No existe ni existirá nada que nos acerque tanto a los demás como los libros y la lectura. Ni tampoco existe ni existirá algo semejante que nos aleje tanto de los demás.
Hacia fines de la década anterior, mientras yo todavía ejercía como docente en la Universidad de Santiago, tres alumnos excepcionales me pidieron que les dirigiera una tesis singularísima, fuera de serie. Luis Cruz, Gabriel Oyazún y Mauricio Sanhueza querían fundar nada menos que la primera biblioteca virtual de Chile, a la que llamaron Libros de Mentira. Mi trabajo consistió en proporcionarles un panorama de la narrativa chilena del presente, que iba desde Germán Marín o Diamela Eltit, hasta Alejandro Zambra, Alejandra Costamagna, Rafael Gumucio. El diseño visual de la colección era impactante y amigable. El lector tenía ante sí los lomos de los cuentos, que simulaban volúmenes empastados y solo debía hacer un clic para ir deslizando las páginas.
Luis, Gabriel y Mauricio se pusieron ambiciosos y poco más tarde ya tenían una selección de poesía, a la que se accedía mediante un procedimiento similar al utilizado para la antología de cuentos. Además, expandieron el espacio que habían formado hacia otros aspectos: reseñas, comentarios, blogs y toda suerte de contribuciones que iban a parar al sitio que se llamó librosdementira.com. Hasta ahí, su labor habría sido más que encomiable, ya que crear un ámbito literario de calidad no es fácil y requiere esfuerzo, perseverancia y, sobre todo, amor por los libros. Sin embargo, este trío no se contenta con poco: más adelante, tomaron la decisión de convertir su editorial de mentira en una de verdad, imprimiendo tomos en papel de autores y autoras relevantes dentro de lo que ahora es la república de las letras chilena. Asimismo, han construido una notable colección de obras clásicas, de hermosa presentación, con narraciones de Katherine Mansfield, Poe, Maupassant, Turgueniev, Hesse, Hemingway, Dostoievski y muchos más.
Pero no estoy describiendo lo anterior con el fin de celebrar a tres chiquillos que confiaron en mí para recibir su cartón universitario, lo que, claro, me produjo orgullo, aunque pensaba que, tras haber superado esa barrera, nuestra relación continuaría siendo afectuosa, por más que, como pasa generalmente, se iría diluyendo con el tiempo. Y ocurrió exactamente lo opuesto, porque nos hemos acercado cada vez más, hasta el punto en que ahora somos amigos y colegas.
El momento en que este proceso empezó tuvo lugar cuando, hace unos cinco años, me pidieron que dirigiera un taller literario en la editorial. En sus inicios, esa idea no me atrajo nada, por más que me cuidara mucho de decírselos. Me parecía que había demasiados corrillos de esta especie en el país; pensaba que su aporte carecía de significación, en fin, hasta llegaba a creer que estas reuniones podían ser una buena terapia y no un centro de formación creativa. En nuestra nación ningún escritor vive de lo que publica, de manera que también encontraba que los talleres eran un modo lícito de ganarse el sustento, teniendo en cuenta que es dificilísimo, en los días que corren, vender una edición completa de un determinado título. Por supuesto, estaba absoluta y totalmente prejuiciado en contra de los talleres literarios.
Por suerte, me deshago sin problemas de los prejuicios y eso fue exactamente lo que me sucedió desde el primer día, desde la primera sesión en que estuve a cargo de este taller. Sin perjuicio de lo anterior, continúo albergando sentimientos encontrados hacia estas asociaciones, si bien, tal vez por egoísmo u oportunismo de mi lado, siento que ellos no se aplican a lo que realizamos en mi grupo. Prácticamente todos los integrantes han sido, desde el principio hasta la actualidad, personas sumamente agudas, sumamente cálidas, interesadísimas en lo que hacen, cero conflictivas, muy generosas, muy inteligentes, ávidas de aprender. Ha corrido mucha agua bajo el puente en todo este lustro: algunos duran una temporada y se van; otros permanecen más tiempo; unos cuantos están desde el comienzo del comienzo y en cada temporada ingresan nuevos miembros que, indefectiblemente, traen viento fresco, ganas de leer y escribir e inclusive aproximaciones inéditas al arte de componer una historia. Para mí, no se puede concebir una ficción sin quemarse las cejas, por lo que el programa de lecturas semanales ha sido extensísimo, variadísimo, muy heterogéneo y, lo expreso sin modestia, original, al haber abordado textos que escapan a clasificaciones expeditas, como dramas, poemas narrativos, crónicas argumentales. Hemos leído unos 170 cuentos, novelas cortas y piezas teatrales de la literatura universal y solo al constatar, mientras preparo estas líneas, la inmensidad del espacio imaginativo que hemos conocido, me doy cuenta de la enormidad de lo que hemos hecho. Me estoy refiriendo únicamente a las narraciones que he elegido para ser discutidas y luego, a partir de eso, elaborar una pieza corta, no a la vastedad de textos que, en cada reunión, trae cada tallerista para que los escuchemos viva voce.
Desde luego que enumerar o acaso citar algunos de los relatos o autores y autoras de la interminable lista a la que hice alusión resultaría fútil. Fútil y a la vez tedioso e inabarcable: serían páginas y páginas de nombres que llenarían quien sabe cuántas carillas. No obstante, diré que se trata de argumentos cortos y no tan cortos que, en general, provienen desde el siglo XVII, hasta las fechas que corren. Y que el área geográfica que cubren va desde Europa hasta Asia, desde América del Norte hasta Sudamérica, desde Rusia hasta la península escandinava. Tengo, tenemos un déficit con la riquísima y copiosa literatura de África, aun cuando haré, haremos esfuerzos para saldar esa deuda. Finalmente, siempre, en forma permanente y en cada una de las temporadas, son obligatorios los escritores y escritoras chilenos, los de ayer y los del año pasado. Soy de la opinión de que es indispensable, si uno desea emprender la tarea de poner por escrito un episodio, estar al día y, en la medida de lo posible, profundizar en la literatura del propio país. Vivimos en Chile, trabajamos en Chile, amamos y odiamos en Chile, de forma que mal podríamos elaborar algo válido si ignoramos nuestro entorno. Ni qué decir tiene, cualquiera que lo desee podría redactar una trama situada en Alaska, Estonia, Filipinas, Kazajistán o Yemen, aunque el idioma que empleará será el español y, en concreto, el español que se habla en Chile.
El anecdotario que se origina al terminar cada tertulia es infinito y tiene que ver con la multiplicidad de los hombres y mujeres que conforman el taller. Hay médicos, ingenieros, abogados, actores, periodistas, estudiantes, gente muy joven, bastante joven, madura, bastante madura y todo tipo de individuos de sospechosa apariencia. Hago clases hace más de 20 años y por la naturaleza de lo que enseño, me he enterado de detalles de la existencia íntima de muchos de mis alumnos. Con los talleristas no me pasa lo mismo, ya que una ficción puede desnudar lo que una persona es o bien ocultarlo por completo. Tengo muy buena memoria; aun así, me es imposible acordarme de cada chico o chica que ha asistido a mis jornadas académicas, salvo de aquellos y aquellas que han decidido exponerme sus vidas. En cambio, sí recuerdo a todos o casi todos los que han tomado parte en mi taller. Y, como sea, de algunos no sé absolutamente nada, de unos cuantos intuyo algo, a uno que otro lo he tratado fuera de la burbuja que se forma en torno a lo que leemos y escribimos y con la vasta mayoría sostengo relaciones por lo general muy cordiales y hasta ahí no más llega la cosa. Me he preguntados en numerosas ocasiones a qué se debe esto y no encuentro ninguna respuesta adecuada. De ninguna manera me estoy quejando: encuentro perfecto que salga así. A pesar de ello, tal situación es harto paradójica. Mientras hay muchachos que deciden decirme lo que ni a su confesor dirían, hay talleristas que son y han seguido siendo un enigma impenetrable para mí.
Como vivo buscándole explicación a todo y como tiendo a relacionar lo que venga con la literatura, quizá en esta palabra, literatura, resida la aclaración del misterio. No existe ni existirá nada que nos acerque tanto a los demás como los libros y la lectura. Ni tampoco existe ni existirá algo semejante que nos aleje tanto de los demás. Conversar sobre una novela no es lo mismo que hablar sobre nosotros mismos. En verdad, ello está en las antípodas de lo que es revelar una situación personal. Por otra parte, el tema de uno mismo es limitadísimo y, por descontado, aburridor. Por el contrario, los temas literarios son inconmensurables. A lo mejor por eso, los talleres literarios son una epidemia. Seguramente debido a eso, tienen cuerda para rato.