Reseña de Vida sexual de las plantas, de Sebastián Brahm.
Alguien me dijo alguna vez que el olor del pasto recién cortado es una llamada de auxilio. Que en ese olor delicioso se esconden, en realidad, mensajes para que otros organismos sepan que hay predadores cerca. Nunca he podido olvidarlo. Porque la imagen me parece terrible y, aún más, se me hace espantoso el malentendido. La mala lectura. En Vida sexual de las plantas, la película de Sebastián Brahm, la sensación es parecida: sentir que, en medio de tanta belleza, se esconde un enorme problema de comunicación, el peso de lo no dicho, de lo que no se entiende. Y es que, si juntáramos en un archivo de audio todos los diálogos de esta película, probablemente solo tendríamos unos cuantos minutos. Todo lo demás son esas imágenes —hermosas, brutales, desoladoras— que se quedan pesando en el silencio.
La historia es, a primera vista, sencilla. Bárbara (interpretada magníficamente por Francisca Lewin), una paisajista, está en una relación feliz con Guillermo (Mario Horton), abogado. Hasta ahí, todo bien. Juntos, van a las montañas, y ella aprovecha para fotografiar diversos especímenes vegetales.
Y, hasta ahí, todo bien.
Hasta que Bárbara quiere sacar una planta; hasta que Guille se ofrece a ir a buscarla. A pesar de la altura.
Y entonces todo cambia.
Porque Guille queda con secuelas graves de la caída. Porque la vida sexual de ambos se deteriora. Y ni la paciencia ni el amor son infinitos. Al menos, no aquí.
Y es entonces, interesantemente, que la película, de tantos silencios, de tantas escenas de Bárbara corriendo por un parque, de Bárbara mirando por la ventana de su auto, de Bárbara paseándose entre jardines, se transforma o, tal vez, nos deja ver lo que antes solo intuíamos. Que todo gira en torno a esta mujer extraña que se obsesiona con tener hijos y luego con múltiples métodos anticonceptivos, que se queda mirando a la vida con los ojos vacíos, cada vez más hundidos en sus cuencas.
La mirada de Bárbara duele, atraviesa, no da tregua. No hay donde esconderse de esos ojos.
Vida sexual de las plantas muestra, entre muchas cosas, la imposibilidad de la familia. Porque no se la quiere, porque se la quiere a destiempo, porque el reloj avanza y avanza y ya se hace difícil tomar ciertas decisiones. De ahí que no veamos a ningún padre, que la única madre —de Guille— tenga un amor capaz de desviar tornados pero tampoco entienda mucho; que no haya hermanos, nada. Personajes que arman familias del contacto con amigos, y ni siquiera eso. Cuyas conversaciones más extensas se dan durante la consulta con la ginecóloga. Personajes profundamente solos y a ratos también honestamente satisfechos con esa soledad. Y es que creo que no es equivocado decir que el personaje de Bárbara solo se ve feliz, realmente feliz, cuando está sola y corriendo. En medio de las plantas, sí, pero sin raíces.
Las plantas aquí están como decoración, como trasfondo y contrapunto. La vegetación que abunda en parques, que se aprisiona en maceteros, que da la ilusión de control en un jardín que se diseña con cuidado, que nos habla también de inmovilidad y cercanía con la muerte (cuando pensamos en etiquetas como «vegetal»). Una película donde el deseo es una enredadera que abraza pero también sofoca.
Vida sexual de las plantas deja una sensación rara en el espectador. De no haber entendido del todo, de no haber podido acercarse nunca —no realmente— al misterio y complejidad que es el personaje de Bárbara. Un deslumbrarse en una belleza apabullante que no logra apagar del todo esa llamada de auxilio.
Que se escucha despacito.
Y ya no se va nunca.