En El Clan (2015), de Pablo Trapero, la psicopatía es inclusiva; no discrimina y demuestra que la maldad también puede surgir de una clase media emergente que cobra con sangre el sentirse abandonada.
Arquímedes Puccio, un impresionante y difícilmente olvidable Guillermo Francella, es un testigo inquieto de cómo llega la transición democrática de Alfonsín a Argentina luego del feroz «Proceso de reorganización nacional», eufemismo con el que se autobautizó la dictadura cívico militar. Entonces, este patriarca de clase media bien conectado con la burguesía bonaerense se siente traicionado, y, movido por una envidia patológica, reúne a un par de matones de su confianza y pone como carnada a su sumiso hijo Alejandro (Peter Lanzani), una estrella del rugby, para comenzar a cobrar onerosos rescates por la vida de sus rehenes.
El amor parental y los vínculos de sangre tiran con fuerza: tu padre está loco y lo sabes, pero lo quieres, lo respetas y te ha dado todo. Eres obediente y te subyugas ante él, entonces no queda más que acatar sus órdenes, encerrarse a llorar en la pieza, como lo hacen tus hermanos para aplacar la angustia del secreto compartido, y luego, bajar a comer, ayudar a tu dulce madre a lavar los platos y sentarse frente a la tele a ver la serie de turno. Mientras tanto, en tu cabeza intentas bloquear los gritos que provienen del sótano. Es mejor así, es lo mejor para todos. La psicosis se hace más llevadera cuando es colectiva.
Pienso en el público que me rodeaba esa tarde de domingo en un cine de Los Domínicos, gente que a todas luces, y en su mayoría apoyaron el golpe de Estado chileno financiado gentilmente por EE.UU. Es cuando se inicia una segunda trama, un acto de cine dentro del cine —o de un docureality dentro del cine, más bien: un argumento paralelo casi buñueliano tensado sobre los cables del distanciamiento emocional. Los señores mayores se espantan e incomodan con el modus operandi de Puccio y la evasión en concubinato de los integrantes del clan. De seguro si se hiciera una versión cinematográfica sobre los reales alcances de los casos de los psicópatas de Viña o del crimen de Alice Meyer, los aplausos que coronaron los créditos finales de la película de Trapero, acá se transfigurarían por rabiosos alegatos basados en el «marxismo y resentimiento social» de los cineastas locales que no trepidan en su siniestro plan de quebrantar la reconciliación.
Las dictaduras vistas como fábricas de monstruos bestiales son un hecho extraliterario, el taxista que gentilmente te conversa y presta el diario del día pudo ser un agente de la CNI o la DINA. Al igual que la peluquera del barrio que hizo de informante, o el doctor de cabecera familiar que torturó opositores a modo de pega part time. Ahora no son más que pálidos fantasmas que pasan el tiempo rogándole a dios por pasar desapercibidos, por no ser funados en la puerta de la casa o siendo llamados a declarar, luego de que algún militar atormentado se volvió insensible a los efectos del clonazepam y la fluoxetina y se decidió a hablar.
Pienso en todos nuestros parientes y conocidos que aún agradecen la gesta pinochetista —o en estricto rigor de Milton Friedman—, en lo imposible que es no volverse loco viviendo con una «justicia en la medida de lo posible» y en cuantas conductas enfermizas aún no han sido contadas acerca de la última dictadura. Por eso, en un acto de inmolación, de real alejamiento de tanta perturbación validada de motu proprio a través de gobiernos democráticos, lo mejor sea soltarse y correr, para luego saltar al vacío y estrellarse contra el mármol fresco.
Y despertar entonces, en otro plano de la realidad. Uno al que los Puccio no llegaron nunca.