Semáforo rojo

por · Noviembre de 2010

Cumplí tres meses manejando en Santiago y descubrí que no es fácil esperar una luz roja. Menos en un taco, porque a menos de un metro de distancia uno ve más de lo que quisiera. La gente, al interior de sus autos, hace cosas como si los vidrios estuvieran polarizados. Y no. Lo peor de […]

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Cumplí tres meses manejando en Santiago y descubrí que no es fácil esperar una luz roja. Menos en un taco, porque a menos de un metro de distancia uno ve más de lo que quisiera.


La gente, al interior de sus autos, hace cosas como si los vidrios estuvieran polarizados. Y no. Lo peor de estos 90 días fue un señor obsesionado con un punto negro en su nariz. Luchaba con violencia contra el poro obstruido. Un crimen según cualquier dermatólogo, pero no había nadie que pudiera detenerlo. Este asesino de la dermis, no satisfecho con la luz que había al interior de su auto, decidió sacar la cabeza para seguir apretándose frente al espejo lateral, invadiendo así a mi copiloto.

El momento más eterno de esa luz roja fue cuando nos descubrió concentrados en su punto negro. Quise que llegara luego el verde, porque derrepente nos mirábamos los tres.

En apenas una fracción de segundo hice como que tenía la mirada perdida en el horizonte, para luego al fin avanzar. Pero no puedo olvidar esa nariz inflamada, que me miró suplicante con esas uñas marcadas en rojo furioso y medio grano afuera.

Por eso le advierto: cuando usted se rasca, se muerde, se depila, llora o tantas otras cosas, alguien como yo, siempre lo está mirando.

Semáforo rojo

Sobre el autor:

Andrea Pino

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