Cuando el autor de San Sebastián —que es parte de una generación que ya tiene años de ruedo pero que todavía no penetra por completo el mainstream— grabó para el programa Puro Chile de TVN.
Estoy en el estudio 1 de TVN mientras se graba Puro Chile. Es un lugar espacioso y ambientado con austeridad para la ocasión. Luz tenue, muebles vintage, un inevitable aire al set de Jools Holland. El esquema del programa: solistas y grupos locales tocando en vivo, varios nombres en cada episodio, tres canciones por invitado, una de ellas debe ser algún clásico nacional. Sencillo. La cartelera de hoy: Fernando Milagros, Gepe y Ases Falsos.
Antes de que las cámaras empiecen a rodar, echo la talla con Cristóbal Briceño y el director del espacio, Rodrigo Sepúlveda, que nos cuenta las desventuras de llamarse igual que el insufrible comentarista deportivo de Mega. Cuando le comento a Briceño que soy periodista, la expresión de su cara se enfría y deja de ser simpático conmigo. No se acordaba de los porros que me bolseó después de un concierto, cuando Juventud Americana recién había salido. Le falla la memoria, pero a mí no. Esa vez me dijo que la prensa le daba mala espina; ahora se nota que de verdad la detesta. Cómo culparlo, el gremio se la tiene bien ganada.
«¿Y qué mono pintai tú acá?», pregunta. Las pruebas de sonido boicotean mi respuesta y Briceño aprovecha para desmarcarse del intruso. ¿Qué mono pintaba yo ahí? En breve: andaba haciendo una nota, esta nota. En extenso: llegué invitado por Fernando Milagros, que unas noches antes no sabía qué canción versionar y me pidió una sugerencia por el chat de Facebook. Pensé que su voz adolorida podría hacerle justicia a “Baño de mar a medianoche” de Cecilia, no me costó nada imaginarlo gritando «peeeeeeeenaaaaaaaa». Argumenté, además, que no son tantas las ocasiones en que un hombre tributa a una mujer porque lo común es que sea al revés. Milagros me encontró razón y esa fue su elegida para el programa.
Esperar que la tocara fue como ser chico de nuevo. Un momento de la infancia que atesoro fue cuando mi tía Keka me explicó que, usando un cassette, uno podía grabar temas de la radio. Qué manera de pasar horas y horas esperando que sonaran los que yo quería. Esto era lo mismo: la única forma de concretar mi deseo musical era armarme de paciencia, resistir la ansiedad desde mediodía hasta, más o menos, las siete de la tarde. No quedaba otra.
El cóver resultó un éxito en el único sistema de medición disponible: las palmas espontáneas del público presente. En la banda de Milagros toca el bajo Seba Orellana, la mitad del dúo La Big Rabia, que ya cuenta con experiencia en el repertorio de La Incomparable: tienen una versión de “Dilo calladito”. Orellana ronca fuerte en la nueva y bigrrabiesca “Baño de mar a medianoche”. Quizás me hubiese gustado una adaptación todavía más malherida, pensando en lo mucho que disfruto cuando Milagros se agiganta y canaliza una agonía inmensa, aunque la verdad es que mi capacidad de análisis se diluyó las dos veces seguidas que el tema fue tocado. Estaba maravillado por lo que ocurría: un cantante que me gusta ejecutando una idea que a mí se me ocurrió. Podría llevar montones de años más trabajando en la música, pero nunca voy a dejar de ser, antes de cualquier cosa, un fan. Quedé sobrecogido por la situación.
¿Somos amigos o no somos amigos?
Con Milagros hemos estado en distintos frentes. Nos conocimos cuando empezó a hablar sobre el entonces venidero San Sebastián y me concedió una entrevista para Extravaganza. A mí no me gustaban los dos títulos que llevaba a la fecha, Vacaciones en el patio de mi casa y Por su atención gracias, pero pude verlo en Estudio Elefante dando un concierto soberbio, inmortalizado en el CD En Estudio Elefante, su primer lanzamiento para el sello Quemasucabeza. Fue ahí donde pude apreciar su oscuridad, un rasgo fortalecido en San Sebastián, que daba vueltas alrededor de asuntos como el abandono y la desolación.
Perdí la cabeza por ese disco y terminamos entablando brevemente otro tipo de nexo: entre artista y asesor de prensa, o consultor, o algo así. Qué importa. El punto es que pude conocerlo dentro de un marco laboral, y eso luego derivó espontáneamente en fraternidad. Recuerdo haber estado en su departamento cerca del Parque Bustamante y obligarlo a darle play una y otra vez a la bellísima “One for Strenght” de Bahía Inútil, un proyecto al que entonces pertenecía y que recién estaba partiendo. O haber conversado en la cocina de ese mismo depa con Rodrigo Santis sobre la promoción del disco. Cuando Milagros se fue a vivir a una casa en Macul, en plan familiar incluyendo pareja e hijastro, yo estaba instalado cerca suyo, en Avenida Grecia, y fui atendido como un rey de visita en su casa.
Ese agasajo tuvo lugar cuando Nuevo sol ya era una realidad concreta. Al contrario de San Sebastián, un reflejo abstracto del Chile post terremoto y del mundo en la víspera del apocalíptico 2012, el cuarto álbum de estudio de Milagros no resultaba tan coyuntural, sino más bien íntimo, romántico, determinista, pegado en la idea del destino. A mí me pareció que el giro funcionaba bien y fui benevolente cuando lo comenté. No era una obra maestra como el anterior, pero daba pasos en la dirección correcta: abrazaba el latinoamericanismo, mostraba ambición de masividad, estaba muy bien conceptualizado y resuelto.
Confiaba por entero en la brújula de Milagros… hasta que fui a cubrir el lanzamiento del disco en el Club Chocolate. Llegué con altas expectativas. Había tenido la suerte de estar en el lanzamiento de San Sebastián y fue uno de los mejores conciertos nacionales que he visto en mi vida. Escalofriante. De antemano entendía que no iba a ver lo mismo, considerando el tono más luminoso de Nuevo sol, pero lo que me llevé fue una absoluta decepción.
El lugar, de partida, no apañaba en lo más mínimo. A cada lado del escenario, una barra en la que un montón de indolentes ni se daban por enterados de que había un concierto y pedían copete a grito pelado. La minuciosidad del lanzamiento de San Sebastián fue reemplazada por un desorden que hacía ver todo menos importante de lo que realmente era. Interpreté cada señal como un retroceso, una preocupante involución. Llegué a mi casa, miré mis apuntes, pensé en cómo plantear por escrito lo que había visto y me puse a tipear. No consideré, ni considero, que el texto fuese injusto. Milagros discrepó. Mucho. Dejó de hablarme. Ley del hielo para Panes. Admito que me cuestioné el asunto de la amistad entre músicos y periodistas, pero volví a la misma conclusión de siempre: por mucho que uno como observador quiera evadir los vínculos emocionales con los sujetos que cubre, la buena onda entre las personas no es tan abundante como para andar por la vida menospreciándola cuando surge. Ponerle freno es de una insensatez sideral.
Pasó harto rato entre la publicación de la discordia y Lollapalooza. Yo estaba en la zona de prensa cuando vi a Milagros caminar por ahí dando entrevistas. Se acercó a saludar como si nada hubiese pasado. Ahí supe que ya estábamos en buena otra vez y no hice preguntas. Confiaba en que se daría el momento para hablar sobre lo ocurrido.
Ese momento llegó el día en que fuimos a la tele.
«Aunque tuve el apoyo de Evolución, pasé los días previos al concierto pendiente de muchos detalles ajenos a lo musical. Fue agotador y no sentí en el momento que haya salido mal. Por otro lado, confío en ti, en tu palabra, entonces cuando vi lo que escribiste fue como ‘puta este culiao’,» me confiesa sobre el episodio. Desde que me dieron sobre azul en El Mercurio, cuando el diario decidió excluir de sus páginas la crítica musical, siento gran curiosidad por la gente que todavía le atribuye valor a ese trabajo. «¿Aún es importante la crítica musical?», le pregunto a Milagros. No duda en responder que sí. «Tal vez las cosas no son como antes, pero siempre va a ser necesario que haya personas ayudando a ordenar el caos, especialmente ahora en que todos los discos están a un clic de distancia».
En el nombre del padre
Antes de ir al canal, nos encontramos en la bomba de Eliodoro Yáñez con Infante. Milagros llega en auto. En el asiento trasero, una silla para bebé. Su reciente paternidad es tema sensible: «Mi hijo nació en nuestra casa, con una matrona. Se llama Gael Milagros porque yo me estoy cambiando el nombre y no voy a ser más Fernando Briones. Conocí a mi papá recién a los 29 años, ahora que tengo 34 decidí que no quiero seguir llevando su apellido». Conecto con lo que dice. También fui abandonado por mi padre y enterarme de todo esto consigue acercarme aun más a un repertorio que siempre he sentido, en parte, muy propio. «Chile es un país de guachos y mamás solteras. Es un asunto presente en muchas de las letras de mis canciones, es cosa de poner atención». Ahora sé por qué “Nahual” me eriza los pelos: «y mi padre vendrá / no es verdad». Pregunta inevitable: ¿Qué diría Gabriel Salazar?
El gesto paternal definitivo se llama Laguna y El Río, el grupo virtual de canciones dirigidas a niños, no necesariamente música infantil, al que ha estado dándole forma desde hace meses. Se trata de un proyecto inspirado directamente por el nacimiento de Gael: «Sentí que no había suficientes canciones para él y decidí hacerlas yo, así empezó todo, ahora estamos desarrollando los personajes para las canciones con una productora de dibujos animados, la que hizo Hostal Morrison en Canal 13». Le comento que, en potencia, podría ser un enorme proyecto multimedial. «Claro, podría existir en muchas dimensiones diferentes». Terminamos imaginando figuritas de acción, peluches, pósters, hasta un programa de TV. Laguna y El Río da para eso y mucho más. Tuve la suerte de escuchar una de las primeras maquetas y es una música que apela a los niños, sí, pero en ella sigue estando la oscuridad de Milagros.
Tal vez con Laguna y El Río Milagros pueda darle el palo al gato. Obtener algo más de figuración que le permita salir del limbo en el que se encuentra. Milagros es parte de una generación que ya tiene años de ruedo, pero que todavía no penetra por completo el mainstream. Por mucho que Javiera Mena salga en la Teletón en cadena nacional tomada de la mano de Lucho Jara. Por mucho que Gepe cante en Viña. Por mucho que Astro salga de gira a muchos países. Ninguno de ellos posee la figuración de, por ejemplo, Los Vásquez. Es más, sus números en YouTube, por ejemplo, no andan lejos de los de montones de raperos como Cevladé, Liricistas o Mamborap, que han logrado números parecidos sin el aparataje publicitario que los ha rodeado. Porque, digámoslo, la generación de Milagros ha gozado de amplia cobertura y del beneplácito de la prensa musical de nuestro país. Sin embargo, cuando llegamos a TVN, el guardia no tiene idea de quién es. «Soy Fernando Milagros» no es suficiente. «Soy un cantante, vengo a grabar», sirve un poco más. Cuando nos dan el visto bueno para entrar, Fernando me mira y dice «nadie me cacha, hueón».