Un ex-boxeador le sacó trote a La Gran Manzana
Seguro miles de personas han escrito algo sobre este lugar: hay extensiones de pasto y lagunas, bordeadas por senderos pavimentados. Árboles viejos, sin hojas, que apenas dan sombra. Gente que trota, anda en bicicleta, come hot-dogs y mira las estatuas. Las ardillas dicen cuic y los patos dicen cuac. Es Central Park en pleno invierno, un día despejado.
Hay grupos de adultos jóvenes, calzados con unas Lacoste celestes o blancas. Caminan sin apuro, desplazan sus cuerpos atléticos con la mirada en alto, limpios. En sus caras expresan la satisfacción de mantener ideas estables sobre la vida, tienen confianza en el hoy y en el mañana. La mujer es un elemento caótico que prefieren excluir de sus paseos de reposo, que son el entretiempo para la cacería nocturna en los pubs del Midtown.
También hay un turista solitario, que va de un lado a otro haciendo click a su cámara, con el deber de registrar bien su caminata. Logró llegar a la Gran Ciudad, ahora tiene que demostrar que es el mejor en registrarla y exprimirla. Quiere agotar las posibilidades del parque y cumple su tarea con silenciosa diligencia.
Los que van con hijos son otra cosa. Estas mamás y papás ya están como resignados. Se reflejan en la laguna donde flotan las familias de gansos, mientras cuidan que sus propios niños no se caigan al agua. Después les compran un pretzel, un hot-dog. En los mejores casos un waffle o una crepe. No sería tan raro verlos bajo un quitasol en Algarrobo. Adoran el momento en que el paseo termina y por fin se sientan en algún restorán para descansar las piernas. Allí no hay nada especial que fotografiar ni buscar, excepto el plato en el menú. La comida los devuelve a la familiaridad hogareña, al regocijo simple de la alimentación, al comfort de ordenar y recibir. Nada de elaborar comentarios frente a estatuas somnolientas.
De los personajes anteriores, ninguno parece tan decidido como los joggers (o runners), los que trotan, olímpicos en batir su record personal. Los más tradicionales hacen elongación en el mirador de la reserva (un gran lago al sur del parque), donde está lleno de placas y fotografías que conmemoran al primer hombre que tuvo la ocurrencia de trotar por Central Park, en 1937: Alberto Arroyo, un ex-boxeador puertorriqueño apodado ahora como «The Mayor of Central Park». En su obituario, el 2010, The New York Times asegura que generaciones de corredores llegaron a valorar a este hombre como si fuera una verdadera institución neoyorquina. Ya en 1985 el senado del estado de Nueva York había dado una resolución y nombrado oficialmente a Alberto Arroyo como uno de los fundadores del movimiento del fitness moderno.
Para el pionero Arroyo el jogging era parte esencial de una vida profundamente espiritual. Vivía en un cuarto de hotel barato, con un teléfono que solo servía para llamar a la policía; comía una vez al día, en un centro para ancianos; recibía dinero del seguro social y una pensión de una industria de acero. Todos los días corría diez vueltas a la reserva, haciendo un total de casi veinte kilometros diarios. Después tuvo que caminar. Después tuvo que usar muletas. Para terminar, uno de sus amigos organizó a los trotadores para que lo llevaran en su sillita de ruedas, siempre por el mismo circuito. El diario NY Times retrata a Arroyo como un extraño sacerdote: alrededor de la reserva daba masajes de pie gratis a los corredores, consejos psicológicos y predicaba sobre la indiferencia ante la posesión de bienes materiales. Fue una especie de respiración zen al medio de Manhattan.
No es tan raro que el jogging se convirtiera en el deporte predilecto de Central Park y que el estilo de vida de Arroyo quedara enmcarcado como una simpática extravagancia. La ciudad se quedó con lo que más le servía. El jogging es el ideal de la vida saludable, de la vida que se vive principalmente para vivirla sano. Al cuerpo le gusta que lo muevan y agradece a la mente evitándole pensamientos molestos (hay que recordar al personaje de Shame, cuando sale a trotar a las 3 de la mañana, mientras su jefe se tira a su hermana en su propia cama). Además, en el jogging no hay que complicarse con el sello personal, no hay lugar para el estilo. Todos trotan igual. Lo que es individual en el jogging está relegado a las cosas que se compran para practicarlo: las zapatillas, la polera, la bebida. En otras palabras, todos trotan igual, pero solo algunos se equipan como quieren. Y luego está la cantidad de kilómetros recorridos, la frecuencia con que se trota. Quizás de aquí se recibe el mayor porcentaje de satisfacción personal: por más que los experimentados en la materia acojan el interés de los iniciados, diciéndoles que cada uno tiene sus propios procesos y que no vale la pena hacer comparaciones, no puedo evitar sospechar que ya está en ellos la firme idea, reforzada mientras van trotando, de que se adelantaron, de que, en cierto sentido, llevan la delantera. ¿Para ir a dónde? Eso es lo de menos.
Ahora el jogging es cada vez más normal en Santiago y quizás habría que verlo con preocupación, como si algo estuviese definitivamente mal. Si uno ve a alguien trotando hay que pensar si acaso no tiene amigos con quien jugar a la pelota, o alguien con quien hacer el amor, o tener sexo, o por último, si no le da vergüenza bailar. Se le podría echar la culpa al descontrolado crecimiento inmobiliario, a la prepotencia de los edificios que serán la extinción de los partidos improvisados en el pasaje. El punto es que se ven cada vez más personas solitarias, en horarios inverosímiles, uniformadas con sudaderas, shorts cortísimos y zapatillas con resortes, trotando apurados y con seriedad, a cualquier lugar.