Como nada lograba calmar al poeta Leonel Lienlaf, hubo que expulsarlo literalmente a patadas y combos.
El pasado 22 de enero fui, por decirlo de modo modesto, invitado y, por decirlo en forma un tanto jactanciosa, homenajeado por la Sociedad de Escritores de Chile —SECH—, en un encuentro vespertino titulado Asedios a Camilo Marks. La SECH no se caracteriza precisamente por su extrema rigurosidad, pero, al menos esta vez, sí que se distinguió por la dedicación, el esmero, el evidente respeto y, por qué negarlo, el cariño que todos los presentes me manifestaron. Paulina Correa, la brillante organizadora de esta jornada, compañera entrañable y miembro de mi taller literario hace años, distribuyó por el espacio virtual dos afiches con la convocatoria: en el primero de ellos, que contiene una de las mejores fotos que me han tomado —a pesar de que, sinceramente, detesto las fotos— aparezco rascándome la cabeza, con unos anteojos gigantescos y un pucho pegado en la boca, quizá mi marca registrada. El segundo me muestra en un retrato de estudio, sacado por una experta profesional en las oficinas de El Mercurio; desde luego, el diario detenta los derechos de autor de ese fotograma. No obstante, poco o nada le importó este asunto a la SECH y hasta el momento, no he sabido de acciones judiciales por esta transgresión al copyright. Creo que algo de despelote no le viene mal a nadie y, por lo demás, en la SECH son artistas consumados del despelote.
Confieso que al comienzo me sentí intimidado: un grupo de autores, básicamente mujeres, todas poetas, con excepción del narrador Jorge Calvo, me iban a someter a un interrogatorio literario-biográfico que me asustaba. Y la primera, la primerísima de mis entrevistadoras iba a ser la eximia, temperamental y profundamente feminista, profundamente original poetisa Carmen Berenguer. Como corresponde a una diva, Carmen se hizo esperar un tiempo y como corresponde a la María Callas de nuestras letras, fue la última de las personas anunciadas en hacer acto de presencia, tal como ocurre con Turandot, con Mimí o con Madama Butterfly en las óperas que protagonizan. Me di cuenta enseguida que no había razones para atemorizarse. Carmen pronunció un extenso discurso, del que solo recuerdo fragmentos, luego lanzó varias preguntas, que, por supuesto he olvidado, hasta el punto en que no supe bien lo que decía y culminó con los signos de interrogación del milenio: ¿qué tal me parecía el Premio Nacional de Literatura otorgado a Diamela Eltit? Aquí me sentí salvado, pues lancé una estentórea proclama en torno a una de mis novelistas favoritas. Tal vez estoy cometiendo un error, porque al repreguntarle a Carmen si le había contestado lo que ella planteaba, se frunció un poco, aun cuando tuvo la generosidad de decirme: hm, mm, hm, más o menos.
La SECH es la organización de escritores más antigua e importante de Chile y si bien ha pasado por malas y buenas rachas, ahora parecía estar en una época esplendorosa, bueno, esplendorosa en cuanto a lo que me tocó a mí. De hecho, hace décadas que soy miembro de la SECH, por más que acuda poco a sus actos y, por lo general, me limite a votar en las elecciones que se celebran cada dos años, pagando mis cuotas atrasadas con varios cheques a fecha. Tengamos en cuenta que tuvo entre sus miembros a Alberto Romero, Pablo Neruda, Manuel Rojas, Pedro Prado, Luis Sánchez Latorre, entre muchos otros nombres ilustres de hombres y mujeres de letras que, sin esfuerzo alguno, se me vienen a la cabeza. En los años 60, la revista Alerce, entonces su órgano oficial, publicó la primera traducción a otro idioma de un poema fundamental del siglo XX: Howl o Aullido, de Allen Ginsberg. Así que creo que tenía toda la razón del mundo para sentirme un sí es no es amilanado ante semejantes personajes.
Esa sensación se me pasó enseguida, ya que Malú Ortega, la coordinadora del evento, junto a Gregorio Angelcos, Mirka Arraigada, Ximena Troncoso, Reynaldo Lacámara, Alfredo Lavergne, Cecilia Palma, María Isabel Sepúlveda, Roberto Rivera y muchos otros rostros que colmaban el recinto de la calle Almirante Simpson número 7, eran, son rostros de amigos, rostros de personas queridas que realmente deseaban asediarme, ojo, asediarme y no acosarme. Y fue así, entre otros motivos, porque sus planteamientos, exceptuado el de Angelcos, que fue muy directo y sencillo, partían con un extensa perorata previa que, claro, al final terminaba con un abrupto cuestionamiento, de manera que yo, pendiente de la extensa introducción, era completamente incapaz de replicar. Con todo, creo que salí bien parado o al menos eso es lo que me han dicho las almas piadosas con las que he comentado esas imborrables dos horas dedicadas a la literatura, solo a la literatura.
Bueno, inevitablemente hubo quienes hicieron referencia a mi etapa como abogado de derechos humanos y como sus elogios y proclamas fueron tan hiperbólicos, tan desmesurados, fuera de ponerme colorado ante tanto halago inmerecido, hubo uno que otro pasajero momento en el que me sentí al lado de Simón Bolívar, José de San Martín o Bernardo O’Higgins. Por descontado, esto no le puede hacer daño a nadie y nadie puede sufrir por causa del sueño de una noche de verano.
Como es habitual, cuando la sesión de intervenciones de los escritores anunciados en la convocatoria llegó a su punto final, se pidió la participación del público. Muchos me expusieron múltiples inquietudes, dilemas, problemas de tipo político o moral, opiniones en torno a este o este otro autor o autora y, caía de su propio peso, la vasta mayoría de estos tanteos decían relación con mi oficio de crítico literario. Debo confesar que siempre esta es la parte más difícil que tengo que enfrentar cada vez que asisto a reuniones de esta naturaleza. Según la mayoría de los asistentes, la crítica chilena es una basura, pasa por un pésimo momento, está en manos de gente inescrupulosa, en fin, ha llegado a lo peor de lo peor. Nada gané con expresarles que de esto tienen la culpa las omnímodas y omnipresentes redes sociales, que sumen a la gente, sobre todo a los niños y a los muchachos, en adicciones incurables. Y nada obtuve al declararles que se trata de una situación pasajera. Y menos conseguí con aclararles que hay practicantes serios, que tenemos una historia única en el continente con respecto a la crítica literaria, que comprende a Emilio Vaisse, Raúl Silva Castro, Armando Donoso, Pedro Nolasco Cruz, Juan de Luigi, Luis Oyarzún, Hernán Díaz Arrieta –Alone-, Ricardo Latcham, Hernán del Solar, Ignacio Valente y tantos más. Por suerte, me sacó del apuro una señora muy bien vestida, quien me hizo hablarle acerca de Enrique Lafourcade, lo que me dio tema para unos cuantos minutos. Y para mayor suerte, otro joven, también elegante, quiso saber lo que yo pensaba en torno a Roberto Bolaño, lo que me dio tema para cerca de media hora.
La SECH posee una bien o tal vez mal ganada fama de ser un ente conflictivo. Les recordé cuando, hace ya numerosos años, Adolfo Couve se inscribió como socio, concurrió a la primera sesión en calidad de tal y no halló nada mejor que romper en el acto su carnet de miembro de esta venerable institución, para nunca jamás volver a poner los pies en Almirante Simpson número 7. Tuve la vana esperanza de que, en esta oportunidad, no sucedería lo mismo. Para variar, me equivoqué rotundamente.
El poeta Leonel Lienlaf, quien, al parecer, se encontraba en un estado de severa intemperancia, se obsesionó, desde el mismo instante del inicio de los asedios a mi personaje, con interrumpir a cada hombre o mujer que hablaba y exigir que lo oyeran. Paulina Correa le pasó el micrófono en varias oportunidades, pero era inútil: Lienlaf se enojaba más y más, hasta el punto de lanzarme, una y otra vez, el apellido Chadwick. Presumo que se refería a Andrés Chadwick, actual ministro del Interior y he llegado a creer que Lienlaf piensa, o pensaba en esos momentos, que yo soy su jefe de gabinete. Más tarde, me cayó la chaucha: claro, Chadwick tiene un grado de responsabilidad en el caso de Camilo Catrillanca y en la persecución en contra de los mapuches. Y ni qué decir tiene, en una de ésas yo también debo participar, de alguna manera, en estas luctuosas acciones perpetradas contra nuestros ancestros. El hecho es que, como nada lograba calmar a Leonel Lienlaf, un poeta muy reconocido y archilaureado, hubo que expulsarlo literalmente a patadas y combos. Este incidente, en todo caso, le dio un especial sabor a la velada, que terminó en un lujoso vino de honor.
Como yo me sentía cansado, me retiré antes, junto a la mejor compañía del mundo y nos fuimos a un restaurante peruano, donde rememoramos extensamente este inesperado y feliz veraneo en la SECH.