Comentario de Dunkirk, de Christopher Nolan.
En Material rodante, un libro que me gusta mucho, el escritor chileno Gonzalo Maier escribe lo siguiente: «En todo caso, esperar es un arte engañoso». Para luego agregar: «Tal como el póquer y el ajedrez, la espera es un deporte psicológico y de largo aliento. Una gimnasia que requiere un entrenamiento especial y doloroso».
Todo esto porque ayer fui a ver Dunkirk y todavía no me recupero. Todo esto porque, más que sobre la guerra, o la experiencia de rescate, esta película me parece un tratado sobre la espera. Sobre ese «ejercicio especial y doloroso» del que habla Maier y que es particularmente relevante en una película, formato no muy dado a retratar esos tiempos. O no sin distraerse.
En Dunkirk, en cambio, todo lo que queda es esperar.
Porque las playas de la ciudad están llenas de filas y más filas de soldados esperando que los barcos vengan a buscarlos. Porque franceses e ingleses han sido derrotados brutalmente por los alemanes, y si bien Inglaterra casi puede verse a simple vista, eso solo hace todo más doloroso.
Las filas son enormes y las vemos a ras de suelo y desde las alturas. Un blanco fácil, como patitos esperando a ser disparados, como comenta en algún momento uno de los personajes.
Y la proeza de Nolan, me parece, es no intentar llenar esos tiempos de espera con anécdotas ni fórmulas de alivio. Aquí no hay una historia romántica en la que tal vez una enfermera se enamora de un soldado y entonces de la espera nos vamos a ese desarrollo y melodrama. Es más, solo aparecen, y por segundos, tres mujeres que ayudan en algunos de los barcos de rescate. Tampoco hay flashbacks redentores, que nos expliquen que la decisión desesperada de traicionar de alguno de los soldados, viene de un trauma profundo de su infancia, de la relación con un padre abusivo o vaya uno a saber qué otra cosa.
En Dunkirk hay un presente tenso (sin desvíos al pasado o al futuro) contado desde tres perspectivas: aire, tierra y agua. En la primera, un par de pilotos ingleses, sobrevuelan la bahía intentando proteger a quienes esperan, durante una hora. En la segunda, vemos a los soldados, en tierra: sus cascos, sus esperanzas y el comienzo de la desesperación mientras se encuentran, durante una semana, allí en la playa (eso y sus intentos de sobrevivir o desaparecer entre las olas). Por último, tenemos la mirada desde el agua, esa en la que un pequeño bote, comandado por un padre, su hijo y un ayudante, van hasta Dunkerque a rescatar posibles sobrevivientes. Todo en un día.
Y, frente a esto, el elemento que nos falta, claro: el fuego, traído por los alemanes que bombardean de cuando en cuando, así como también el que se presenta en otras instancias.
En un momento –uno de los tres en los que me habría ido de la sala, era tal la angustia de ver esta historia— un soldado, abandonado a su suerte en un mar cubierto de petróleo, se sumerge para evitar las bombas que, al caer el agua, hacen que todo arda. El soldado está ahí, aguantando la respiración, sabiendo que salir a la superficie para tomar aire solo significará morir pero de otra forma.
Y el tiempo ya se acaba.
Christopher Nolan se acerca a la realidad de la guerra, al terrible episodio que fue lo sucedido en Dunkerque, con paciencia y cuidado. Es una película de una belleza brutal, de cielos claros en medio del horror, de aviones surcando la pantalla en silencio. Pero también es una historia que dosifica, con un cálculo preciso, todo lo que entrega: los diálogos mínimos, los momentos de heroísmo triste y una desesperación tan dolorosamente humana. Una historia anclada en el presente, una observación, sin miramientos, de la realidad terrible de una guerra y ese ejercicio brutal que puede ser la espera.