The Black Keys: anticuarios

por · Abril de 2013

The Black Keys como los restauradores de la música negra estadounidense y su adaptación blanca al rock de estadios. Reseña de uno de los puntos altos del Lollapalooza chileno.

Publicidad

Al final de este concierto los fuegos artificiales no se verán desde esta ubicación ni tampoco se escuchará tronar el cielo de Santiago como el aviso de que no habrá bis y hay que regresar a casa.

21:32. Esto no parece la séptima fila justo frente a la batería Ludwig de Patrick Carney. Esto se parece más a los silencios largos de alguien viendo un accidente, a cuando los segundos se derriten como chicle en el microondas de la mente. Estoy justo frente al parche del bombo que dice The Black Keys y la escena parece un videoclip sacado de un domingo en alguna pequeña república socialista de los Balcanes: la noche nos viste de una moda que ya pasó pero que todavía no ha sido.

Acá adelante está la gente que escogió venir con lo funcional y no lo decorativo encima. Los que siguen de pie listos para saltar después del poco sueño y las veinte horas parados hasta el bronceado agresivo y el pelo reseco por el sudor evaporado y a veces ajeno.

Las primeras quince filas de un concierto divididas por las pintas promedio de todo el recinto pueden ayudar a etiquetar una banda: acá no están las pelirrojas de A Perfect Circle ni los mohicanos de Bad Brains, pero tampoco la onda de Foals ni la masa adolescente que obligó a cerrar los accesos para ver a Steve Aoki.

Alrededor hay varias parejas, banderas venezolanas, desertores de Deadmau5 y es imposible esquivar a los idiotas-que-intentan-grabar-videos-con-sus-celulares-a-dos-manos-para-mejorar-el-pulso.

Hay tantos tipos como chicas atrapados, pero son prisiones de ansiedad que se alteran cada vez que la masa empieza a saltar y a cambiar de posición en el aire. Ahora alguien grita, la banda (el baterista Patrick Carney y el guitarrista y cantante Dan Auerbach) sale a escena y saltamos o aplaudimos.

Anoto mentalmente lo obvio. The Black Keys, que ahora están por tocar, siguen la posta de los dúos de guitarra y batería a lo bluesman.

Un género que tuvo su propio revival en la oleada de bandas de garage rock de comienzos del 2000, con The Strokes en Nueva York, The Hives en Suecia, The Vines en Australia y The White Stripes en Detroit. Estos últimos son los verdaderos salvadores del rocanrol, cuando ya casi nada quedaba por hacer después de Tom Morello transformando su guitarra eléctrica en una tornamesa.

The Black Keys, que vienen de la oleada que sucedió a todas esas bandas, siempre estuvieron debajo de los “hermanos” White, camuflados con el decorado, extras en su propia película.

Las fechas son inexactas pero figuran en varios pósters de coachellas y lollapaloozas entre la letra chica. Hasta que la banda de Jack y Meg dijo basta, cuando se disolvieron hace un par de años, y el dúo de Auerbach y Carney apostó a ganador con un disco para las masas: El camino (2011).

El resultado: cuatro Grammy, una gira mundial con fechas en Sudamérica y su confirmación como cabezas de cartel de los más importantes festivales masivos de Estados Unidos, con The Black Keys ahora en letra grande al lado de gente como Black Sabbath, Red Hot Chili Peppers, Radiohead y el holograma de Tupac.

***

Son las 21:32 y algunos especialistas pusieron todas sus fichas para lo que haga esta banda en Lollapalooza.

Otros dicen que son puro humo refiriéndose a que simplemente no son la salvación del rocanrol, sino que el empleado de turno de un género agónico que se alimenta de la rentable nostalgia.

Son las 21:32 y varios en las primeras filas comienzan a avanzar a empujones mientras todo el bloque canta «da-da-dat-da» en este diálogo sincero con Auerbach y Carney, que parten con “Howlin’ for you”, un tema del álbum Brothers (2010) que lleva un ritmo galopante como esa espera entre dos boxeadores estudiándose y esperando el momento de conectar un gancho.

El guitarrista y cantante no se atreve con el español y se agradece. Se mueve libre alrededor de la batería como un electrón. El batero de los lentes a punto de caer persigue el trance con un pulso tribal que invita a moverse.

Aparece la angustia romántica de las letras y la levedad de un blues bien ejecutado, todo sin contradecirse, todo como un lamento visceral siempre guiado por la guitarra de Auerbach que dispara relámpagos mientras las cámaras muestran a varios miles cabeceando y tocando guitarras y cajas invisibles.

Donde antes un técnico bajó a rappel desde lo alto del escenario ahora un montón de focos asimétricos nos enceguecen por algunos segundos al ritmo de “Next girl”, otro tema del mismo sexto disco de la banda.

Esta es música para bailar y sangrar, para preparar un salto perfecto y terminar rebotando al ritmo de los crash de la batería y cabeceando los riffs de la Harmony Stratotone.

Siguen “Run right back”, “Same old thing” y “Dead and gone”; y todavía hay energías para moverse al ritmo de canciones actualizadas del sentido repertorio sureño del siglo pasado, remozadas como pequeños Frankenstein.

The Black Keys como dos restauradores de un viejo sillón abusado con unos toques de novedad que lo hacen irresistible. The Black Keys como los anticuarios de la música negra estadounidense y su adaptación blanca al rock de estadios.

Suena el single “Gold in the Ceiling” y una pareja cambia los primeros puestos del concierto por un poco de oxígeno. En algún momento aparecen dos músicos de apoyo en teclados, bajo y una guitarra de dos mástiles, pero casi no se advierten. Dan lo mismo. El protagonismo es de los azotes de Carney y Auerbach asoma como el promedio entre la técnica del virtuoso Gary Clark Jr. y la consistencia de Nicholaus Arson, el guitarrista rítmico de The Hives.

Ahora uno de sus mejores temas, “Thickfreakness”, y pegado, otro de hace casi una década, “Girl is on my mind”, del disco homónimo (2003) y el Rubber Factory (2004), respectivamente, sacados del repertorio de una banda tan gravitante para el género como The Sonics. Da gusto cerrar así un festival que en apariencia no sobrevive de la añoranza: así lo confirmó al menos Kanye West en su pasada por 2011 o Arctic Monkeys el año pasado.

Por el contrario, el Parque O’Higgins parece premiar la insistencia de los dos Black Keys, que ya no son veinteañeros ni se colgaron de una revista preocupada de grabar el saludo del famosillo o la pinta del rockstar para llegar hasta acá: siete discos de estudio y once años de carrera, varios de esos a pulso (guardando las distancias con el medio local) los avalan. Esta es la gente en la que creo.

***

“Your touch” retumba hasta las tripas con la violencia de esas mujeres que saben que no son para ti y “Little black submarines”, la balada acústica de El camino, devuelve la calma y un poco la fe.

“Money maker” y “Strange times” desnudan la fórmula reconocible del dúo: riffs magnéticos para balancearse, estribillos coreables en la ducha y baterías para golpear lo que haya adelante.

Antes del track número veinte, “I got mine”, The Black Keys sacudió a más de la mitad del parque con “Lonely boy”, su sencillo más conocido gracias a 25 millones de clics en youtube. Entonces vino “Everlasting light” y una bola disco sobre el escenario, disparando un potente haz de luz que recordó a Eddie Vedder la noche anterior, seguida de “Sinister kid” y “Nova baby” y la tripleta de Brothers (2010): “Ten cent pistol”, “She’s long gone” y “Tighten up”.

Casi hora y media de concierto y la confirmación de que este dúo es un relevo, pero uno bueno. Acá hay sustancia y algo propio, en el cuerpo de estas veinte canciones, dentro de todo lo prestado hay algo que cuaja pero no alcanza. No son la salvación del rocanrol, pero The Black Keys son, sin embargo, más negros que los White Stripes. Y no solo por el juego en sus nombres.

Cuando todo termina, empieza el éxodo en el parque y la gente se separa y escapa de la intemperie. Son más de las once de la noche y Auerbach y Carney quedan atrás y sin posibilidades de regresar por los fuegos artificiales: quizás convertidos en un murmullo, quizás en el mejor momento de su carrera, tocando nada menos que en Santiago.

Al final, cualquiera que estuvo ahí el domingo podrá decir en el futuro que The Black Keys no está donde sea que esté: The Black Keys siempre estará en el escenario principal del Parque O’Higgins domando cabezazos, elevándonos a puros saltos sobre letras de personajes solitarios y chicas que miramos pasar.

 

The Black Keys: anticuarios

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

Comentarios