Se jugaban los descuentos y O’Higgins le ganaba 2-1 a Católica, cuando Paulo Garcés escuchó el pitazo final, se arrodilló y se agitó como alguien que acaba de salir campeón o de salvarse del descenso.
Se jugaban los descuentos en San Carlos. O’Higgins le ganaba 2-1 a Universidad Católica, y cuando Paulo Garcés —arquero chileno de los celestes, 29 años— escuchó el pitazo final, se arrodilló en el pasto y se agitó como se agita alguien que acaba de salir campeón o de salvarse del descenso: como un desaforado. Mientras sus compañeros levantaban los brazos con calma o suspiraban con alivio, Garcés no dejaba de sacudir sus puños cerrados ni de gritar gritos ininteligibles, descargando una euforia que parecía más exagerada que espontánea. Garcés, formado en la Católica y campeón con la Católica, no guardó ninguna compostura al celebrar un triunfo contra el club que lo hizo futbolista, en el mismo arco que defendió tantos años.
La historia es conocida pero sabrosa: después de campeonar en 2010 jugando casi todo el torneo de titular, Paulo Garcés le terminaba de ganar el puesto a Toselli, y fue elegido por Pizzi, entrenador de la UC, para atajar contra Peñarol en los cuartos de final de la Libertadores. Sería justo decir que la Católica venía bien: puntera en el torneo nacional, salió primera de su grupo en la Copa y le ganó los dos partidos de octavos a Grêmio.
Para la ida en el Centenario se percibía cierta confianza, esa relativa certeza de que algo se podría obtener. Y así era hasta el minuto 36 del primer tiempo, cuando un centro irrelevante desde la derecha, lento como globo de cumpleaños, se le cayó a Garcés de las manos tras una salida insegura.
Un error lo comete cualquiera. Son cosas de fútbol.
El partido terminaba 1-0, minuto 93, y aunque agraz por perderlo así, con un gol tonto y evitable, la confianza y la certeza permanecían en la Católica y sus hinchas. Peñarol tendrá historia, decían, pero no tiene mucho equipo. Pero en el último minuto de descuento un pelotazo bien uruguayo, de esos que son despeje rústico y a su vez pase profundo, lo pilla a Garcés desajustado, con esa cara hiperactiva y frenética, sus ojos abiertos mirando a nada, calculando mal el bote, dando justo el rebote en el mediapunta carbonero.
No: dos errores no los comete cualquiera. La Católica quedó fuera por Garcés.
Hay hinchas rencorosos y otros que siempre apoyan, y la UC, como cualquier otro club, tiene de los dos. Para el partido de vuelta, la gente, aunque no estuviera muy convencida, le cantaba Garcéeees, Garcéeees, demostrándole un apoyo que estaba más bien condicionado: un error más, y a la hoguera.
El error y la hoguera llegaron esa misma noche, minuto 84, cuando la Católica ganaba 2-0, igualaba la serie y la llevaba a los penales: un centro que cae al segundo palo, Garcés da un paso a ninguna parte y Estoyanoff llega solo, la pelota al pie.
Para Pizzi fue suficiente, y no lo volvió a poner de titular. La Católica, un mes después, perdió la final local contra la U y Garcés la miró por la tele desde su casa. Su contrato terminaba esos días y para renovarlo el arquero pidió un aumento de sueldo. Los dirigentes se negaron y él decidió irse. ¿Adónde? A la Universidad de Chile.
¿Es justo el odio de los hinchas cruzados? ¿Es entendible que le enrostren su sempiterna condición de suplente, que le encaren los tres errores contra Peñarol, que no le perdonen su paso por la U? ¿Qué lo pifien como lo pifiaron el sábado, cuando volvió a jugar en San Carlos?
Por el otro lado, ¿se justifica la celebración iracunda del hoy arquero de O’Higgins en los dos goles contra su ex equipo? ¿No es una incitación a la violencia ese irritado festejo en el final, lleno de un revanchismo exagerado?
¿Qué es el fútbol sino el trabajo más extraño, donde jóvenes hombres de dudosa reputación deben demostrar, ante el escrutinio in situ de miles de personas —y otras cientos de miles por la tevé—, sus millonarios sueldos cada fin de semana, entre vítores, insultos y algún escupo bien cuajado, expresando además lealtad a toda prueba con el lugar de trabajo?
Paulo Garcés es un exponente magnífico de esta profesión, tan capaz de bajar a los infiernos de la humillación como de volver dramático y vengativo a su lugar de origen, sin asco de hacer de todo eso un show eficaz. Sobreactuado, sí, pero muy eficaz.