Side effects: negligencia pura

por · Mayo de 2013

El director de Traffic se cae con este intento de thriller psicológico, sobrepoblado de estereotipos, que sugiere más de lo que tiene para mostrar en lugar de, por ejemplo, acentuar su guiño crítico a las farmacéuticas.

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Side Effects abre con una gran plano general de un edificio ubicado en pleno Nueva York. Acto seguido la cámara se desplaza hacia una de las habitaciones al ritmo ahogado y siniestro de un soundtrack que sugiere altas dosis de suspenso.

Emily Taylor (Rooney Mara) es una mujer, digamos, enigmática. Atraviesa un estado de depresión severa que la impulsa a perpetrar dos intentos de suicidio: en el primero, la mujer pisa el acelerador a fondo de su auto y se estrella contra la pared de un estacionamiento; en el segundo, a diferencia del anterior, no consigue hacerse daño, pues alcanza a ser contenida por un funcionario del metro justo en el momento exacto en que se disponía a arrojarse a los rieles.

La mujer busca ayuda psiquiátrica y cae en las manos del ingenuo Dr. Jonathan Banks (Jude Law), quien le diagnostica un cuadro depresivo menor, prescribiéndole un maléfico remedio llamado Aplexa: la última vedette de los psicofármacos. Banks trata a sus pacientes con indulgencia, y lo que es peor, actúa con deliberada negligencia (conducta que roza el dolo) a la hora de establecer diagnósticos y suministrar medicamentos.

Su comportamiento no dista en demasía al (poco) cuidado que suelen emplear una buena parte de los especialistas de la salud mental: me refiero, específicamente, a la manera imprudente de recetar fármacos en conformidad a los caprichos del paciente; ciñéndose, por lo demás, a la moda farmacológica de turno, olvidando por completo los efectos adversos derivados de los mismos, o, en el mejor de los casos, asumiendo que dichos efectos no son sino un mal menor urgente que debe implantarse a una persona deprimida.

El guión no explica el origen de la depresión de Emily, sino que se limita a contar que la potencial suicida arrastra una figura paterna deteriorada, circunstancia que se ve agravada por una reciente fractura amorosa que culmina con su marido (Channing Tatum) tras la rejas, luego de acreditarse la participación en el delito de uso de información privilegiada en el mercado de valores.

Abruptamente, vemos una escena de sexo en que Emily, de lo más gozosa, galopante, aparece montada encima de la pelvis de un hombre. El hombre, durante toda la escena, permanece de espaldas a la cámara, de modo que su identidad se mantiene en suspenso, suscitando, por tanto, a la conjetura: algunos, al tenor de la cara de ángel martirizado de Emily pensaran que el galopado es su marido, quien ya ha sido puesto en libertad; otros más desconfiados, creerán que la silueta del hombre corresponde a la del Dr. Banks, empotado con los encantos de su paciente.

En cualquier caso, la conclusión obedecerá a las parcialidades de la mera conjetura, pues la escena esconde con suma eficacia la verdadera identidad de su amante. Lo único cierto es que el hombre, pos eyaculación, se repliega hacia un costado diciendo: «quien haya inventado este medicamento se va a hacer millonario».

Hasta ahí, todo parece indicar que el Aplexa es la nueva obra maestra de la industria farmacológica. Pues bien, que yo sepa todavía no se ha inventado ninguna droga que no tenga daños-efectos colaterales. Y este caso no escapa a la regla. Así, Emily, a pesar de sentirse muy aliviada con su Aplexa, comienza a padecer de cierto sonambulismo. Una noche, narcotizada y sonámbula, es decir, con abundantes gramos de remedio pero sin un gramo de conciencia, decide agarrar a su marido a cuchillazo limpio, quitándole la vida.

Emily es la autora material del parricidio. Las pruebas son irrefutables. El asunto se releva a la justicia penal. En juicio se analizan las circunstancias atenuantes, agravantes y eximentes presentes en el delito. Y entonces se abre un engorroso juego persecutor entre víctimas y victimarios. De aquí la película no sale bien parada; es más, termina cavando su propia tumba -diría.

Adelantar el resultado del juicio sería contarles la película; lo que sí puedo anticipar, en cambio, es que el guión y la dirección pasan por alto la ineludible responsabilidad que atañe al fabricante del fármaco. Steven Soderbergh se lava las manos y opta por no meterse en honduras, cuando lo lógico hubiese sido que la película asumiera una actitud incendiaria en contra de una industria tan aprovechadora y perversa como aquella que comercializa fármacos. Así, con desagrado, vemos como las soluciones que asume el director no superan el nivel de las de un jurisconsulto bananero, y entonces, por defecto, la película muda en un thriller sicológico desprovisto de argumento plausible.

Side Effects cae en su propia trampa, y se encierra, pues, en los artilugios del Dr. Banks (obcecado en acreditar su inocencia) y en la pérfida relación que sostiene Emily con su anterior psiquiatra, la Dra. Siebert (Catherine Zeta-Jones).

Es cierto que a partir de ese momento la película adquiere otro ritmo, otro cariz, y que nos sorprende con sus constantes vueltas de tuerca; es cierto, también, que las actuaciones son sólidas y que interpretan con prestancia los estereotipos que se pretenden mostrar, aunque también es cierto, y a la vez lamentable, que, a estas alturas, la inundación cinematográfica de los estereotipos provocan un cuota de tedio y chorros de apatía en cierto público, al menos en el público que compra su entrada para ver la película de un autor, supuestamente de culto, quien siempre ha manifestado discrepancias con el desparpajo hollywoodense.

Si bien al principio este filme insinúa arrojo, en el desarrollo del conflicto muestra inconsistencias groseras, dejando entrever la falta de audacia.

Soderbergh aborda el tema de los fármacos con la misma languidez con que lo asume nuestra sociedad, una sociedad que busca suprimir síntomas no enfermedades, en consecuencia, una sociedad atiborrada de daños colaterales, daños que parecen haber contaminado el lente del otrora laureado director, entregándonos, en esta película, nada más que una dosis del más puro entretenimiento vacuo, síntoma una enfermedad global incontenible: el perverso y desmesurado amor al billete.

En suma, Side Effects es una película pretenciosa, que sugiere mucho más de lo que tiene para mostrar –insisto: entretenimiento ramplón. Una película que pretende ser un thriller psicológico pero que está poblada de incongruencias y estereotipos propios de un telefilme caribeño. Quizá este sea el peor de los “cinematograficidios” que me haya tocado ver en la pantalla grande (vaya forma de retirarse del cine de Soderbergh). El único legado que puede dejar una película de tan baja estofa, no puede ser otro sino el de consagrarse como el paradigma de la famosa frase de Fellini: «El negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de partido de fútbol y de burdel». Side Effects es eso. Y cargado al burdel. Con todo respeto.

Side effects: negligencia pura

Sobre el autor:

Juan Carlos Echazarreta

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