En un programa de tv argentina que simula una sobremesa, una señora blonda le preguntó al entrenador de fútbol Carlos Bilardo: —¿Qué se hace con la violencia en este deporte? —Yo digo que se perdió la moral, se perdieron los valores que hacen a la familia, que hacen a la gente. Por octavos de final […]
En un programa de tv argentina que simula una sobremesa, una señora blonda le preguntó al entrenador de fútbol Carlos Bilardo:
—¿Qué se hace con la violencia en este deporte?
—Yo digo que se perdió la moral, se perdieron los valores que hacen a la familia, que hacen a la gente.
Por octavos de final del mundial de Italia, en 1990, Brasil juega contra Argentina. En el primer tiempo, Dunga cabecea al palo un centro a la carrera de Branco, que por la izquierda no para de desbordar. Antes, el arquero Goycoechea le achicó a Careca un contragolpe que tenía cara de gol.
—No podíamos pasar la mitad de la cancha —dijo después Claudio Paul Caniggia, titular en ese mundial—. Hacíamos dos, tres toques, la recuperaban y ya la tenían ellos. Nosotros jugábamos con un sistema muy defensivo: yo, que no soy delantero centro, jugaba de único punta, solo con Maradona atrás. Nos pasaron por encima, pero no nos pudieron hacer un gol.
Al minuto 39, Pedro Troglio exagera una falta de Ricardo Rocha. El argentino se queda en el suelo, al brasileño le ponen amarilla, y llega el equipo médico a bajarle el ritmo a un partido que parece no tener vuelta. Mientras el doctor revisa una pierna completamente sana, Miguel Di Lorenzo, masajista, apodado Galíndez por su parecido a un boxeador, reparte unas botellas con agua. Bidones, como dicen los argentinos.
Ricardo Giusti, titular argentino ese día, dijo después: «Yo, por ejemplo, no podía tomar agua en la cancha. Podía en el entretiempo y al final, pero durante el partido no».
Galíndez, a pesar de esa instrucción, le pasa una botella verde a Giusti, diciéndole algo. El jugador la recibe, pero no toma. Justo a su lado aparece Branco, lateral izquierdo del Porto y encargado de los tiros libres en Brasil. Le pide agua a Giusti. En junio el sol pega fuerte en Turín.
—Algo voy a inventar, no sé qué, pero algo será. Este partido con los brasileños tenemos que ganarlo, ya vas a ver —le dijo antes del partido, en un susurro diabólico, Carlos Salvador Bilardo a un periodista argentino. Un resumen de su filosofía: ganar como sea, todo vale.
Luego se acerca Pedro Monzón a los médicos, quien también toma un envase verde del recipiente. Galíndez le dice algo, Monzón escupe lo que tiene en la boca, devuelve la botella verde y agarra una transparente. De este “bidón” se lo traga todo.
En el segundo tiempo, las cosas no cambian. Nuevamente Careca: tira un centro que le sale al arco y pega en el palo. En la misma jugada, capturando el rebote, Alemão le pegó de afuera y el travesaño la vuelve a rechazar. Más tarde, Careca, siempre Careca, cabecea apenas arriba un centro de Müller.
Branco, entremedio, falla al recibir un par de pases sencillos. La pelota le pasa por debajo del pie, en uno, y en otro la pierde sin mayor resistencia.
—Yo no sé qué preparado tenía aquel agua, pero después que la bebí comencé a quedar tonto —dijo después el lateral.
Lo del bidón es un secreto que, como tantos secretos, todos lo saben pero nadie lo confirma. Cuando le preguntaron del tema a Julio Grondona, presidente de la federación argentina, respondió: «¿Qué bidón? Habrá que buscar el bidón, a ver qué dice». Haciéndose el bolu.
Bilardo, ahora comentarista de radio, era un entrenador que ya siendo jugador tenía fama por sus maneras. Cuando Maradona, en un programa de trasnoche argentino, gordo y quizá drogado, confesó todo este asunto del bidón en tono de broma, Carlos Ares, periodista de Página/12, escribió lo siguiente:
«Bilardo, como capitán de Estudiantes, junto con otros jugadores, se dedicaba a averiguar asuntos personales de sus adversarios. Al arquero de Racing le preguntaban con quién estaría en ese momento su esposa, a la que llamaban por su nombre. El episodio más dramático sucedió con Raúl Bernao, mítico puntero derecho de Independiente, al que se le había disparado su arma en una partida de caza. El accidente causó la muerte de un compañero. En el partido siguiente los jugadores de Estudiantes se turnaban: “Asesino, mataste a tu amigo y seguís jugando al fútbol”. Todo les servía. Echaban tierra a los ojos de los arqueros en los saques de esquina a favor, pinchaban con alfileres, manipulaban al árbitro…».
Caniggia solo arriba y a esperar una genialidad de Maradona, esa sigue siendo la estrategia. Pasan los minutos y Diego está muy lejos del arco rival. Hasta que en el 80, con Brasil desesperado por el gol, el jugador del Napoli recibe en el círculo central. Entre su posición y el arco de Taffarel hay sólo un delantero argentino y siete jugadores brasileños. El primero es Alemão, y Maradona se decide a encararlo. Lo pasa de un largo recorte con la zurda. Justo después, Dunga se le barre por detrás. El 10 lo aguanta y adelanta la pelota hacia la derecha. De frente se le viene Ricardo Rocha y se lo saca con una velocidad que no es ligera ni plástica, como la del 86. Sus movimientos ahora son pesados, de esfuerzo y supervivencia, sin derroche. Pasa Rocha y los tres brasileños que quedan pierden el orden, pierden el rigor y pierden a Caniggia, que lanza una diagonal invisible hacia el otro lado de la cancha. Por un segundo, la jugada pasa de estar completamente anudada, con Rocha agarrándole la camiseta a Maradona y sin ningún espacio disponible, a tener a Caniggia solo contra Taffarel, mano a mano entrando al área. Con la derecha, Diego Armando hizo un pase imposible, y de manera imposible, también, Argentina elimina a Brasil.