cuento?
—Los libros hacen muchas cosas pero jamás lograrán conmoverte de forma tan inmediata y brutal como la música. Concuerdo con Mariana, para mí también hay canciones que condensan mejor algunos sentimientos que cualquier novela, canciones que son como bombitas que te estallan en la cabeza cada vez que las oyes, canciones que hacen que los libros que podrían escribirse a partir de ellas sean en verdad inútiles. Lo impresionante es que lo logren en unos pocos minutos, a veces con solo dos o tres acordes.
—Has mencionado anteriormente la influencia del cine en tu mirada y tu escritura. ¿Cuáles son esos directores que te desafían (a ser mejor escritor, supongo, o tal vez a darte de cabezazos contra la pared)? ¿En qué película o escena de película te quedarías a vivir?
—Me iría a vivir a la escena de La delgada línea roja de Terrence Malick en la que el soldado Robert Witt aprovecha unos días de tregua para alejarse de la tropa y convivir con una comunidad local de melanesios. En medio del caos y la matanza logra acercarse un poco a lo que ha permanecido inmune a la destrucción, a la belleza incierta del mundo y a lo milagroso que es a veces darte cuenta de que estás vivo pero también, al mismo tiempo, de que en algún momento dejarás de estarlo. Los cineastas que más me conmueven (Cassavetes, digamos, o Pedro Costa o Wong Kar Wai, los hermanos Dardenne o Herzog o Tarkovski o Lucrecia Martel) son los que precisamente me recuerdan eso, los que me devuelven al mundo con ganas de vivir de forma más intensa pero también los que me van acostumbrando de a poquito a la muerte de todas las cosas.
—¿Hay algún libro que te haya sorprendido últimamente? ¿Uno nuevo y/o uno más clásico que hayas revisitado?
—Los cuentos de Chéjov. Hay una luminosidad en ellos, y un sentido de lo dramático, que antes me resultaban indiferentes pero que en estos últimos meses he agradecido mucho. Me apena no haber sabido leerlo mejor todos estos años, aunque es posible que sea (a la inversa de tantos otros) un escritor que se va dimensionando a medida que uno envejece.
—¿Te parece importante «estar al día» con lo que se está escribiendo en Bolivia, en Latinoamérica? ¿Cómo eliges tus lecturas?
—Me interesa mucho la literatura escrita en nuestro idioma, la de ahora y la de antes, pero no me preocupa no estar al día, y ese nunca sería un criterio para decidirme por un libro sobre otro. Lo que hago por lo general es más bien ir armando constelaciones involuntarias que responden a algún interés momentáneo. Ahora que estoy leyendo los cuentos de Chéjov, por ejemplo, siento mucha curiosidad por leer los de Leskov, que tanto le gustaban a él, y también de releer los de Carver, para ver si logro entender mejor algunas conexiones. Y si releo los cuentos de Carver, me gustaría leer simultáneamente la biografía que le dedicó Carol Sklenika y el libro de memorias de su primera esposa así como los cuentos de Tess Galagher. Son redes que se van tejiendo un poco solas, redes obsesivas en las que me da gusto perderme.
—Eres uno de los editores de Traviesa y Suelta, dos espacios muy geniales para la promoción de la literatura latinoamericana. ¿Por qué te embarcaste en ese proyecto y qué es lo mejor que ha salido de esa experiencia?
—En realidad Suelta es un proyecto anterior de Rodrigo Fuentes, con quien iniciamos Traviesa hace unos tres años. En esa época los dos vivíamos en Ithaca y teníamos ganas de armar un espacio así, en el que confluyeran voces llegadas desde todas partes. Lo más gratificante, mirando hacia atrás, ha sido lograr armar un lindo archivo de entrevistas, intercambios, recomendaciones y algunos otros asuntos, entre ellos una serie de antologías curadas por escritores invitados.
—Hablemos de Los Afectos, tu más reciente novela. Sé que la idea de escribirla viene de una conversación que tuviste con tu amigo Fadrique Iglesias, pero me pregunto qué de la historia fue lo que más te llamó la atención: ¿cuál fue la primera imagen, o frases que tuviste de ella? ¿Cómo fue creciendo en ti?
—La imagen que realmente disparó la escritura de la novela fue la de Hans Ertl en medio de la selva, acompañado por dos de sus hijas adolescentes, buscando la ciudad perdida de «Patitií». Tanta convicción y tanta locura me volaron la cabeza. Sigue maravillándome que nadie hubiera escrito antes una novela sobre ellos.
—¿Tienes alguna línea favorita en Los afectos? (La mía es: «No es cierto que la memoria sea un lugar seguro. Ahí también las cosas se desfiguran y se pierden. Ahí también terminamos alejándonos de la gente que más amamos.» Y claro, en tus cuentos y novelas la memoria es un verdadero campo minado)
—A ratos pienso que la novela entera es una excusa para darle sentido a esas líneas que citas. Suscribo plenamente lo que dice Trixi. Me sorprende lo maleable que es la memoria, lo huidiza y difusa, a pesar de algunas persistencias. ¿Qué porcentaje de lo que hemos vivido logramos recordar? Sin ir lejos, ¿cuántos minutos de la semana pasada permanecen inmunes, cuántas horas del mes anterior? Resulta escalofriante pensarlo.
—Puede que sea mi locura por Rulfo, pero Los Afectos a ratos me recuerda montón a Pedro Páramo. Casi en vez de los afectos podría llamarse «Los murmullos». Tu novela parece una caja de voces que se cuestionan, que se interrogan. Y si bien escuchamos a bastantes personajes en primera y segunda persona, nunca tenemos la voz de Hans y muchos personajes se definen en tanto su relación o imposibilidad de relación con Monika. Personajes algo fantasmales, que se definen por otros y no hablan por sí mismos (como Ulises Lima y Arturo Belano en Los Detectives Salvajes). ¿A qué se debe este juego de ausencias? ¿Cómo decidiste la construcción de este coro? Me refiero sobre todo al aparente «silencio» o «silenciamiento» de ciertas voces bastante centrales (especialmente en el caso de Hans).
—Me gusta lo que dices. Tanto Monika como su padre son de esa gente que deja huellas profundas en los que tienen alrededor. Mi manera de llegar a ellos fue explorando esas huellas, rastreando los daños que habían causado en quienes tenían cerca. Son tremendas Pedro Páramo y Los detectives salvajes (la primera parte es para mí lo mejor de Bolaño), pero no tenía presentes ni la una ni la otra cuando escribí Los afectos, aunque sí suceda lo que dices. Los personajes más importantes en la novela nunca asumen la primera persona, no tienen voz. Son los otros los que hablan sobre ellos.
—Comentaste en la Feria que tus personajes siempre están haciendo algo. Que uno comienza a leer algo tuyo y tus personajes ya se están moviendo. Yo le agregaría a eso que son siempre personajes en combustión, son deseo puro: por pertenecer, por vivir, incluso por desintegrarse. Dos ejemplos de El lugar del cuerpo donde creo que se ve esto: «Pero es escribir o colgarse. Es escribir o cruzar la calle justo cuando pasa el autobús. Es escribir o que el filo de una navaja se abra paso.» Y también: «El corazón en la mano y todavía late. Meterlo en una licuadora o hacerlo arder.» ¿Cómo ves el lugar del deseo en tus cuentos y novelas?
—Sí, creo que todos mis personajes están buscando algo, por más chiquito que sea. Eso los mueve y eso mueve sus historias. No están quietos aunque a veces lo parezcan: necesitan entender algo, llegar a alguna parte, lograr lo que se han propuesto, desde irrumpir en la boda de la mujer amada hasta escribir un cuento, desde encontrar una ciudad perdida en medio de la selva amazónica hasta tomarle unas fotos secretas al padre mientras camina por la ciudad. En cualquiera de los casos, sin embargo, siento que el verdadero viaje es siempre interior, que lo más importante termina resolviéndose dentro de los personajes y no fuera de ellos.
—Uno de mis cuentos favoritos de tu autoría es “Syracuse” en el cual un profesor universitario es testigo algo incómodo de los diarios de vida (y sus consecuencias) en la vida de dos se sus alumnos. Las instrucciones del profesor a los estudiantes son que, en sus diarios, vayan mezclando ficción y realidad. Y una de las ramificaciones más terribles de esta tarea se da vía internet. Por lo general eres bastante “clásico” en tus historias. En ésta por primera vez hay mayor reflexión sobre tecnologías. ¿De qué manera las nuevas – y no tan nuevas- tecnologías desafían lo que escribes?
—“Syracuse” fue un intento de reescribir en clave contemporánea uno de mis cuentos preferidos de Onetti, y lo que hice fue atravesar “El infierno tan temido” con unas crónicas de bullying cibernético que estaba leyendo en esa época. Hacer un «cover» de un escritor que me ha acompañado tanto fue una experiencia muy grata (una experiencia que me gustaría repetir con algunos cuentos de otros escritores queridos) y, por supuesto, todos los méritos que pueda tener “Syracuse” son de Onetti.
»En cuanto a lo otro, como dices, he escrito poco sobre las nuevas tecnologías y sobre cómo están redefiniendo los modos en los que nos relacionamos con los otros y los modos en los que nos pensamos a nosotros mismos. Tiendo a creer que eso tiene que ver con el hecho de que viví mi infancia y mi adolescencia sin celulares ni Internet, y de que esos son los años sobre los que más he escrito hasta ahora, entre otras cosas porque fueron los más inquietantes y gratos para mí.»
—De todo lo que has publicado hasta ahora, ¿qué es lo que más te ha costado (algún cuento, alguna novela o personaje de ellas) y por qué?
—La escritura siempre está llena de incertidumbres. Es necesario tomar decisiones a cada momento y no creo que nada te prepare, ni siquiera la escritura misma, para saber tomarlas cada vez mejor. En ese sentido, todos mis libros han sido escritos por un escritor primerizo, alguien que no entiende cómo funciona el artefacto que tiene entre manos, y que espera no entenderlo nunca, porque solo así, felizmente, la experiencia podrá seguir siendo tan intensa y misteriosa.