Techos, por Christopher Holloway

por · Diciembre de 2016

Ya está en librerías 7 veces Lucero (Los libros de La Mujer Rota), un texto escrito hace casi 80 años, el cuento del escritor Óscar Castro Zúñiga (1910-1947), a la lectura de siete jóvenes narradores chilenos.

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Ya está en librerías 7 veces Lucero (Los libros de La Mujer Rota), un texto escrito hace casi 80 años, el cuento del escritor Óscar Castro Zúñiga (1910-1947), a la lectura de siete jóvenes narradores chilenos —Álvaro Bley, Kati Lincopil, Alfredo García Cid, Arelis Uribe, Sofía Flores, Francisco Molina y Christopher Holloway— encargados de reescribir una nueva versión de él.

Siete narradores, en su mayoría inéditos, que nacieron en los 90 o fines de los 80, y que comparten situaciones tales como algunos paisajes y el estado afectivo de la hiperconexión; el haber nacido en una misma década, el haber vivido la infancia en Chile y el amor por la literatura, se ponen de lleno, desde su estética y emoción, a escribir lo que este cuento realista y apegado a los cerros, les convoca.

Techos

Por Christopher Holloway

1.
El gato había desaparecido del departamento quién sabe en qué momento de la noche. Yo desperté a las 3 de la mañana y salí en piyama por las calles a llamarlo. Hacía calor. Ana llevaba tres días sin contactarme ni responder mis mensajes. Recorrí tres cuadras a la redonda intentando pensar como un gato. Los árboles no eran amistosos, los estacionamientos abundaban, las construcciones y los agujeros también. Me metí debajo de un número incontable de autos y no había nada, ni siquiera otros gatos, que en otro momento me habrían saludado, tampoco perros, ratas, pájaros. Pensé en un apocalipsis selectivo, pensé en radiación, en antenas de celulares, en mecánica cuántica. Después prendí un cigarro que me asqueó por completo. Intenté no pensar en nada. Cada tres minutos me daban muchas ganas de llorar pero tenía los ojos secos. A las cinco de la mañana me rendí por completo e intenté empujar el llanto desde el estómago, sentado en una esquina. Un anuncio de neón que me iluminaba sonaba como un insecto y me daban ganas de gritarle que se callara pero sólo podía seguir concentrándome en el llanto, en mi fracaso respecto al llanto.

Por lo menos en esta ciudad no hay perros callejeros.

Me metí en la cama con el computador a sitios de comportamiento animal: 10 tips para encontrar a su mascota perdida, Comportamiento de gatos asustados, Historias de gatos que viajaron kilómetros para volver a casa, pero todo estaba escrito para esas ciudades gringas sin vías peatonales donde nadie existe afuera de sus automóviles y nada me recordó a mi gato. Encontré un tutorial para hacer carteles de búsqueda de mascotas. Me pareció horrible, pero lo seguí. Creo sinceramente que nadie les hace caso alguno. Tampoco podría pagar una recompensa. De pronto tuve unas ganas espantosas de conseguir una gallina y vivir con ella. Me pregunto qué sentiría la gente si se encuentra una gallina en un cartel de búsqueda. Yo no podría sino burlarme con todo el desprecio del que soy capaz.

2.
Desperté para mandar un mensaje al trabajo diciendo que mi gato se había perdido y que tendrían que disculparme. Sí, obvio, todo lo que quieras. No sé por qué sentí desprecio por el trabajo y todas sus personas. Me parece imposible que esas palabras signifiquen algo. Sí obvio, obvio, todo lo que quieras, obvio, cómo decirte que no, obvio, es un gato, claro, obvio, todo lo que quieras, obvio. Dije gracias y encendí el calentador de agua, me quedé mirando la llama y prendí otro cigarro. Subí mi cartel horrible de gato perdido a las redes sociales, le puse una foto donde se veía de cuerpo completo, con una cara desafiante pero tierna, tenía el collar mal puesto, se veía más chico de lo que era, se veía más triste también. Justo unos días antes de desaparecer había roto ese collar. Gato estúpido, tuviste cinco años para escaparte pero tenías que hacerlo justo en el momento más difícil. Estúpido, desobediente, imbécil.

Mañana y toda la semana va a llover, dice la tele matutina.

3.
La gente comenta:

Va a volver, sí, obvio que va a volver, los gatos vuelven.

Debe haber ido a buscar una gata, el gato de mi amigo estuvo 20 días perdidos y volvió flaco, pero volvió.

Ánimo, me dicen, no te rindas, me dicen, y comparten la foto por sus redes sociales y les doy un poco de pena y tratan de no publicar nada chistoso por twitter, por lo menos durante el día, obvio.

4.
En la ducha intento de nuevo llorar. Me gusta el concepto de llorar pero no puedo nunca, nunca aprendí. Me quedo inmóvil con el agua hirviendo encima y pienso si acaso de verdad me importa tanto el gato. Luego pienso intensamente en su rostro y en las fotos que le he tomado y en cómo se me trepaba encima, pienso en esa tranquilidad fundada en la falsa indiferencia que cultivábamos, y en la tontería de hablarle, de inventarle historias, de imaginarle una vida de apostador, de corredor de bolsa, de adicto a la leche impagable de delfín de criadero japonés, y creo que lloro un poco pero me siento mal porque forzarlo con recuerdos es como hacer trampa.

5.
A los cinco años tuve un gato que desapareció, fue mi primer gato. Madre dijo que se había ido por los techos y que podía volver. Yo ponía una escalera y me sentaba a mirar ese espacio extraño y gris y feo que son los techos bajos del centro de Santiago, y lo llamaba y lloraba completamente de verdad, sin necesidad de aprender. Un día nos cambiamos de casa pero yo no quería irme sin el gato. Madre me bajó de la escalera y dijo que invariablemente, si seguía buscando en los techos, el gato aparecería. Los padres mienten de una forma horrible y temprana y los perdonamos porque entendemos que la mentira es fundamental para la supervivencia. Pero no los perdonamos. Muchos años y techos distintos después, madre confesó que le había prestado el gato a una amiga para cuidar a su guagua recién nacida de los ratones que habían en su casa, y que el gato se le escapó un día y lo atropelló un auto.

Ojalá su guagua se haya muerto también.

6.
Se perdió el gato, le digo en un mensaje a Ana y no agrego nada más. Tampoco responde. Padre dice que le prenderá una vela a San Francisco de Asís cuando vuelva del trabajo. Madre dice que por estas fechas los gatos salen y vuelven feos y hediondos. Romina dice que mi gato le recuerda a su gato porque los dos tienen los testículos grandes. Felipe dice Pucha, ánimo. A mí me duele la cabeza. Quiero dejar de dar pena.

Imprimí 125 copias con la foto a color del gato, mis opciones de contacto y un gran GATO PERDIDO, en mayúsculas. Tenía plata para 100 pero la señora del cyber me agregó otras porque también le doy pena. Pegué gatos perdidos en los postes, en las afueras de las universidades, en mi edificio, en los basureros. Miraba a las personas a la distancia y no lograba dar con un orden de palabras adecuado para decir lo que quería decir, ¿y qué podría decir? Mira, este es mi gato, ya no está, ¿puedes buscarlo? Es un estúpido y maulla con un gorjeo extraño, le gusta pegarse cabezazos en tu frente, sí, por favor búscalo, por favor busca a mi gato.

Me metí con dificultad en un sombrero horrible y lentes oscuros. No veo nada con los lentes oscuros y la miopía, creo que va a comenzar a llover y el ambiente se siente como si viniera un eclipse. Las personas me miran raro pero intentan no mirarme. Me dan asco, me da asco necesitarlas por culpa de mi gato, el muy estúpido perdido sin collar, el muy desobediente, el muy gordo. Me les acerco con el montón de gatos repetidos y les explico torpemente y me escuchan torpemente y me olvidan de forma muy competente. Yo quiero meterme cada vez más dentro de mi sombrero y de mis lentes y perderme ahí dentro y ver si acaso encuentro algo, un gato, una gallina, lo que sea.

Me pregunto si alguien tendrá un álbum de fotos de gatos perdidos, un catálogo de cosas condenadas al recuerdo.

7.
Anoche subí a la terraza de mi edificio, a la terraza del edificio de al lado, y a la terraza del edificio al costado de aquel. Habían construcciones extrañas, enrejados, tanques de gas, ordenamientos caóticos de cordeles sostenidos por ramas, ropas mojadas, ropas secas, nidos de abejas abandonados, habitaciones sin explicación alguna, como si estuvieran reservadas para torturas, alteraciones inexplicables de la altura del suelo, pequeños muros, alambres de púas, sacos de cemento, un ratón muerto o moribundo o dormido, un cielo gigantesco sin estrellas, un poco de lluvia, muchas horas. Ningún gato, ni este ni el original.

“Qué pena terrible”, me respondió Ana.

8.
La conciencia del camino se trunca inevitablemente en la exposición de su pausa. La proyección, desde ahí, se expande en varias dimensiones, rellenando la posibilidad en su temporalidad y espacio posible, imaginado. Es en el margen entre dos pasos donde puede producirse un quiebre, una luz que arroje la sombra precisa sobre el dibujo del muro, desatando un entramado que recorra la subjetividad, que mal localizamos como ser, en un escenario, en un territorio, completamente despojado de posibilidad: la experiencia del vacío, no como algo que deba ser llenado a fuerza, sino que explorado, entendido, esculpido con el rigor descontrolado de lo que se está viendo nacer a fuerza del asesinato de algo otro. La búsqueda parte en la aceptación de la derrota. El fracaso es el mito fundacional al que hay que asirse con todos los pelos del cuerpo. La mentira de la posibilidad de victoria debe ser arrancada del fondo mismo del lenguaje.
A veces hay que caer para no levantarse.

9.
Tengo una llamada perdida en mi teléfono desde un número desconocido. Padezco un terror profundo a los números desconocidos, no hay forma en que los conteste. He perdido ofertas de trabajo, ofertas de sexo, ofertas de las más variadas cosas inútiles, pero también discursos de políticos, humoristas, familiares, teléfonos equivocados. Aun así, no me arrepiento de nada. Estas semanas he contestado, sin embargo, una decena de números desconocidos, con el cuerpo temblando. Ningún gato era siquiera cercano a las descripciones. Pasé horas esperando animales de los más variados tamaños, colores y ánimos. Siempre me fui derrotado, rápido. Ya sentía que estaba acudiendo a los lugares por mera responsabilidad social, por no demostrar algún tipo de castración emocional, o por respeto al trabajo desprolijo de las personas que me llamaban.

Marqué a este último de vuelta. Respondió un señor de voz rasposa, un viejo al que se le escuchaba el bigote blanco por el auricular.

Oye vi tu cartel, encontré a tu animal, tiene una mancha en la frente igual igual, lo tengo en mi departamento, le doy comida, es cariñoso, no sé si sea pero lo voy a cuidar, ¿cuándo puedes venir? Me llamo Mario, sí, mi dirección es esta, sí, adiós, obvio, gracias.

10.
En esta ciudad hay edificios gigantes, relucientes, que por algún conflicto sindical o estatal se vuelven objetos de negociación, y los problemas tienden a alargarse tanto que las cosas comienzan a llenarse de polvo, las ventanas a romperse, las puertas a tapearse, y luego llegan los vagabundos, las ratas, los mitos.

Mario vivía en un edificio así, o por lo menos me pareció que era un edificio así, dado su silencio, la agonía.

Golpeé tres veces con el puño. Abrió una señora a la vez muy blanca y muy oscura. Me indicó las escaleras. El interior estaba poblado de pasillos largos, departamentos que bien podrían haber sido muy pequeños, o ser inmensos y contar con múltiples entradas. Un par de plantas de un verde profundo adornaban los rincones. Dudé si las regaban o la humedad del lugar las mantenía vivas. Creí ver animales moviéndose en las sombras. Escuché a lo lejos la caída de una olla o de la tapa de una olla, pero sólo sus primeros acordes. Escuché un relincho absurdo. Subí uno, dos, tres pisos. La penumbra iba siendo reemplazada por una forma extraña de melancolía luminosa. Me sentí cansado, me sentí solo. Un televisor sonó, un ruido de ríos y un ruido de vientos. Pensé en los techos y en cómo sería el que coronaba esta escalera. Pensé en mis lentes oscuros y en la miopía. Subí dos, uno, tres pisos. Un perro dormía afuera de una puerta y creí verlo mirarme. Un palpitar de pasos fuertes, pesados, sonó muchos pisos más arriba. No podría asegurar que no bajé también tres, uno, dos… A lo lejos vi encenderse una luz tenue, supe que ahí estaría Mario. Deseé tener cigarros, deseé tener un gato, una gallina. Por entre las cortinas se dibujó la sombra de dos figuras, una alta, larga, gruesa, otra esmirriada, vaporosa, indescifrable.

Golpeé tres veces con el puño.

7-1

7 veces Lucero
Varios autores
Los libros de La Mujer Rota, 2016
105 p. — Ref. $7.000

Techos, por Christopher Holloway

Sobre el autor:

PANIKO.cl (@paniko)

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