En un mundo que premia más al oportunismo que a la persistencia, el auge de los Black Keys como grandes estrellas de rock se hace una pequeña luz de ilusión en un género que aletea desesperado para no morir de viejo.
Este domingo en Claro stage The Black Keys le bajará el telón a la edición 2013 del Lollapalooza chileno. Acá las impresiones de cuando fueron cabeza de cartel en Coachella el año pasado, junto al holograma de Tupac, Dr. Dre + Snoop Dogg y Radiohead.
En un mundo que premia más al oportunismo que a la persistencia, el auge de los Black Keys como grandes estrellas de rock se hace una pequeña luz de ilusión en un género que aletea desesperado para no morir de viejo.
Dicen que el rock es el nuevo jazz: un género que alguna vez representó a una juventud rebelde y acelerada, pero que con ellos envejeció y se transformó en la música predilecta de padres de familia y trabajadores con cierto poder de consumo. Géneros que dejaron de decir lo que decían para ser, finalmente, el pasatiempo de viejos quisquillosos, a lo mejor mañosos, muchas veces amargos.
El jazz en los 1930-40s, el rock en los 60-70s: contracultura que de a poco se fue haciendo oficial, que primero era escondida en los subterráneos y después iluminada en grandes escenarios, a la venta en tu tienda más cercana.
Hoy el rock se va haciendo viejo y se nota porque, comercialmente, sobrevive de la nostalgia. Los grandes eventos tienen que ver más con las reuniones de antiguas bandas novedosas —Faith No More hace poco; Blur recientemente— que con nuevos grupos que vengan a renovar el asunto. Muse, Kings of Leon o The Killers fueron cosméticos que no lograron detener la ancianidad del rock, que maquillaron mal a una vieja que quería no serlo. Pero llegaron los Black Keys, y a lo mejor tienen la receta.
Su aparición como uno de los nombres más grandes en el clásico afiche de montañas y palmeras de Coachella fue sorpresiva. Si bien han estado en seis ediciones del festival, siempre fue como un número secundario o un show intermedio. Pero que este año estuvieran ahí, encabezando el cartel del primer día, por sobre bandas como Pulp o Arctic Monkeys, resultó ser un raro premio a la obstinación y paciencia de este dúo que revienta las radios gringas con su nuevo single, “Gold on the Ceiling”.
La receta que Dan Auerbach y Pat Carney parecen tener para sonar frescos y novedosos es mirar hacia atrás. Escarbar y escarbar buscando referencias en los viejos masters del blues o en los pioneros del rocanrol. Muddy Waters, Richard Berry o Buddy Holly son reconocidas influencias que moldearon a este grupo y que por más de siete años los mantuvo ensayando y grabando en el sótano del baterista, tocando en bares y boliches de pequeñas ciudades gringas y editando en pequeños sellos independientes.
Esa esencia, forjada en esos años de viajar y dormir en una van, es la que los Black Keys se encargan de recordar arriba del escenario, 10 de la noche del primer día de Coachella. Ellos no empezaron ayer, no tienen dieciocho años ni los levantó una revista inglesa. Y lo dejan en claro cuando, después de “Howlin’ for You” y “Next Girl” —dos hitazos del disco que los terminó de afamar, Brothers (2010)— Auerbach dice que tocarán unas canciones solos, ellos dos, batería y guitarra, sin bajo ni teclados, como en los viejos tiempos. Como diciendo que lo que fuimos es lo que somos, nadie nos regaló nada, si no les gusta mala cuea. Y así del coreo generalizado se pasa a un silencio contemplativo: pocos conocen esas viejas canciones abiertas y blueseras, llenas de improvisaciones, manchadas de ketchup y con olor a cerveza. Canciones que no sonaron en la radio ni llegaron a MTV, que casi nadie canta y que pocos reconocen. Canciones que los Black Keys tocan con orgullo y ojos cerrados, con la juventud que representan y el esfuerzo que significan.
El rock se hace viejo y es evidente. Las juventudes prefieren expresarse e identificarse con el hip-hop, la electrónica e incluso el pop: suenan más actuales y trasgresores, y se parecen menos a la música que escuchan sus papás. Pero los Black Keys —similar a como lo hicieron los White Stripes en su momento— toman este vejestorio y lo renuevan a partir de esta misma vejez. Como si fueran restauradores de muebles, agarran un gran sillón que ha sido abusado, lo arreglan basándose en el modelo original y le dan unos toques de novedad que lo hacen irresistible.
En Coachella tocan todo lo que todos conocen, pero más bien a la rápida. “Tighten Up”, “Lonely Boy” y “Everlasting Light” prenden al público pero no tanto a ellos. En cambio cierran con “I Got Mine”, la última de sus canciones desconocidas, y la guitarra sola que llena el silencio a pura intuición, sin virtuosismos, y la batería que lleva el ritmo con precisión y rusticidad. Y ellos dos, frente a 60 mil personas, sonando como si estuvieran todavía en el sótano de la antigua casa en Ohio, jóvenes rockeando por rockear. O la esperanza que se niega a envejecer.