En esta segunda temporada no hay salidas de closet escandalosas, ni sexo provocador ni tampoco los clichés de promiscuidad que el espectador menos avezado podría esperar de una «serie gay» de HBO.
Durante dos temporadas —la primera estrenada el año pasado y la segunda a comienzos de este— Looking (HBO, domingos a las 00:00) se ha encargado de retratar con ciertos toques realistas y naturalistas las vidas de Patrick (Jonathan Groof), Agustín (Frankie J Alvarez) y Dom (Murray Bartlett). Tres amigos homosexuales de clase trabajadora en la ciudad de San Francisco. Su estética adquiere sentido al saber que entre sus creadores figura Andrew Haigh, director de Weekend (2011), una película británica en la que dos hombres jóvenes se enamoran durante un fin de semana, y deben elegir si seguirán adelante o no.
En Looking no hay grandes revelaciones, ni salidas de closet escandalosas, ni sexo provocador ni tampoco los clichés de promiscuidad y drogadicción desatada que el espectador menos avezado podría esperar de una «serie gay». Precisamente porque su gran valor es presentar los hechos sin etiquetarlos bajo una condición o estilo de vida determinado. Aquí hay gente que se enamora y se desilusiona, gente que miente para salvarse, que es infiel, que siente culpa, que tiene rabia contra su ex y que, al final de la jornada, se juntan con una cerveza a saber cómo estuvo el día de cada uno. Lo cual no suena para nada alejado de la realidad heterosexual u otras identidades fuera del binomio hetero/homo.
Para los nostálgicos que la comparen con la versión británica de Queer as folk, pueden resultar profundamente decepcionados. La cultura de la disco y el gimnasio como dioses todopoderosos, y la banalidad y el hedonismo como mandamientos —que terminaban desbordando en un afán irreverente muy noventero— aquí son reemplazados por gente de apariencia normal, verstidos con ropa de segunda mano y moviéndose entre el living de la casa, el bar de la esquina y las calles de la ciudad, la que a ratos pasa de locación a ser un personaje secundario más. No hay nada de fashionismo ni lugares hype como en la ya clásica Sex and the city.
Pero sí hay sexo: casual, entre parejas y a veces en tríos. En ocasiones es satisfactorio y en otras no, a veces las expectativas son demasiado altas y lo que parece aburrido en un juicio antojadizo, termina sorprendiendo a alguno de los tres amigos. A veces las noches son de disco y jarana o también de quedarse en la casa viendo películas en el notebook y comiendo pizza. A ratos se ve algo de marihuana y alcohol y otras veces hay excesos que pasan la cuenta.
Un dramedy logrado y eficiente que lleva al espectador a enamorarse y decepcionarse en una época de aplicaciones de descarga gratuita. Una ficción sin juicios conservadores ni apologías al desmadre. El diálogo juega un papel fundamental, porque son las conversaciones que se originan en los 27 minutos que dura cada capítulo las que llevan las acciones, siempre intimistas, dejando al final de cada episodio una sensación de que, a pesar de la virtualidad de los filtros de Instagram y los perfiles falsos de Facebook, seguimos buscando la realidad más descontaminada posible.