El año 1977 fue determinante para el poeta. Braulio Arenas publicó entonces su proclama “Chile es así” en un suplemento dominical, donde abrazaba al gobierno militar, en desmedro de la izquierda allendista.
El año 1977 fue determinante para el poeta Braulio Arenas. Entonces publicó su proclama “Chile es así” en un suplemento dominical, donde abrazaba al gobierno militar, en desmedro de la izquierda allendista:
Era el reinado de la jap
con largas colas por doquier,
banderas rojas por doquier,
mercado negro por doquier,
era el despojo sin impunidad,
era el canalla, como rey,
era la orgía más bestial,
y por la calle, a plena luz,
se paseaba el criminal.
Y de improviso terminó,
la pesadilla tuvo fin:
Chile se alzó con gran poder
y disipó la oscuridad.
Muchos escritores lo enfrentaron, como José Ricardo Morales y Mahfúd Massis, mientras otros, por el contrario, se mostraron abiertos y conocedores de su obra y los malabares de su accidentada vida personal, que comienzan con la muerte de la madre —cuando tenía solo seis años— y luego la del padre —a los doce años—.
En esta especie de biografía coral, escritores, investigadores y periodistas se refieren a la figura de Braulio Arenas.
Nicanor Parra entrevistado por Babelia (El País, 2011):
«Braulio Arenas, ¿se ubica con Arenas?, es un poeta que una vez me dijo: ‘Nicanor, tú eres el mejor poeta mexicano’. ¡Mexicano! Era el peor insulto que le podían decir a uno. Pero Braulio me enseñó que cada diez versos hay que tirar uno oscuro, hay que poner uno que no entienda nadie, ni uno mismo. Y ahí se arregla la cosa. Y eso que en esa época Neruda todavía no había descubierto el kitsch».
Ester Matte Alessandri en Tres escritores de la Generación del 38 (El Mercurio, 15 de mayo de 1960):
«Braulio Arenas ha dedicado su vida al fervor literario. Incansable en su ideal, va por la vida como un peregrino del sueño majestuosamente llevado por su elevada naturaleza artística. Todo en él es calidad, su arte, su amena charla y su leal amistad».
Jaime Quezada en La Mandrágora y otros libros (Pehuén, 1998):
«Genealógico lector de libros de caballería y de maldorores cantos, Braulio Arenas hizo de la literatura un ejercicio de acción de gracias y, a su vez, tabla salvadora de su escritura diaria. Creyó a pie juntillas (y practicó) en el llamado ‘automatismo sin control’, poniendo palabras a la imaginación creadora o haciendo del juego de la lógica un maravillamiento de los sentidos. En el momento menos pensado podían ocurrírsele ciertas ideas emparentadas con un paraguas, con una máquina de coser, con un reloj despertador o con un paquete de galletas. Señales todas de un vocabulario poético que irían, luego, a sus reveladores versos de su mundinovi desvivir. La poesía como brasa ardiendo en la palma de su mano y como vitalizador y natural oxígeno. Su llave secreta: De luz a poesía, / de agua a secreto, permanecer, y amor es real».
Teófilo Cid en Mandrágora en su generación (Revista Literaria de la Sociedad de Escritores de Chile, 1960):
«El nombre Mandrágora nos había perseguido desde las profundidades de la infancia, en forma coincidente, como si se tratara de una especie de misterioso lugar geométrico, destinado a unir nuestros esfuerzos. Tanto Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, como el que escribe estas líneas, habíamos sido seducidos por un extraño film rodado en Alemania mucho antes de que el demonio del fascismo hiciera presa de esa nación. Aquel film, exhibido en los cinematógrafos de Santiago y de provincia, se llamaba Alraune, es decir, Mandrágora en la lengua de Goethe. Aquel nombre foráneo tenía, además, el mérito de revelar en parte nuestro pensamiento central. Nosotros también estábamos dispuestos a emprender una romántica aventura en busca del poder, el poder supremo, el que concede el don de la palabra».
Braulio Arenas en Enrique Gómez Correa y los tiempos de la Mandrágora (Editorial Nascimento, 1982):
«En los tiempo de la Mandrágora nosotros nos alucinábamos fácilmente con la palabra desvinculada del concepto, y encontrábamos numerosísimos ejemplos para apoyar nuestro entusiasmo, entre los cuales el famoso aforismo de Fabre d’Olivet (uno de los iluminados, contemporáneos de la Revolución Francesa) ejercía su máxima enseñanza: las consonantes son el cuerpo, y las vocales son el alma de las palabras».
Bernardo Subercaseaux en Historia de las ideas y de la cultura en Chile (Editorial Universitaria, 2004):
«(El grupo La Mandrágora) fue un discurso vanguardista de obturación de la realidad y, como tal, uno de resistencia espiritual, con una lógica artística y no social. Fue una estética surrealista y freudiana asumida rabelesianamente, sin medias tintas, tras lo cual estaba el intento de una vanguardia radical en lo estético, que estuviera totalmente fuera de la realidad, o que se derramara de tal modo sobre ella hasta hacerla desaparecer».
Rafael Frontaura entrevistado por Las Últimas Noticias (1935):
«He descubierto al autor que dentro de poco será lo más estupendo, lo más aplaudido, lo más solicitado que habrá en todo Chile. Se llama Braulio Arenas y llegará, os lo aseguro comprometiéndome a apostar mil pesos a de aquí a un año, Braulio Arenas nos dará a conocer la mejor comedia o el mejor drama que se haya escrito jamás en este país».
César Aira en Diccionario de autores latinoamericanos (Emecé, 2001):
«Aunque prolífico, Arenas conservó algo de ‘novelista aficionado’, de poeta que experimenta con una forma que no es la suya y lo hace con singular libertad, sin condescender en moldes o mecanismos convencionales. Inventó su propia técnica y la reinventó en cada libro».
Braulio Arenas en Surrealismo latinoamericano. Preguntas y respuestas (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1979):
«Cuando comprendí que me repetía en textos automáticos, como un burro dando vueltas en la noria, entonces escribí el Discurso del gran poder y novelas sentimentales como Adiós a la familia».
Rafael Gumucio en La casa fantasma y otros poemas (Ediciones UDP, 2012):
«Un suicidio asistido, una entrada fatal al panteón literario chileno, fue lo que hizo Arenas el 11 de julio de 1940, a los 27 años, cuando apenas había publicado algunos folletos y un libro de poemas. Siguiendo la línea de Breton y sus amigos de provocar sin misericordia, de torcerle el pescuezo a todo lo que oliera a museo o academia –lo que pedían esas revistas parisinas que llegaban a Santiago tarde, mal o nunca–, ese día tomó valor durante un homenaje a Pablo Neruda en el salón de Honor de la Universidad de Chile, y en vez de atacar a un cadáver, como lo habían hecho los surrealistas franceses con Anatole France, descuartizó a un poeta vivo, con el agregado de que se trataba del indiscutido rey del verso en castellano, quien además llegaría a ser uno de los mejores amigos de Éluard y Aragon (…) Al contrario de lo que quería creer Elisa Bindhoff, quizás no haya habido surrealistas —auténticos, peligrosos, tragicómicos surrealistas— más que en Chile. Solo al final del mundo, donde nadie los podía ir a buscar, en un país dividido entre funcionarios dormidos e indios rebeldes, donde las ruinas se inauguran y las estatuas no paran de moverse de lugar, aquel escándalo no carecía de sentido. Sindicado como un soldado de Huidobro —quien nada tuvo que ver con el ataque—, Arenas quedó entonces encerrado en la cárcel del resentimiento local, obligado a asumir, a pesar suyo, el hecho de ser considerado un peligro para la sociedad literaria. Ofendido, paranoico, con delirios de persecución, no supo si reivindicar la autoría de su acto, fortalecer su liderazgo dentro del grupo Mandrágora (nada lo agraviaba más que ser motejado como «el niño de los mandados» de Huidobro) o disculparse por ese hecho de violencia, por ese apuro, tan lejano a su carácter».
El Mercurio (29 de agosto de 1984):
«Escritor premiado. Braulio Arenas, de 71 años, fue distinguido ayer con el Premio Nacional de Literatura. Una vida dedicada a las letras, con una vasta producción en el campo de la poesía, narrativa, ensayo y teatro, fue avalada por el jurado como mérito para entregar el galardón».
Germán Marín en Antes de que yo muera (Ediciones UDP, 2011):
«Siempre me he dicho que, consecuencia de la animosidad que existía con Braulio Arenas, debido en parte años atrás a una provocación con que incitara en público a Pablo Neruda en defensa de Vicente Huidobro, ocurrida en el salón de honor de la Universidad de Chile, su sino literario nunca quedó en buen pie y desairado. Puesto al final de los suyos, encontró en el pinochetismo un espacio que lo halagó y que, con justicia literaria esa vez, le concedió el Premio Nacional de Literatura».
Enrique Lihn en El circo en llamas (LOM Ediciones, 1997):
«Vestía sin glamour, como un actor secundario del cine de los años 40, esto es, como cualquier funcionario chileno de cuello y corbata, terno completo recién planchado y sombrero de ala ancha. Un equivalente de esos personajes elegantes y anodinos de René Magritte, impávidamente implicado en situaciones imposibles. En las peluquerías se hacía afeitar la cabeza. Sus rasgos faciales eran los de un ancestro andino y precolombino, desinteresado de la actualidad. De complexión espesa, quizás atlética —había boxeado en su juventud, en homenaje a Arthur Cravan—, su palidez traicionaba al hombre que vivía (es una frase suya) «en esa línea indecisa que va de lo que pudo suceder, a lo que realmente ha sucedido», territorio poco soleado. Tenía, pues, que ser alérgico a la miseria, por muy pobre que fuera, como hay los que mueren ante el menor descuido de la anestesia durante una operación poco grave. Los suyos se morían, mientras él avanzaba más allá de los setenta años. No tuvo más remedio que hacer el saludo militar. Por otra parte, la instalación lejos de la alegría de vivir, muy cerca de la contrariedad, tiene un precio de mala ley que obliga a negar al amigo, por sospechoso; a falsificar la memoria, a vivir el presente a una falsa luz que se parece demasiado a la oscuridad. Un 11 de septiembre, Arenas se exilió en un colaboracionismo patético, histérico y exangüe».
Gonzalo Rojas en El mundo y su doble (Ediciones Altazor, 1963):
«Aunque no lo quisiéramos —ni él lo quisiera acaso— Braulio Arenas fue nuestro capitán indiscutible, tanto en la publicación de nuestra hojas mandragóricas, precursoras de la bomba atómica, como en los actos poético-terroristas. Recuérdese el famoso episodio del Salón de Honor de la Universidad de Chile cuando Braulio arrebató a viva fuerza el discurso que Neruda leía como despedida del país ante la admiración de sus oyentes, alcanzando a arrojarlo en pedacitos al toro de ese público por encima de un piano, segundos antes de ser devuelto a su butaca por el aire, merced al despiadado punch de un nerudiano boxeador, harto elocuente».