Chile en un Mundial: yo tenía diez, casi once años, y no había manera alguna de definir los límites de mi emoción respecto a Francia 98: nunca había pasado algo tan importante en mi vida hasta ese momento.
El quinto básico b terminó sus clases ese viernes de diciembre al mediodía con mucho calor y más esperanza. Los viernes, cuando la pedofilia todavía no era un tema país, el tío del furgón nos compraba helados a todos, y los viernes también eran los días en que la prohibición de jugar al computador se acababa en mi casa, abriéndole las puertas al maravilloso libertinaje del fin de semana.
Ese viernes, cuatro de diciembre de mil novecientos noventa y siete, sin pruebas semestrales a la vista, con nada en el horizonte más que las vacaciones inminentes, la navidad todavía como el mejor y no el peor momento del año, ese viernes empezaba también mi primer mundial con Chile adentro.
En el furgón, con la radio puesta, nos enterábamos de cuál era el grupo que, después de dieciséis años, recibiría a la Selección nuevamente en una Copa del Mundo.
Chile en un Mundial: yo tenía diez, casi once años, y no había manera alguna de definir los límites de mi emoción respecto a Francia 98: nunca había pasado algo tan importante en mi vida hasta ese momento.
Cuando apareció el álbum de láminas, me aprendí de memoria no sólo a los jugadores y sus clubes —como Tjani Babangida, nigeriano del Ajax; o Tore André Flo, noruego del Chelsea— sino también los nombres de las federaciones en su idioma original. Koninklijke Nederlandse Voetbalbond, la holandesa en holandés, fue la más difícil pero la que más me gustó.
Chile, ese cuatro de diciembre, quedó en el grupo de Italia, Austria y Camerún. Un grupo posible. No fue el grupo de la muerte —como el D, con España, Nigeria, Paraguay y Bulgaria— ni tampoco el más fácil —el de Argentina, junto a los debutantes Japón, Jamaica y Croacia. Fue un grupo fome, normal: posible.
Antes del sorteo, me acuerdo bien, se jugó un partido de esos que ya no existen: Europa, dirigida por Beckenbauer, versus Resto del Mundo, con Parreira de deté. Cada país clasificado aportó con un jugador según el pedido del entrenador —por Chile fue Javier Margas— y el Resto del Mundo le metió cinco a Europa en un tiempo. Antony De Ávila hizo uno, Ronaldo dos y Batistuta dos más.
El partido también lo escuchamos, en parte, en el furgón, y por alguna razón que todavía no entiendo, esos goles sudamericanos se sintieron muy nuestros, y los gritábamos, nos emocionábamos. Era raro: si el resto del tiempo odiábamos tanto a los argentinos, si envidiábamos siempre a los brasileños, ¿por qué ahora celebrábamos sus goles? ¿No éramos enemigos?
Llegué corriendo a mi casa a ver el final de ese partido, cuando ya no se jugaba nada. Margas rechazó de cabeza un centro y me sentí muy orgulloso.
Las reacciones al sorteo yo no las entendí muy bien. Chile había clasificado sufridamente a un mundial, alegría nacional, y yo suponía que justamente para jugar con los que nunca se jugaba: España, Holanda, Francia. Además, la victoria reciente en Wembley, golazos de Salas, comprobaba que la Selección había llegado ahí no para sacarse la foto y aparecer en el álbum. Estar en un mundial es jugar contra los mejores y ver qué pasa.
Al menos, hasta ese momento, eso era lo que creía. Pero todos los enviados especiales confirmaban la suerte de Chile en el sorteo, que perfectamente podía salir segundo después de Italia. Que Camerún no era el de hace cuatro ni ocho años atrás, que Austria era de los europeos más débiles.
¿Estar dos años clasificando a un mundial, yendo a la altura de La Paz, al calor de Barranquilla, al miedo del Centenario, sólo para jugar con Austria?
La historia de Chile en el mundo es pequeña, lo empezaba a saber, y se enorgullece de su condición decorativa, más bien anecdótica. La bandera más linda, el caballo que saltó más alto. Esas cosas. En el fútbol no era muy distinto, y si queríamos figurar había que hacerlo pasando piola, ganándole a los malos, sin que nadie se diera cuenta. Una mediocridad que, a diferencia de lo que se cree, y como me fui dando cuenta, no nace de los jugadores ni técnicos, sino del entorno, de los mismos medios e hinchas que prefieren el atajo y el camino corto, y luego en la derrota se quejan de la falta de ambición.
El sorteo de este mundial repite la historia, y aunque Chile nunca tuvo un equipo tan competitivo como el de hoy, las súplicas y oraciones que se escuchan por miles pidiendo un sorteo favorable demuestran la misma mentalidad reducida y secundaria de siempre. Nadie quiere un grupo, como puede ser, con Alemania, Holanda y Estados Unidos, porque eso es mala suerte. Pero un mundial no es un mundial si el deseo masivo es jugar contra Suiza, Irán y Grecia.
Esta vez no hay partido de estrellas, tampoco un helado del tío del furgón. Habrá, seguramente, shows de mal gusto, palabras de sobra y muchas veces la cara de Sepp Blatter. Pero la emoción, la ansiedad, la histeria será la misma que cuando tenía diez, casi once años, esperando mi primer sorteo de un mundial.