La última semana de febrero el escritor Diego Zúñiga dictó un taller sobre cuentos breves a propósito del concurso de Plagio “Santiago en 100 palabras”, la intervención urbana para soñar despierto bajo tierra.
La última semana de febrero el escritor Diego Zúñiga dictó un taller sobre cuentos breves a propósito del concurso de Plagio “Santiago en 100 palabras”, la intervención urbana para soñar despierto bajo tierra.
Cortázar decía que las novelas ganan por puntos y que los cuentos lo hacen por K.O. y quien lo cita es alguien de los más de cien inscritos al taller de microcuentos de Plagio —los creadores del concurso Santiago en 100 palabras— para explicar el impacto de un buen cuento corto.
Este es mi favorito: «Mi primo me contó que Santiago es tan grande que la gente no se saluda porque nunca más se volverá a ver» y es el único que he memorizado sin esfuerzo y de los pocos que caben en un tuit y son más o menos universales.
Como lector de subsuelo hay una regla. Un microcuento nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Diego Zúñiga (1987) está en la entrada del Espacio mil metros cuadrados —los restos de una fábrica de sombreros abandonada en el barrio Italia— y el escritor y periodista es la voz autorizada de este taller y media hora antes de que esto empiece está el murmullo de más de cien personas y ya no quedan bancas para sentarse.
Son las siete de la tarde y aparece Carmen García que es poeta y una de los tres directores y fundadores de S100P y presenta a Diego como uno de los narradores de primera fila de su generación —la de los 80— y habla de su libro Camanchaca como una novela de carretera bien fragmentada y que publicó La Calabaza del Diablo en 2009 y que el año pasado Random House Mondadori la reeditó —en España, México, Argentina y Chile— y el sello italiano Caravan Edizione la tradujo a ese idioma.
Y la nave de este lugar con vigas a la vista está bien iluminada y hay harto jeans de colores y chicas de pelo corto y tipos en bicicleta y Diego llama con micrófono en mano y entre acoples a «narrar más que explicar» y muestra una presentación que dice en letras negras sobre fondo blanco «qué es un microcuento» y mucho más adelante explica que estos relatos «son un reflejo del pensamiento de los santiaguinos» y que para él Santiago puede ser distinto porque viene de Iquique.
Y ahora desintegra estos microcuentos en lo que podríamos llamar nanopartes e identifica esos fragmentos como personas y espacios y tiempo y acción y dice que «generalmente la última frase que escribimos de un microcuento es lo que sobra» y suena como un tip para anotar y justo cuando son las siete y ocho minutos se paran y se van al ruido de la avenida Francisco Bilbao los primeros dos desertores.
Y la breve explanada de cemento de este sitio abandonado tiene el eco de los cuentos que se titulan de formas como “Los chicos que nunca lloran” y “Sola y su alma” y que Diego lee en voz alta y con cadencia y ritmo y silencios y una entonación y alguien pregunta qué pasa con la originalidad de los que participan en el concurso y si alguien verifica que no hayan copias y Diego bromea con que la productora se llama Plagio.
Y dice que no quiere que el taller se transforme en un monólogo y un micrófono se pasea por las bancas donde está sentado el centenar de oyentes y Diego se cruza de brazos y se rasca la barba para escuchar y alguien tiene problemas con los títulos de los cuentos porque nunca se corresponden con el relato y alguien dice que es profesora y que estos cuentos breves son la verdadera literatura chilena.
Y el taller se extiende por más de hora y media y lo breve se transforma en extenso y ya se han ido varios amantes de lo corto y hasta Martina —que es ex compañera de universidad— me dice que le cuente después y en breve cómo termina todo esto y pasa media hora más y Diego ha leído mucho más de cien palabras y Santiago se enfría lentamente como en esos días de verano inverosímiles y alguien dice que hay plazo hasta el 8 de marzo para enviar hasta cinco cuentos y creo que es momento de batirme en retirada.