Ni la Onemi pudo medir la intensidad de su andar. Una historia de desamor a ras de piso.
Cuentos
Nuestro desencuentro fue un día de otoño, antes que acabara. Yo iba camino a mi trabajo y tú ibas camino a algún lugar que desconozco. Vestías ropa nueva y tenías tu pelo teñido de negro porque te seguía aburriendo el azul. Estaba soleado pero frío y algunas nubes adornaban un cielo de mayo. Saliste de tu casa, bonita y maquillada, como siempre; yo fui con mi tenida de oficina enfrentando a mis ojeras con la vanidad.
Se me había ocurrido lustrar mi calzado para ese día. Pensé que con el destello de su brillo podría llamar tu atención y así advirtieras mi marcha, pero llevabas puestos tus lentes de sol.
Sentí tu andar desde lejos cuando comenzó a retumbar el piso. Eran tus zapatos que tocaban el suelo como si cada paso que dieras fuese un terremoto. Una violenta manera con la que pude descifrar tu ubicación e intentar acercarme, pero mientras más me aproximaba, el movimiento de la tierra me hacía perder la estabilidad y tropezar cuando estaba por llegar a tu metro cuadrado.
No notaste mi presencia porque por el sentido de nuestras direcciones me dabas siempre la espalda. Ante tal dificultad, cada vez que doblabas en las esquinas, te esfumabas a momentos y gritaba tu nombre, pero el estruendo de tu transitar impidió que me escuchases. No quisiste desenfocar lo que tenías delante de los ojos. Tu obstinación era no pisar en falso. Y no lo hiciste.
Sonó una sirena. Me quedé quieto y percibí cómo te alejabas, al igual que la reverberancia de la alarma de emergencia que acudía al desastre que dejaste tras de ti. Perdí tus pasos y supe, cuando el lustrín dio su última sacudida a mis zapatos, que sería otro día sin verte.