Roberto Merino: Mundos que colapsan

por · Enero de 2014

El escritor Roberto Merino regresa con una crónica larga en Barrio República. «Acá todo se considera viejo rápidamente», reclama.

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La situación es esta: la Universidad Diego Portales cumplió treinta años y le encargó al escritor Roberto Merino una crónica sobre el Barrio República. Lo que podría haber sido un folleto institucional terminó como algo mucho más poderoso: un texto luminoso y vital sobre el barrio, la ciudad y el país de los últimos treinta años. Barrio República (Una crónica) (2013, Ediciones UDP) no está a la venta y es un pequeño tesoro de tapa dura destinado a circular de mano en mano. Como siempre, el filtro son las experiencias de Merino. «Es posible que lo que cuento ahora le haya sucedido a una minoría ínfima de la población del país, pero ésa es la experiencia que conozco», advierte en las páginas de Barrio República.

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Chile. 1982. El año de la incertidumbre. Frei Montalva moriría asesinado y las radios madrugarían para poder transmitir en directo el fusilamiento de Sagredo Pizarro y Topp Collins, los psicópatas de Viña del Mar. Mientras, como música ambiente, se sentía la lluvia, las tormentas, las inundaciones, los puentes cortados y apagones. También era el último año en que Pinochet mantendría esa normalidad tramposa de la dictadura.

Recuerda Merino: «Me da un escalofrío cuando me sustraigo treinta años atrás. 1982 (…) No sabíamos bien dónde estábamos parados. No nos quedaba más que seguir la cueca de la existencia a cuesta de un futuro vislumbrado desde las sombras».

Barrio çEn 1982 también nacía la Universidad Diego Portales y se instalaba en una vieja casona de Ejercito 260 —sede en un comienzo de la Casa Central y de las Facultades de Derecho, Ingeniería Comercial y Psicología—, en un sector en que se podía acceder a grandes casas a precios medianos. El Barrio República vivía una decadencia total: las fastuosas casas que había construido la clase alta ahora eran salones de tortura de la policía secreta de la dictadura.

«Lo que fue un sueño parisino terminó convertido, una vez apagadas todas las músicas y las luces de las fiestas, en una pesadilla chilena de la que a nuestra sociedad le costó muchos años sacudirse» dice el autor de los libros de poesía Transmigración (1987) y Melancolía artificial (1997).

Luego vendría la crisis económica y las protestas; pero esa esperanza duraría poco, la dureza de la represión detuvo cualquier avance. El tedio de la dictadura y las esperanzas vacías de la inminencia. Comentarios como: «El viejo no pasa de este año».

«Esa condición jaleosa y sin salida que conocíamos tan bien, con aburrimientos largos y expectativas denegadas, ese silencio desesperante en el que se imponía la voz de Don Francisco en repetitivos sábados de concursos y de lenguaje vacío y machacoso», escribe Merino.

Luego las cosas avanzarían rápido. Tal vez, demasiado. El Garage Matucana y la moda new wave. Diversidad en medio de los uniformes que acentuaría el plebiscito. Todo se hace más borroso luego de ese hito. «Lo que sucede hoy, en nuestro agitado presente, no acaba todavía de suceder y hubiera sido imposible de predecir treinta años atrás».

En Barrio República (Una crónica) varios mundos colapsan. Parecen destruirse y rearmarse al mismo tiempo con esos escombros. Merino emerge de ellos con la humildad de siempre, sin nostalgia. Silencioso. Mueren formas de vida, costumbres, fortunas, utopías. Están ahí las estampidas —como siempre— de la clase alta, la perplejidad ante las clases populares, la decadencia y su resurrección utilitaria por parte de los organismos de inteligencia y las universidades privadas. Un cambio constante, siempre al borde del desastre. El viejo barrio sur-poniente como una ciudad, un país, a escala; siempre al borde de la demolición, siempre dispuesto a convertirse en una playa de estacionamientos.

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El poder de la invisibilidad. Santiago parece tener ese súper poder en sus lugares más rescatables. Lo lamentable, es que este hechizo funciona sólo con sus ciudadanos. Que, a la vez, tampoco son capaces de detenerse a observar. Las miradas se pierden entre bocinazos, aglomeraciones, apuro y el ruido.

Reflexiona Merino: «Es posible que la causa radique en una depresión endémica de sus habitantes arrastrada durante décadas sin conciencia ni acceso a la terapia. Lo primero que afecta al depresivo es su capacidad de ver; de hecho, es poco lo que mira al desplazarse por las calles, o bien lo único que alcanza a vislumbrar es ‘esa visible oscuridad’, según la explicación de William Styron».

¿Por qué los santiaguinos hablan con tan poco amor de Santiago? ¿De dónde viene esa invisibilidad? Si esa obsesión se repetía de manera subterránea en Santiago de memoria (Planeta, 1997), Horas perdidas en las calles de Santiago (Sudamericana, 2000) y Todo Santiago (Hueders, 2012), en Barrio República (Una crónica) Merino se da el tiempo de responderse, como saldando una vieja deuda.

«En el larguísimo fin de semana del último septiembre, personas que se quedaron en Santiago, entrevistadas por reporteros de la televisión, coincidieron en expresar su contento ante una ciudad repentinamente vaciada. Por primera vez, desde que se tenga memoria, no señalaron aspectos prácticos, sino uno que hasta hace muy poco no figuraba en el libreto de apreciaciones del santiaguino: la posibilidad de apreciar la belleza de la ciudad. Una novedad total: Santiago es una ciudad bonita, que devuelve alegría a quien la ocupa, la mira, la recorre».

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—Estaba completamente fuera del tema santiaguino. Cuando me dijeron que querían hacer Todo Santiago temí en volver al pasado, a entrar otra vez a esa frecuencia. Pero revisé los textos y me pareció una experiencia agradable. Funcionaban. Eran muy lejanos a mí. Tenía miedo de las secuelas, estoy hablando de dimensiones muy modestas: que me llamaran para entrevistarme sobre lo que pienso de Santiago. Y son cosas en las que no pienso mucho. Tenía esa incomodidad de estar en una conversación que no quería participar.

MerinoEn la terraza de un café de Andrés de Fuenzalida y mientras conversamos, Roberto Merino enciende un cigarro con fósforos Puerto Varas.

¿Qué te interesó de la propuesta de la Universidad Diego Portales? Si uno piensa en un texto que conmemora los 30 años de una universidad se imagina un folleto institucional…

—Exactamente eso no querían y por eso acepté. Se mezclaban dos ejes: los últimos 30 años de Santiago —que era una apología de los 30 años de UDP— y la historia del Barrio República, que es donde se inserta la universidad. No hubo más indicaciones. Me dieron toda la libertad del mundo y yo así funciono más o menos bien. Cuando las expectativas son muy generales.

La nostalgia es un recurso muy fácil. Te aseguro que el Costanera Center en 50 años más va a ser un objeto de nostalgia.

En Barrio República (Una crónica) existe una especie de reticencia hacia la nostalgia, ¿por qué no te interesa como relato?

—En ese terreno hay una trampa que está en la estructura sicológica de todo el mundo: la recusación del presente y la mitologización del pasado. Es una compensación porque la vida siempre es insuficiente. Uno tiene el espejismo de que ha habido una degradación.

El tiempo pasado fue mejor…

—Absolutamente. En todos los discursos aparece, por ejemplo, el de la educación pública. Eso es una estructura universal, hueón. A mí me parece que es un espejismo. De hecho, en mi vida trato de disfrutar lo que hay. La nostalgia es un recurso muy fácil. Te aseguro que el Costanera Center en 50 años más va a ser un objeto de nostalgia.

En Barrio República aparece también ese mito de los años 80.

—Al ver objetos, fotos e imágenes, el hecho de estar en el pasado, esas cosas son recubiertas por una especie de aura. Todos lo vemos así. Pero cuando trato de pensar en el presente de los años 80 la sensación era terrible, hueón. Uno vivía con la misma incomodidad, insuficiencia e insatisfacción.

¿Cuál es la respuesta ante esta mirada nostálgica de Santiago?

—Tratar de no engañarse. Yo tengo momentos nostálgicos muy intensos. Hay momentos en que añoro absolutamente el pasado. Veo las fotos de las minas cuando yo tenía 14 años y me parecen tan lindas, hueón. Dan ganas de recuperarlas realmente y no se puede. Son mecanismos literarios que están operando todo el tiempo. Pero hacer un discurso semi político en base a ese fenómeno me parece engañoso. Hay que tratar de dilucidar como opera la nostalgia.

Para los jóvenes y niños este presente es todo, hueón. Es lo que les tocó vivir. Es una idiotez estarles diciendo que esto es peor a lo que había si es mentira.

¿Realmente todo es merecedor de nostalgia en la ciudad?

—No todos los barrios antiguos lo merecen. Al Barrio Bellavista nunca le he encontrado ninguna gracia. No soy defensor de los barrios antiguos. Hay una ciudad afectiva del pasado que ha ido desapareciendo. Pero, esa sensación de pérdida, se da en todos los cursos de la vida. Sólo que se enfatiza en Santiago que es una ciudad que se demuele mucho.

Debería ser una cuestión que pase por el filtro personal de la experiencia…

—Tener un discurso de la nostalgia santiaguina lo encuentro muy raro. En los 90 aceptaba todas las hueás que me ofrecían. Hice un prólogo para un libro de la Municipalidad de Santiago que eran historias de gente de barrio. Por una cuestión de corte generacional habían elementos comunes. El mundial de 1962 era la gran referencia para todo el mundo. Pero todos, absolutamente todos, consideraban que había algo perdido.

Al activar la memoria ocurre de inmediato.

—Nabokov al principio de Habla, memoria (Una autobiografía revisitada) dice que no es que los bolcheviques sólo le hayan quitado kilómetros cuadrados a su familia, que hay algo más irreductible. Una pérdida que tiene que ver con la vida. Lo que me molesta es el engolosinamiento, porque la reconozco en mí. No me gusta que sea una justificación para despotricar injustamente en contra de la vida actual. Para los jóvenes y niños este presente es todo, hueón. Es lo que les tocó vivir. Es una idiotez estarles diciendo que esto es peor a lo que había si es mentira.

¿En qué momento los santiaguinos comenzaron a «ver» la ciudad?

—Creo que hace muy poco. Yo creo que nos enseñaron a todos que vivíamos en una ciudad de mierda, que salía perdiendo en comparación a cualquier otra. Últimamente las cosas han sido distintas. Tiene que ver también con que hay más plata que antes. Yo me quedé en el Santiago de la sociedad chilena tocada por la pobreza.

—En Barrio República hablas de un taxista que viste en la televisión y que celebraba las calles vacías en un largo feriado porque le permitía mirar edificios y parques…

—Es el primer taxista en mi vida que yo escucho decir algo así. Generalmente el taxista tiene el discurso del reclamo. Es curioso. Mi generación fue criada así, pensando que todo esto era muy deficitario. Yo descubrí Santiago a través de la literatura, de Edwards Bello y Daniel de la Vega. Ahí comencé a hacer coincidir eso con ciertas caminatas que hacia a los 13 ó 14 años de aburrido porque no tenía nada que hacer. Había un desfase entre el Santiago real y el simbólico. Me costaba entender que el Cerro Santa Lucía —el de mi cotidianeidad, que no le encontraba mayor gracia— tenía un espesor literario. Aparecía en crónicas, novelas. Fueron calzando los modelos de a poco. Pero por mi crianza sentía que vivía en un lugar sin atributos.

¿Eso tiene que ver con lo cotidiano de la ciudad? ¿Por eso pasaba desapercibida?

—Pero uno debería tener la flexibilidad de asignarle un valor a lo que ve todos los días. Claro, es verdad que las cosas se evidencian cuando se pierden, cuando uno se distancia o viaja. Cuando uno no puede estar ahí.

Acá todo se considera viejo rápidamente. Edwards Bello decía que el obrero chileno construye bien pero demuele mejor.

Rechazas el título de «experto» en Santiago, ¿hay algo que te parezca peligroso de esa idea?

—Lo que pasa es que yo soy muy neurótico, hueón. Si me invitan a hablar a un seminario sobre la ciudad me genera un estruendo mental muy grande, si digo que sí o que no, me lo cuestiono. Si a ti te clasifican en un tema después te llaman por cualquier hueá para opinar. Yo no tengo opinión en general. Me demoro. Es una neurosis, no es nada muy grave. Además, mi proyecto literario trata de evitar la profesionalización.

—En los dos ensayos que componen Barrio República, todo parece inminente, al borde del colapso y el derrumbe, ¿habla eso también de la ciudad y del país?

—Algo hay de eso. Eso se puede encontrar mucho también en Edwards Bello, ese espíritu improvisador. Me acuerdo que se reía de una noticia que decía «Demolerán viejo edificio de Gath & Chávez» y la inauguración de la tienda había sido hace poco. Acá todo se considera viejo rápidamente. Edwards Bello decía que el obrero chileno construye bien pero demuele mejor.

«Pareciera estar de moda cacarear el deseo de nuevas prohibiciones en beneficio de ideas abstractas del bien social», escribes en el libro, ¿De dónde viene este fundamentalismo? ¿Cómo se explica?

—El autoritarismo es una fuerza que excede totalmente a sus encarnaciones más habituales como la dictadura. Todos lo podemos reconocer en nosotros mismos y, a veces, se constela colectivamente. Me interesaba constatar ese fenómeno. Es molesto que gente se arrogue el derecho de decirte cómo comportarte y eso está pasando constantemente. Piensa en esa moción de sacar el «juro» de la Constitución, es autoritaria, es desconocer una hueá que finalmente está ahí por tradición. No tiene sentido.

Ya no hay nada violento en ella.

—La coerción ideológica que pueda ejercer esa palabra ya perdió su contexto, no es violenta. Da un poco lo mismo pero hay necesidad de control, de lenguaje en este caso. La misma que existe para no ofender a minorías. Eso es muy impresionante, la calidad ofensiva de ciertas palabras. Lo que no se cacha ahí es que el eufemismo que se crea luego se transforma en la ofensa pero la realidad sigue siendo la misma. Antes se hablaba de cojo, manco, rengo. Luego se empezaron a crear eufemismos que ya no son aceptados, como minusválido.

Ahora van en «personas con capacidades diferentes».

—La otra vez alguien puso en un letrero «estacionamiento para minusválidos» y no se les puede decir así. ¡Ese era el eufemismo, hueón! Pero ya es ofensa.

Roberto Merino: Mundos que colapsan

Sobre el autor:

Javier Correa (@__javiercorrea) es periodista y coescribió «Nunca cumplimos 30. Una historia oral del Canal 2 Rock & Pop» (2018, @librosdementira).

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