Sobre la presentación de The Strokes en el festival Lollapalooza Chile 2017.
A Julian Casablancas no le simpatizan los festivales. Si de él dependiera, The Strokes no pasaría un domingo por la noche cerrando un multitudinario evento frente a miles de personas, sino dando un show sorpresa en algún semivacío sucucho de mala muerte. No lo estoy inventando: el cantante se lo comentó al presentador radial Zane Lowe en una entrevista del año pasado. Ahí, además, planteó que el 98 por ciento de los músicos que conoce tampoco disfruta presentarse en festivales, así que es bastante probable que Albert Hammond Jr., Nikolai Fraiture, Nick Valensi y Fabrizio Moretti, sus compañeros de banda, estén incluidos en ese cálculo. Si alguien pensaba que, después de la debacle que fue su venida con The Voidz el 2014, Casablancas iba a llegar en plan reivindicatorio a dar el show de su vida, significa que no entiende en lo más mínimo a los Strokes, que entraron al escenario con un atraso de 20 minutos, considerable dentro del contexto de un festival, y con el micrófono del frontman totalmente apagado. De kermés.
Pido disculpas a los que piensan que la música no debiese mezclarse con asuntos peliagudos como el origen socioeconómico de las personas, pero me siento conminado a recordar que estamos hablando de personajes nacidos en cuna de oro. Hay algo esencialmente cuico en esa actitud de «soy demasiado cool para intentarlo» que tienen los Strokes y que seduce a tantos. Julian Casablancas no es de esos músicos que se sienten obligados a retribuir el dinero de tu entrada brindando un gran espectáculo. Con todo, hay que darle algo de crédito: sorprende que el hijo de un millonario tenga un grupo y no sea un completo vago. ¿Han visto el documental de Netflix sobre la vida de su papá? Se llama El hombre que amaba a las mujeres. Cuando Casablancas dice en “Modern Age” que pasarlo bien es algo que lleva en la sangre, está siendo totalmente sincero.
Entiendo que los Strokes son un tema sensible. Hace poco escribí un artículo sobre ellos que me valió una conversación con mi editora sobre el tono negativo de mis palabras. En términos colegiales, me fui a la inspectoría por insolente. Pero creo que recién me cayó la teja sobre las verdaderas pasiones que el grupo despierta viendo las reacciones en el Parque O’Higgins. El público supo perdonar todo: la espera, los problemas técnicos, la partida en falso, el evidente desgano de Casablancas, la apatía generalizada del resto (salvo Hammond) y, en general, el bajo rendimiento de una banda achanchada. Con todo, el show se vivía adelante con el fervor que se reserva para una final de campeonato. Yo estaba ahí. Cuando sonaron pegadas “Someday”, “12:51” y “Reptilia”, mis únicas opciones eran saltar o sucumbir entre la muchedumbre. Un eufórico desconocido todo sudado me pasó de la nada una petaca llena y luego desapareció para siempre entre la gente. Confieso que lo pasé mejor de lo que debiese en un concierto tan aguachento gracias al ambiente que había. Y a un par de sorbos.
Aclaro que me encantan los Strokes. Lo que más me gusta es que me confunden. Nunca he sabido bien qué pensar sobre ellos y estoy en paz con eso. Los he querido mucho y también me han parecido una mierda. A veces pienso que son geniales y a veces siento que me están tomando el pelo. Jamás dejaría de seguirle la pista a un grupo que me provoca todo eso. Ahora mismo estoy muy confundido escribiendo. Reconstituyo las escenas del domingo y llego a la conclusión de que, en efecto, fue una experiencia súper rara. No tengo recuerdos de haber visto algo así antes: un grupo que consiga un nivel de algarabía inversamente proporcional a la motivación que muestran sobre el escenario. Aunque en este país de mentalidad insular siempre hay ganas de creer que los músicos extranjeros que vienen nos encuentran especiales, deberíamos ser sensatos y reconocer que los Strokes no estaban ni ahí con nosotros. Darle connotaciones de mítico o inolvidable a un concierto como el suyo es quererse muy poco. Lo del domingo era para ir a echar la talla y listo.