La provincia devastada

por · Agosto de 2016

Un ensayo que cruza a Jorge Teillier con Stranger Things, en un vis-a-vis donde la poesía del lautarino sale contaminada y la serie de los hermanos Duffer adquiere otros contornos, más monstruosos y, por eso, muchísimo más interesantes.

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1.
He pensado que la poesía de Jorge Teillier puede leerse como se lee una novela de ciencia ficción. Allí están los hombres melancólicos, las ciudades abandonadas, la muerte en sus diversas formas. Pensarla como una película que podría ser filmada por Tarkovsky, donde lo lárico es transmutado en distópico y el poeta camina solo entre rieles, observa detenidamente los galpones, sus graffitis, la pátina de tierra que el tiempo ha depositado sobre las ventanas de una estación abandonada. Escribe: «He visto a un hombre que pensaba / ser perseguido / por la policía de todo el mundo. / Cambiaba de aviones, de buses y de trenes / y desconfiaba hasta de su soñolienta sombra». O bien: «¿Y qué pueden ser las cosas? / ¿Una bomba de no sé cuántos Megatones, un anuncio / de que se cerró el Bim-Bam-Bum, / un canario que agoniza anunciando la llegada del grisú, / el Ozono desapareciendo en la Antártica famosa?». Sus amigos desaparecieron de los bares, devorados por el alcohol o la locura. Miran vírgenes de yeso derretirse mientras tragan clonazepam para apagar la hoguera de la angustia. Un mundo, en fin, en el que apenas pueden verse los reflejos de lo que fue en algún momento. No hay que olvidar que Teillier fue un lector de Esenin, el poeta ruso que no soportó la destrucción de las viejas formas de vida y escribió sus últimos versos con sangre en una pensión oscura. ¿Qué habría sido de Esenin si hubiese, por ejemplo, vivido el ascenso del estalinismo?

2.
Hace unos días vi Stranger Things, la serie de Netflix. Confieso que lo hice con desconfianza: demasiado ruido en redes sociales, demasiado consenso. Los artículos que se han escrito tampoco logran convencer mucho. Todos orbitan en la galaxia de la nostalgia que, por estos días, es una de los ganchos más atractivos para esa generación que ahora goza de sueldos que le permiten satisfacer la memorabilia de una época en que muchos bienes culturales no estaban al alcance como ahora, Internet mediante. Descontado eso, ninguno se sostiene más que en la euforia por la serie de moda. Por suerte, la posibilidad de lecturas que podemos jugar a hacer no se agota ahí. Porque Stranger Things es, me parece, mucho más que un pack de esquelitas vintage. El drama que se va desarrollando con la desaparición de Will Byers y la posterior búsqueda que emprende su grupo de amigos —que recuerda a la banda de Stand by me de Rob Reiner, pero también a los chicos de Basketball Diaries antes de la heroína y posterior debacle— podría entenderse como la paulatina destrucción de la provincia como lugar donde lo idílico tiene lugar. Los personajes, sin sospecharlo, caminan sobre un hielo bajo el cual se tiende un abismo: los estragos del LSD, la paranoia de la guerra fría y la ciencia al servicio de la misma. Si Stranger Things es vintage, podría serlo en la medida en que desmitifica el terruño y hace de este un espacio tenebroso.

3.
Se me ocurre, entonces, un cruce entre Teillier y Stranger Things. Un vis-a-vis donde la poesía del lautarino sale contaminada y la serie de los hermanos Duffer adquiere otros contornos, más monstruosos y, por eso, muchísimo más interesantes.

4.
«Un desconocido silba en el bosque. / Los patios se llenan de niebla. / El padre cuenta un cuento de hadas / y el hermano muerto escucha tras la puerta», escribe Teillier en “Un desconocido silba en el bosque”. Sabemos, según una biografía reciente (Nostalgia del futuro, de Luis Marín y Carlos Valverde), que esta presencia fantasmal y acechante se debería a la temprana muerte de una hermana del poeta. Los paisajes, en cambio, encuentran su correlato más obvio en su Lautaro natal. Alguna vez, viajando hacia Valdivia en un bus interprovincial, tuve la oportunidad de mirar parte de la comuna. Mi atención, por supuesto, se dirigió intencionalmente hacia las cantinas y eriales donde, pensé, Teillier sembró las semillas de los árboles espectrales que luego miraría desde Santiago, pleno de nostalgia. «Mi mundo poético era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro», escribe en su ensayo “Sobre el mundo donde verdaderamente habito”. Ese tropos, similar al Comala de Pedro Páramo es, un poco a contrapelo de la clasificación de lo lárico, un lugar devastado, de imágenes evanescentes. Creo que, a pesar de que el mismo Teillier decidió usar la figura del lar, basta con leer su obra de punta a cabo para saber que esa idea es más bien una quimera para conjurar los fantasmas del presente.

5.
Vuelvo a Stranger Things: el escenario inicial tiene los ribetes del paraíso suburbano de unos Estados Unidos que de pronto, y como vemos en películas como Taxi Driver o Bringing out the dead, deja que la ciudad se extermine en la fiebre del crack y la heroína. La fuga, sin embargo, termina siendo cualquier cosa menos el efectivo contraveneno contra ese caos del que se rehúye. En la serie, los experimentos —que como espectadores nunca terminamos de entender del todo— que se llevan a cabo en el Laboratorio Nacional de Hawkins destruyen, con la desaparición del Will Byers, la calma de las familias de clase media de la ciudad de Hawkins, en Indiana. De pronto las sombras son más que sombras, los bosques pierden su aura inofensiva. El palacio de cristal se triza. De ahí que uno de los aciertos que tiene el guión, a mí parecer, reside en la forma en que los personajes comienzan a mostrar sus heridas, como parecen mirar hacia el pasado con temor. El monstruo, su horror secreto, los habita a todos. Y está, por supuesto, la locura y la paranoia como formas de desanclar lo evidente. La madre de los Byers, que ejecuta Winona Ryder, encuentra en su delirio la única herramienta para sostenerse en la tormenta. Hay algo, creo, de ese Philip K. Dick en su última etapa: la disociación y la desconfianza esquizoide fundiéndose con una realidad que comienza a perder lentamente sus límites. El loco del pueblo como exégeta de símbolos ocultos. La realidad como mera apariencia.

No deja de ser interesante, entonces, el hecho de que Once, en un capítulo, utilice Calabozos y Dragones para explicarles a los chicos el engranaje que ellos se encuentran a punto de atisbar. Ficción dentro de la ficción: el tablero se transforma en un elemento que trasunta la trama misma que se despliega en la serie. El juego, como un mise en abyme, funciona como un nudo dramático fundamental para el desarrollo de la trama.

6.
Lo que en la serie es ciencia ficción —portales transdimensionales, realidades paralelas—, en Teillier son los restos que deja la provincia en ruinas y el holograma que sobrevive en cada uno de los poemas, como si estos fuesen plegarias hechas a la religión inmanente de la memoria. Once podría ser un fantasma y, de esta forma, ella misma un puente entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Y así, la poesía de Teillier deja de ser lárica para pasar a ser distópica. Stranger Things, por otra parte, deja de ser el souvenir espacio-temporal de moda y es más bien un reflejo de una época fértil para la imaginación conspiranoica. Y, francamente, no sé cómo alguien puede sentir nostalgia por eso. Pienso en esa frase de Benjamin que dice que cada documento de la cultura es, al mismo tiempo, un documento de la barbarie.

Y tanto Stanger Things como los poemas de Teillier son eso: los pedazos de una provincia devastada.

La provincia devastada

Sobre el autor:

Jonnathan Opazo Hernández (@ensayo_error) es autor de Junkopia y mantiene el blog lacitadeunacita.

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