En esta entrevista con The Paris Review, publicada en 1957, Truman Capote descubre un tránsito por los pliegues de su obra literaria. «Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio», había escrito en Música para camaleones.
«Escribo para que me lean», respondió André Gide a la pregunta de por qué escribir. En el prólogo de Música para camaleones, un libro que combina sus escritos más diversos, Truman Capote va un poco más allá. Un día comenzó a escribir sin saber que se había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo: «Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal».
Truman Capote —cuyo verdadero nombre es Truman Streckfus Persons— nació en 1925, creció en el sur de Estados Unidos y, hasta que sus cuentos empezaron a ser publicados, desempeñó diversos trabajos como lector de guiones cinematográficos, bailarín en una embarcación fluvial y «office boy» en la redacción de The New Yorker.
«Creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero aligerar, la noción sencilla, clara, como arroyo de campo», dijo sobre su propio estilo en Música para camaleones, un libro clave para bucear en el lado más íntimo del autor de A sangre fría.
En 1957, la escritora Pati Hill entrevistó a Capote en su casa de Brooklyn Heights. Lo siguiente es un extracto de la conversación publicada por The Paris Review en 1957.
Cuando entré, lo encontré con la cabeza metida hasta los hombros en una gran caja que acababa de llegar y que contenía un león de madera.
—¡Mire! —Exclamó, mientras lo extraía de un montón de serrín y virutas.
—¿Ha visto usted alguna vez algo tan espléndido? Bueno, ahí está. Lo vi y lo compré. Ahora es todo mío.
—Es grande —dije yo—, ¿dónde lo va a colocar?
—Junto a la chimenea, por supuesto —dijo Capote—. Ahora pase usted a la sala, en lo que consigo a alguien que limpie todo esto.
La sala es de aspecto victoriano y contiene la colección más íntima de objetos de arte y tesoros personales de Capote, que, pese a su ordenada disposición sobre mesas pulidas y estantes de bambú, le recuerdan a uno el contenido de los bolsillos de un niño muy astuto. En la colección figuran, por ejemplo, un huevo de Pascuas dorado traído de Rusia, un perro de hierro bastante maltratado, un estuche para píldoras estilo Fabergé, unas cuantas canicas, frutas en cerámica azul, pisapapeles, cajitas de Battersea, tarjetas postales y viejas fotografías. En suma: todo lo que podría parecer útil o provechoso en un día de aventuras alrededor del mundo.
El propio Capote encaja muy bien en esta impresión a primera vista. Es pequeño y rubio, con un mechón que insiste en caerle sobre los ojos, y su sonrisa es repentina y cautivante. Su actitud ante cualquier nuevo conocido es abiertamente amistosa y llena de curiosidad. Podría ser engañado por cualquier cosa, y, en realidad, parece más que dispuesto a dejarse engañar.
Hay algo en él, sin embargo, que le hace pensar a uno que, pese a toda su buena disposición, sería difícil embaucarlo y que más valdría no hacer el intento.
Desde el pasillo se dejó escuchar un ruido de pisadas y Capote entró, precedido por un gran bulldog de cara blanca.
—Este es Bunky —dijo.
Bunky me olisqueó y Capote y yo nos sentamos.
—¿Cuándo empezó usted a escribir?
—Cuando tenía diez u once años y vivía cerca de Mobile. Tenía que ir a la ciudad todos los sábados, para ver al dentista, e ingresé en el Sunshine Club que había sido organizado por el Mobile Press Register. El periódico tenía una página para niños que patrocinaba concursos literarios y de dibujo. Todos los sábados por la tarde había una fiesta con refrescos gratis. El premio en el concurso de cuentos era un pony o un perro. Yo estaba loco por ganarme uno de los dos, ya no recuerdo cuál. Había venido observando las actividades de unos vecinos que no se traían nada bueno entre manos, y escribí una especie de «novela en clave» titulada Oíd Mr. Busybody y la sometí al concurso. La primera entrega fue publicada un domingo, bajo mi nombre verdadero: Truman Streckfus Persons. Solo que alguien de repente se dio cuenta de que yo estaba presentando un escándalo local en forma de novela, y la segunda entrega nunca apareció. Naturalmente, no gané ningún premio.
—¿Estaba usted seguro, en aquel entonces, de que quería ser escritor?
—Sabía que quería ser escritor, pero no estuve seguro de que lo sería hasta los quince años más o menos. Ya había empezado, con poca modestia, a enviar cuentos a las revistas populares y a las literarias. Ningún escritor, por supuesto, olvida jamás su primera aceptación; pero un buen día, cuando yo tenía diecisiete años, recibí la primera, la segunda y la tercera en el correo del mismo día. Ah, créamelo usted, ¡eso de saltar de gusto no es una simple frase!
—¿Qué escribió usted primero?
—Cuentos. Y mis ambiciones más firmes giran todavía alrededor de ese género. Creo que el cuento, cuando es explorado seriamente, es el más difícil y el más riguroso de los géneros en prosa existentes. Todo el control y la técnica que yo pueda tener se lo debo enteramente a mi adiestramiento en ese género.
—¿Qué significa exactamente «control» para usted?
—Significa mantener un dominio estilístico y emocional sobre el material. Llámelo preciosismo si gusta y mándeme al demonio, pero yo creo que un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración -especialmente al final- o por un error en la división de los párrafos y hasta en la puntuación. Henry James es el maestro del punto y coma. Hemingway es un parrafista de primer orden. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una mala oración. No me propongo implicar que practico con éxito lo que predico. Lo intento, eso es todo.
—¿Cómo se llega a dominar la técnica del cuento?
—Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se puede generalizar acerca de ellos sobre una base de dos-más-dos-son-cuatro. Hallar la forma correcta para un cuento es sencillamente descubrir la manera más natural de contarlo. El modo de probar si un escritor ha intuido o no la forma natural de su cuento consiste sencillamente en esto: después de leer el cuento, ¿puede uno imaginárselo en una forma diferente, o silencia el cuento la imaginación de uno y parece absoluto y definitivo? Del mismo modo que una naranja es definitiva, algo que la naturaleza ha hecho de la manera precisamente correcta.
—¿Hay recursos que uno pueda utilizar para mejorar la técnica?
—El único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si uno nace conociéndolas, magnífico. Si no, hay que aprenderlas. A continuación hay que reordenarlas a conveniencia de uno. Aun Joyce, el más radical enemigo de las reglas entre nosotros, era un artífice consumado; pudo escribir Ulises porque escribió Dublinenses. Hay demasiados escritores que parecen pensar que escribir cuentos no es más que una manera de ejercitar la mano. Bueno, en esos casos es seguro que lo único que están ejercitando es la mano.
—¿Recibió usted muchos estímulos en esos primeros tiempos? Y si los recibió, ¿de quiénes provinieron?
—¡Dios santo! Me temo que al hacer esa pregunta se ha comprometido usted a tener que escuchar una epopeya. La respuesta es un nido de víboras de negativas y unas cuantas afirmativas. Mire usted, no totalmente, pero sí en gran medida, mi infancia transcurrió en regiones del país y entre personas que carecían de toda actitud cultural. Lo cual probablemente no fue malo, a la larga. Me endureció desde muy temprano para nadar contra la corriente; en verdad, en algunos aspectos desarrollé los músculos de una verdadera barracuda, especialmente en el arte de lidiar con los enemigos, un arte que no es menos necesario que el de saber apreciar a los amigos. Pero volviendo atrás: naturalmente, en ese medio, yo era considerado un tanto excéntrico, lo cual era bastante justo, y, además, estúpido, lo cual resentía adecuadamente. Con todo, despreciaba la escuela -o más bien las escuelas, pues me la pasaba cambiando de una a otra- y año tras año reprobaba las materias más sencillas, por pura aversión y fastidio. Faltaba a clases cuando menos dos veces por semana y a cada rato me escapaba de la casa. Una vez me fugué con una amiga que vivía en la casa de enfrente: una muchacha mucho mayor que yo que posteriormente alcanzó cierta fama porque asesinó a media docena de personas y fue electrocutada en Sing Sing. La llamaron la «Asesina de Corazones Solitarios». Pero ya estoy yéndome por la tangente otra vez. Bueno, finalmente, cuando tenía unos doce años, si no recuerdo mal, el director de la escuela a la que asistía visitó a mi familia y le dijo que en su opinión, y en la de los demás maestros, yo era «subnormal». Pensaba que lo sensato y humanitario era enviarme a alguna escuela especial para chiquillos retrasados. Aparte de lo que hayan pensado en su fuero interno, mis parientes se dieron oficialmente por ofendidos y, en un esfuerzo por probar que yo no era subnormal, me mandaron sin pérdida de tiempo a una clínica de estudios psicoanalíticos en una universidad del Este del país, donde me examinaron el Cociente de Inteligencia. El examen me divirtió enormemente y… ¿ sabe usted qué?… regresé a casa proclamado genio por la ciencia. No sé quién se sintió más abrumado, si mis antiguos maestros, que se negaron a creerlo, o mis parientes, que no quisieron creerlo: todo lo que querían que les dijeran era que yo era un simpático muchachito normal. ¡Ja, ja! Pero, por lo que a mí tocaba, me sentía sumamente complacido: me la pasaba mirándome en los espejos y chupándome los carrillos y diciéndome: «Pues sí, jovencito, tú y Flaubert… o Maupassant o Mansfield o Proust o Chéjov o Wolfe», según quién fuera el ídolo del momento.
»Empecé a escribir con un empeño tremendo: mi mente zumbaba la noche entera, todas las noches, y no creo que haya dormido realmente durante varios años. Cuando menos hasta que descubrí que el whisky me sosegaba. Era demasiado joven -tenía quince años- para poder comprarlo con mi propio dinero, pero contaba con unos cuantos amigos mayores que eran sumamente complacientes en ese sentido y no tardé en llenar una maleta con botellas, con botellas de todo: desde brandy de zarzamoras hasta whisky Bourbon. Guardaba la maleta en un ropero y bebía sobre todo por la tarde; después masticaba un puñado de Sen Sen y bajaba a cenar al comedor, donde mi comportamiento, caracterizado por largos silencios y miradas vidriosas, se convirtió gradualmente en motivo de consternación general. Uno de mis parientes solía decir: ‘Realmente, si no fuera porque sé que es absurdo, juraría que está borracho perdido’. Bueno, claro está que esa pequeña comedia, si tal era, terminó con el descubrimiento de la maleta y un relativo desastre; y pasó mucho tiempo antes de que volviera a tocar una gota. Pero parece que ya me volví a apartar de nuestro tema. Usted preguntaba por los estímulos. La primera persona que me ayudó verdaderamente fue, cosa extraña, una maestra. Una maestra de inglés que tuve en la escuela secundaria, llamada Catherine Wood. Ella apoyó mis ambiciones en todas las formas, y siempre le estaré agradecido. Más tarde, desde el momento en que empecé a publicar, recibí todo estímulo que cualquier persona podría desear, especialmente de parte de Margarita Smith, encargada de la sección de textos narrativos de la revista Mademoiselle, de Mary Louise Aswell, de Harper’s Bazaar, y de Robert Linscott, de la editorial Random House. Habría que ser un glotón, en realidad, para pedir mejor suerte de la que tuve al comienzo de mi carrera.»
—¿Esos tres editores que usted acaba de mencionar lo estimularon simplemente comprando sus trabajos o también lo ayudaron con sus críticas?
—Bueno, no puedo imaginar que haya algo más estimulante que el hecho de que alguien le compre a uno sus trabajos. Yo nunca escribo -en verdad soy físicamente incapaz de escribir- nada que piense que no me pagarán. Pero, en realidad, las personas mencionadas, y algunas otras también, fueron todas ellas muy generosas con sus consejos.
—¿Le gusta a usted algo de lo que escribió hace mucho tiempo tanto como lo que está escribiendo ahora?
—Sí. Por ejemplo, el verano pasado leí mi novela Otras voces, otros ámbitos por primera vez desde que fue publicada hace ocho años, y en buena medida fue como si estuviera leyendo algo escrito por otra persona. La verdad es que soy un extraño para ese libro; la persona que lo escribió parece tener muy poco en común con mi ser actual. Nuestras mentalidades, nuestras temperaturas internas, son completamente diferentes. Pese a la torpeza de la expresión, el libro tiene una intensidad asombrosa, un verdadero voltaje. Me da mucho gusto haber podido escribir el libro cuando lo escribí; de lo contrario nunca lo habría escrito. También me gustan “The Grass Harp” y algunos de mis cuentos, aunque no “Miriam”, que es un truco hábil pero nada más. No, prefiero “Children on Their Birthdays” y “Shut a Final Door”. Y algunos otros, especialmente uno que no parece gustarle a mucha gente, “Master Misery”, que figura en mi colección A Tree of Night.
—Usted publicó un libro sobre el viaje de los artistas de Porgy and Bess a Rusia. Una de las cosas más interesantes en relación con el estilo es su insólita objetividad, incluso en comparación con los reportajes de los periodistas que han pasado muchos años consignando sucesos en una forma imparcial. Uno tiene la impresión de que esta versión debe de haber sido tan aproximada a la verdad como puede lograrse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente cuando se considera que la mayor parte de la obra de usted se caracteriza precisamente por su carácter personal.
—En realidad, no pienso que el estilo de ese libro, Se oyen las musas, difiera notablemente de mi estilo novelístico. Tal vez el contenido, el hecho de que se refiere a sucesos reales, lo haga parecer así. Después de todo, es un reportaje directo, y al escribir reportajes uno se ocupa de la literalidad y las superficies, de la implicación sin el comentario. En el reportaje no se pueden lograr las profundidades inmediatas que pueden lograrse en la literatura novelística. Sin embargo, una de las razones que me han movido a escribir reportajes es la de probar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Pero creo que mi método novelístico es igualmente objetivo: la actitud emocional me hace perder el control literario. Tengo que agotar la emoción antes de sentirme lo suficientemente clínico para analizarla y proyectarla, y por lo que a mí se refiere esa es una de las leyes de la adquisición de una verdadera técnica. Si mi literatura novelística parece más personal es porque ella depende del área más personal y reveladora del artista: su imaginación.
—¿Cómo agota usted la imaginación? ¿Se trata únicamente de pensar la historia durante cierto tiempo o hay otras consideraciones?
—No, no creo que sea solo cuestión de tiempo. Suponga que usted se pasa una semana comiendo solo manzanas. Indiscutiblemente usted agota su apetito por las manzanas y sin duda alguna sabe cuál es su sabor. Cuando yo me pongo a escribir un cuento, tal vez ya no siento ninguna hambre de ese cuento, pero considero que conozco perfectamente su sabor. Los artículos sobrePorgy and Bess no tienen ninguna relación con este asunto. Eso era reportaje y las «emociones» no tenían mucho que ver, cuando menos con los territorios difíciles y personales del sentimiento a que me refiero. Creo recordar haber leído que Dickens, a medida que escribía, se moría de risa con su propio humorismo y derramaba lágrimas sobre toda la página cuando uno de sus personajes moría. Mi propia teoría es que el escritor debe haber gozado su ingenio y secado sus lágrimas mucho, mucho antes de proponerse suscitar reacciones similares en un lector. En otras palabras, creo que la mayor intensidad en el arte en todas sus formas se alcanza con una cabeza dura, fría y deliberada. Por ejemplo, Un corazón sencillo, de Flaubert. Un cuento sentido. Escrito sentidamente; pero solo podía ser la obra de un artista muy consciente de las técnicas verdaderas, es decir, de las necesidades. Estoy seguro de que en algún momento Flaubert debe de haber sentido el cuento muy intensamente, pero no cuando lo escribió. O, para tomar un ejemplo más contemporáneo, considere esa maravillosa novela corta de Katherine Anne Porter, El vino de mediodía. Tiene tanta intensidad, tanta fuerza de actualidad… y, sin embargo, el estilo está tan controlado y los ritmos interiores del relato son tan inmaculados, que yo estoy bastante seguro de que la autora estaba a cierta distancia de su material.
—¿Han sido escritos sus mejores cuentos o libros en momentos relativamente tranquilos de su vida o trabaja usted mejor debido a la tensión emocional o a despecho de ella?
—Tengo la ligera sospecha de que no he vivido un solo momento de tranquilidad, a menos que cuente el que produce un nembutal ocasional. Aunque, ahora que pienso en ello, pasé dos años en una casa muy romántica en lo alto de una montaña en Sicilia, y supongo que ese periodo podría considerarse tranquilo. Fue tranquilo, Dios lo sabe. Allí escribí El arpa de hierba. Pero debo decir que un poco de tensión, como la que se deriva del empeño de acabar un trabajo dentro de un plazo dado, me viene bien.
—Usted ha vivido en el extranjero durante los últimos ocho años. ¿Por qué decidió regresar a los Estados Unidos?
—Porque soy norteamericano y nunca podría ser, ni tengo ganas de ser, otra cosa. Además, me gustan las ciudades, y Nueva York es la única ciudad-ciudad verdadera. Con excepción de un período de dos años, regresé a los Estados Unidos cada uno de esos ocho años, y nunca me sentí un expatriado. Para mí, Europa fue un método de adquirir una perspectiva y una educación, un escalón hacia la madurez. Pero la ley del rendimiento menguante es una realidad, y hace unos dos años empecé a sentir sus efectos: Europa me había dado muchísimo, pero de repente sentí que el proceso empezaba a invertirse; me estaba quitando en vez de darme. Así que regresé, sintiéndome bastante crecido y capaz de establecerme donde están mis raíces, lo cual no quiere decir que haya comprado una butaca y me haya petrificado. De ninguna manera. Me propongo seguir viajando mientras las fronteras permanezcan abiertas.
—¿Lee usted mucho?
—Demasiado. Y cualquier cosa, incluidas las etiquetas, las recetas de cocina y los anuncios. Soy un apasionado de los periódicos: leo todos los diarios de Nueva York todos los días y, además, las ediciones dominicales y varias revista extranjeras. Las que no compro las leo de pie en los puestos de revistas. Leo un promedio de cinco libros a la semana: una novela de extensión normal me lleva unas dos horas. Disfruto las novelas de misterio y me gustaría escribir una algún día. Aunque prefiero las buenas novelas, durante los últimos años mis lecturas parecen haberse concentrado en las cartas, los diarios y las biografías. No me molesta leer mientras estoy escribiendo, es decir, que no me sucede que mi pluma empiece a escribir de repente con el estilo de otro escritor. Aunque una vez, durante un prolongado periodo de lectura de James, mis propias oraciones se hicieron terriblemente largas.
—¿Qué escritores han influido más en usted?
—Que yo sepa conscientemente, nunca me he sentido bajo ninguna influencia literaria directa, aunque varios críticos me han informado que mis primeras obras están en deuda con Faulkner y Eudora Welty y Carson McCullers. Es posible. Yo soy un gran admirador de los tres, y de Katherine Anne Porter también. Pero no creo, cuando los examino cuidadosamente, que tengan mucho en común entre sí, ni conmigo, excepto que todos nacimos en el Sur. El momento ideal, si es que no el único, para sucumbir a Thomas Wolfe es entre los trece y los dieciséis años. Wolfe me parecía un gran genio entonces, y todavía me lo parece, aunque ya no puedo leer una sola línea suya. Del mismo modo han muerto otras pasiones juveniles: Poe, Dickens, Stevenson. Los amo en el recuerdo, pero los encuentro ilegibles. Los entusiasmos que permanecen constantes son: Flaubert, Turguenev, Chéjov, Jane Austen, James, E. M. Forster, Maupassant, Rilke, Proust, Shaw, Willa Cather… oh, la lista es demasiado larga, así que la terminaré con James Agee, un hermoso escritor cuya muerte hace más de dos años fue una verdadera pérdida. La obra de Agee, por cierto, fue muy influida por el cine. Yo creo que la mayoría de los escritores jóvenes han aprendido y tomado mucho del aspecto visual, estructural, de la técnica cinematográfica. Ese ha sido mi caso.
—Usted ha escrito para el cine, ¿no es cierto? ¿Cómo le fue?
—Me divertí de lo lindo. Cuando menos la única película que escribí me hizo gozar enormemente. Trabajé en ella con John Huston mientras la película estaba en proceso de filmación en Italia. Algunas veces escribía en el mismo set las escenas que estaban a punto de filmarse. Los actores parecían volverse locos; algunas veces el propio Huston no parecía saber lo que estaba pasando. Naturalmente, las escenas había que escribirlas partiendo de una secuencia, y hubo momentos especiales en que yo llevaba en mi cabeza el único esquema real del llamado argumento. ¿Usted nunca vio esa película? Oh, debería verla. Es una broma estupenda, aunque me temo que al productor no le haya hecho gracia. Al diablo con él. Cada vez que la exhiben en un cine de segunda corrida voy a verla y paso un gran rato. Hablando en serio, sin embargo, no creo que un escritor tenga muchas posibilidades de imponerse en una película a menos que trabaje en íntima relación con el director o que él mismo sea el director. El cine es en tal medida un medio de expresión del director que solo ha producido un escritor que, trabajando exclusivamente como guionista, puede considerarse como un genio del cine. Me refiero a ese tímido y encantador pequeño campesino que se llama Zavattini. ¡Qué sentido visual! El ochenta por ciento de las buenas películas italianas fueron hechas con guiones de Zavattini: todas las películas de De Sica, por ejemplo. De Sica es un hombre encantador, una persona talentosa y profundamente refinada; ello no obstante, es sobre todo un megáfono para Zavattini, sus películas son absolutamente creaciones de Zavattini: cada matiz, cada actitud, cada detalle está indicado claramente en los guiones de Zavattini.
—¿Podría usted mencionar algunos de sus hábitos de trabajo? ¿ Usa usted un escritorio? ¿Escribe a máquina?
—Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o en un diván y con un cigarrillo y café a la mano. Tengo que estar chupando y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, cambio de café a té de menta y de jerez a martinis. No, no uso máquina de escribir. No al comienzo. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz).
Después hago una revisión completa, también a mano. Esencialmente, me considero un estilista, y los estilistas son notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Las obsesiones de este tipo, y el tiempo que me quitan, me irritan hasta lo indecible.
—Usted parece establecer una distinción entre los escritores que son estilistas y los que no lo son. ¿A cuáles autores llamaría estilistas y a cuáles no?
—¿Qué es el estilo? ¿Y «qué es», como pregunta el Zen Koan, «el sonido de una mano»? Nadie lo sabe realmente, sin embargo, uno lo sabe o no lo sabe. Para mí, si usted me permite una pequeña imagen un tanto simplista, el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, en mayor grado que el contenido de su obra. En cierta medida todos los escritores tienen estilo: Ronald Firbank, el pobrecito, apenas tenía otra cosa, y gracias a Dios se dio cuenta de ello. Pero la posesión del estilo, de un estilo, es a menudo un impedimento, una fuerza negativa, no como debería ser, y como es, pongamos por caso, en E. M. Forster, Colette, Flaubert, Mark Twain, Hemingway e Isak Dinesen: un refuerzo. Dreiser, por ejemplo, tiene un estilo… pero, ¡oh, Dio è buono! Y Eugene O’Neill. Y Faulkner, con todo lo brillante que es. Todos ellos me parecen triunfos sobre estilos fuertes pero negativos, estilos que no añaden nada realmente a la comunicación entre el escritor y el lector. Y también existe el estilista sin estilo, lo cual es muy difícil, muy admirada y siempre muy popular: Graham Greene, Maugham, Thornton Wilder, John Hersey, Willa Cather, Thurber, Sartre (recuerde usted que no estamos discutiendo el contenido), J. P. Marquand, etcétera. Pero, sí, sí existe ese animal que es el no-estilista. Solo que no son escritores; son mecanógrafos. Mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos. Bueno, ¿quiénes son algunos de los escritores jóvenes que parecen estar enterados de que el estilo existe? P. H. Newby, Francoise Sagan, en cierta medida. Bilí Styron, Flannery O’Connor. .. ¡ah, esa muchacha tiene algunos momentos extraordinarios! James Merrill. William Goyen… si dejara de ser histérico. J. D. Salinger, especialmente en la tradición del estilo coloquial. ¿Colin Wilson? Otro mecanógrafo.
—Usted dice que Ronald Firbank apenas tenía algo más que estilo. ¿Cree usted que el estilo por sí solo puede hacer que un escritor sea grande?
—No, no lo creo… aunque, podría argumentarse: ¿qué le sucedería a Proust si lo separáramos de su estilo? El estilo nunca ha sido el punto fuerte de los escritores norteamericanos. Y eso a pesar de que algunos de los mejores estilistas han sido norteamericanos. Hawthorne fue un buen arranque para nosotros Y durante los últimos treinta años, Hemingway, por lo que al estilo se refiere, ha influido en más escritores en escala mundial que ningún otro escritor. En la actualidad, creo que nuestra propia señorita Porter sabe tan bien como cualquiera de qué se trata.
—¿Puede un escritor aprender el estilo?
—No, no creo que el estilo sea algo a lo que se llegue conscientemente, como tampoco llegamos al color de nuestros ojos. Al fin y al cabo, su estilo es usted. En última instancia la personalidad de un escritor tiene mucho que ver con la obra. La personalidad tiene que estar humanamente presente. Personalidad es una palabra envilecida, ya lo sé, pero es lo que yo quiero decir. La humanidad individual del escritor, su palabra o su gesto frente al mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entre en contacto con el lector. Si la personalidad es vaga o confusa o meramente literaria, cha ne va pas. Faulkner, McCullers son escritores que proyectan su personalidad de inmediato.
—Resulta interesante que su obra haya sido tan ampliamente elogiada en Francia. ¿Cree usted que el estilo es traducible?
—¿Por qué no? Siempre que el autor y el traductor sean gemelos artísticos
—Bueno, me temo que lo interrumpí a usted con su cuento todavía manuscrito a lápiz. ¿Qué sucede a continuación?
—Déjeme ver, ese era el segundo borrador. Entonces mecanografío un tercer borrador en papel amarillo, un tipo muy especial de papel amarillo, ¿sabe usted? No, no salgo de la cama para hacer esto último. Mantengo la máquina sobre mis rodillas. Ah, sí, lo hago muy bien: escribo cien palabras por minuto. Bueno, cuando el borrador en papel amarillo está listo, guardo el manuscrito durante algún tiempo, una semana, un mes, a veces más. Cuando vuelvo a sacarlo, lo leo tan fríamente como sea posible, después se lo leo a uno o dos amigos y decido qué cambios quiero hacerle y si deseo publicarlo o no. He echado a la basura unos cuantos cuentos, una novela entera y la mitad de otra. Pero si todo marcha bien, mecanografío la versión definitiva en papel blanco y ahí acaba todo.
—¿Está el libro completamente organizado en su cabeza antes de que usted lo comience, o se desarrolla sorprendiéndolo a usted mismo a medida que lo escribe?
—Las dos cosas. Yo tengo invariablemente la ilusión de que todo el desarrollo de un relato, su comienzo, su parte intermedia y su término, ocurren de manera simultánea en mi mente, como si lo viera en un solo relámpago. Pero en la elaboración y la redacción se producen sorpresas infinitas. Gracias a Dios que es así, porque la sorpresa, el sesgo repentino, la frase que se presenta en el momento preciso sin que se sepa de dónde viene, son el dividendo inesperado, el jubiloso empujoncito que mantiene activo a un escritor.
»Hubo una época en que yo usaba un cuaderno de apuntes en el que hacía esquemas de cuentos. Pero descubrí que eso marchitaba de algún modo la idea en mi imaginación. Si la idea es lo suficientemente buena, si de veras le pertenece a uno, entonces no se puede olvidar: lo acosará a uno hasta que la escriba.»
—¿Qué porción de su obra es autobiográfica?
—Una porción muy reducida, en realidad. Una parte pequeña es sugerida por incidentes y personajes reales, aunque todo lo que un escritor escribe es en cierto sentido autobiográfico. El arpa de pasto es lo único que he escrito tomándolo de la realidad, y naturalmente todo el mundo pensó que era inventado y se imaginó que Otras voces, otros ámbitos era una obra autobiográfica.
—¿Tiene usted algunas ideas o proyectos definidos para el futuro?
—(Meditabundo) Bueno, sí, creo que sí. Siempre he escrito lo que era más fácil para mí hasta ahora. Quiero intentar algo distinto, una especie de extravagancia controlada. Quiero usar más mi mente, usar muchos colores. Hemingway dijo una vez que cualquiera puede escribir una novela en primera persona. Yo sé exactamente lo que él quería decir.
—¿Lo han tentado a usted algunas de las otras artes?
—No sé si es un arte, pero durante varios años padecí el gusanillo del teatro y, más que ninguna otra cosa, quise ser bailarín de zapateado. Solía practicar mi buck-and-wing hasta que todos en la casa sentían ganas de matarme. Más tarde ansié tocar la guitarra y cantar en clubs nocturnos. Hice ahorros para comprar una guitarra y tomé lecciones durante todo un invierno, pero a fin de cuentas lo único que aprendí a tocar bien fue una pieza de aprendiz llamada “I Wish I Were Single Again”. Me cansé tanto del asunto que un día le regalé la guitarra a un desconocido en una terminal de autobuses. También me interesó la pintura y estudié durante tres años, pero me temo que me faltaba el fervor, la vrai chose.
—¿Cree usted que las críticas sirven de algo?
—Antes de publicar, y siempre y cuando provengan de personas en cuyo juicio uno confíe, sí, por supuesto, la crítica ayuda. Pero después que algo es publicado, todo lo que deseo leer o escuchar son elogios. Lo que no lo sea me aburre, y le daré a usted cincuenta dólares si me muestra a un escritor que pueda decir honradamente que las majaderías o las opiniones condescendientes de los autores de reseñas le han servido de algo. No quiero decir que ninguno de los críticos profesionales merezca atención, pero pocos de los buenos reseñan sobre una base uniforme. Yo creo, más que nada, en el endurecimiento contra la opinión ajena. Yo he recibido y sigo recibiendo ataques, algunos de ellos sumamente personales, pero ya no me irritan. Puedo leer el libelo más injurioso contra mi persona sin que se me altere una sola vez el pulso. Y en relación con esto tengo un consejo que dar: nunca hay que rebajarse contestándole a un crítico, nunca. Las respuestas puede uno escribirlas mentalmente, pero nunca debe ponerlas en el papel.
—¿Cuáles son algunas de sus extravagancias personales?
—Supongo que mi creencia en las supersticiones podría considerarse una extravagancia. No puedo dejar de sumar todos los números: hay algunas personas a las que nunca llamo por teléfono porque sus números suman una cifra de mal agüero. También rechazo ciertos cuartos de hoteles por la misma razón. No tolero la presencia de rosas amarillas, lo cual es algo triste porque son mis flores favoritas. No puedo soportar tres colillas en el mismo cenicero. No viajo en un avión con dos monjas. No comienzo ni termino nada un viernes. La lista sería interminable. Pero derivo una especie de curiosa comodidad obedeciendo estos conceptos primitivos.
—Usted ha sido citado en el sentido de que sus pasatiempos predilectos son «conversar, leer, viajar y escribir, en ese orden». ¿Lo afirma usted literalmente?
—Creo que sí. Cuando menos, estoy bastante seguro de que la conversación siempre es lo más interesante para mí. Me gusta escuchar y me gusta hablar. Pero, bueno, muchacha, ¿todavía no se ha dado usted cuenta de que me gusta hablar?