Skrillex: doblarse y desdoblarse hasta partirse el estómago
Skrillex es feliz. Sonny Moore es feliz o por lo menos lo intenta. En repetidas entrevistas ha dejado en claro qué tipo de persona es y está difícil no creerle. Él busca lo bueno, bota lo malo. No se contamina, hace lo suyo e intenta que salga lo mejor posible. Porque hace música para pasarlo bien, no le interesa de otra forma y es esa energía, esa aura tan limpia de desagrados, lo primero que se siente una vez que se para detrás de su mesa de DJ.
Una sonrisa tímida y apareció en el Perry’s Stage con una bandera que bien conocemos, gritando “¡Fuerza mapuche!”. Luego giró una perilla, los parlantes comenzaron a explotar al mismo tiempo que chorreadas de humo salían disparadas al techo junto a cientos de pedacitos de papeles que, junto a unas tenues luces azules, daban una imagen que superaba hasta las postales.
El sideshow del viernes y la presentación del domingo tuvieron mucho en común, pero en Lollapalooza se desató. Todo lo suyo estaba. Las bases eran su EP “Scary Monsters and Nice Sprites” (2010) que continuamente se mezclaban con canciones como “Welcome to Jamrock” de Damian Marley y “Be Faithful” de Fatman Scoop, entre otros que marcaban su presencia en canciones del “Bangarang” (2012), también.
Y lo que ahí hay y se junta, es una fiesta. Una donde nadie puede parar. En la que, si ya empezaste, sigues hasta el final. Tú simplemente te mueves mientras él va dirigiendo ciertos pasos, para luego desarmarse entero con el pelo en la cara, los audífonos en el cuello y los anteojos en la punta de la nariz. Esa dinámica, la de arreglar ese mini desastre, es lo más repetido de la noche; Pelo hacia el lado, anteojos hacia arriba, audífonos en las orejas. Y así; lo pierde y vuelve.
El lugar estaba completamente abarrotado. Intenté hacer la travesía en cancha, pero luego de recordar la experiencia del sideshow del viernes me fui dificultosamente a la platea baja como técnica de supervivencia. Estaba llena, igual que gran parte de la platea alta. Y lo llamativo está en que, aún cuando topaba media hora con Foo Fighters, se fue, con suerte, un décimo del Arena. El sábado muchos shows quedaron a medias para alcanzar a ver a Arctic Monkeys, y aquí nadie se inmutó.
Era electricidad pura. Mujeres arriba de los hombros de alguien, una de ellas con un paragua de colores en sus manos, una que bailaba en las escaleras vestida de vaca y otros que sentían tan poca vergüenza, como yo, de dar la vida ahí mismo. Perder todo tipo de compostura, bailando hasta no sentir nada.
Porque, ¿se baila? No lo sé. Lo que sí entiendo es esa contracción involuntaria que me da cuando lo escucho. Son ganas de contorsionarme hasta que se me partan los órganos del estómago. Una manera de doblarse y desdoblarse.
Todo esto mientras guardias hacían ronda para asegurarse que todos estábamos bien, que no habían peleas, ni desmayados/as, accidentes graves (“que incluso pueden llevar a la muerte”, como me dijo uno) y otros encargados de recolectar caños. Tal cual. Si alguien prendía uno, en una milésima llegaban; uno con una linterna grandota y otro con una bolsa donde los botaban. Tenían la tremenda bolsa de marihuana.
Agradecimientos a Skrillex, a Sonny. Agradecimientos por su buena onda, por su apoyo en las causas que involucran al país, por su talento para subirse a las mesas, por haber aprendido a decir “Chile” y no “Chili”, por despedirse una vez para luego volver a mezclar, y luego despedirse otra y así varias veces. Gracias, Sonny, lo pasamos bien. Mañana no sentiré mi cuerpo, un gusto.
// Fotos: Eleonora Aldea.
// Fotos: Daniel Olivares.