Las reclusas del penal Litchfield estrenan su tercera temporada y continúan explorando cómo es reír, llorar, amar y odiar en el encierro.
A partir de su investigación para A sangre fría, Truman Capote dictaminó que «es imposible que un hombre que goza de libertad imagine lo que representa estar privado de ella», frase que bien conocen el amplio espectro de féminas nacidas desde la experiencia en primera persona de Piper Kerman. Kerman es el álter ego de Piper Chapman (Taylor Schilling) y autora del superventas autobiográfico Orange is the new black: Crónica de mi año en una prisión federal de mujeres, un relato adaptado para la plataforma Netflix por Jenji Kohan, que cuenta a su haber con la autoría de otra serie tan negra e hilarante como Weeds.
En OITNB hay críticas nada tibias al sistema penitenciario y sus abusos, pero también están presentes las últimas tres olas del feminismo, hay homosexualidad, racismo, género y una multiculturalidad exultante que escapa al egoísmo infantil del Hollywood, que todavía mantiene cánones oxidados por la realidad. Se trata de una serie que podría verse como un reciclaje evolucionado de esa corriente grindhouse ungida como Women in Prison: películas dirigidas a un público evidentemente masculino, en las que se podían apreciar los vejámenes y el acoso explícito a la heroína en apuros, de parte de sórdidos guardianes y libidinosas internas del penal de turno.
Dentro de Litchfield, la risa y el llanto están a un par de barrotes de distancia, como si se tratara de un trastorno bipolar cubierto por la larga noche del aislamiento afectivo, moral y social. Esta legión de hembras a prueba de fuego podría perpetuar la especie con la ayuda subordinada de los escasos y emocionalmente limitados hombres que las rodean (Healy, Bennett, O’Neill y Caputo), porque después del Armagedón del patriarcado, el nuevo mundo estaría a cargo de ellas, las rechazadas.
Como si se tratara de la mitología griega de las Amazona, ahora globalizadas y con perfiles de Facebook, hay aquí una micro política compuesta de jóvenes y maduras, de familias funcionales y disfuncionales, heterosexuales, homosexuales y transexuales, norteamericanas, latinas, negras, orientales y hasta rusas. Las hay de todas las edades y razas, y con el correr de los capítulos nos enteramos que están ahí. de una u otra manera, por un amor engañoso, por tráfico de drogas, o por defender sus propias vidas. Ninguna es una criminal de alta peligrosidad: fue la desesperanza y la angustia de vivir lo que las puso en una situación límite y contraria al orden establecido.
Imaginando un crossover surrealista, una vez que finalice The Walking Dead, las chicas de OITNB podrían salir en libertad a colonizar la nueva tierra mientras de fondo suena “You’ve got time” de Regina Spektor. Tienen el carácter, la fuerza y el aplomo —también hay diferencias y roces (¿En qué grupo humano no los hay!), más aún en un espacio como la cárcel—, y saben administrar los escasos recursos que tienen a mano. Además, son ingeniosas, aguerridas y pragmáticas, y por ende, las indicadas para configurar una nueva constitución y una sororidad de matriarcas a partir del fracaso del modelo existente.
La reciente temporada estrenada hace días viene inclinada a la espiritualidad y la búsqueda personal. Es de esperar que demoren en encontrarse, para no perder de vista por varias temporadas más a Piper, Red, Alex, Nicky, Dayanara, Sophia y las otras chicas del montón, que siguen intentando romper sus techos de cristal.