Zack Snyder no es Christopher Nolan y ese es su mérito: donde su colega instala densidad psicológica y política, el director de Batman v. Superman prefiere una epopeya de explosiones y masculinidad herida.
Una imagen pop para dos íconos ad hoc: Batman v. Superman es como ir al supermercado a hacer la compra del mes, un 31 de diciembre, a las siete de la tarde. Es altamente probable que falten insumos de la lista, que se compren cosas de más y que se cargue la balanza con comida poco nutritiva; aún así, hambre no se pasará y la despensa quedará cubierta.
Zack Snyder no es Christopher Nolan. Y ese, en primer lugar, es su mérito: donde su colega instala densidad psicológica y política, el director de Watchmen (2009) prefiere hacer una epopeya compuesta por explosiones y masculinidad herida. Así las cosas, pragmatismo ante todo, lo más sensato es apreciarla como la intersección de una secuela de El hombre de acero (2013) y un reboot de la trilogía de Nolan protagonizada por Christian Bale, a la cual le sobra ansiedad pero jamás se priva de emoción ni de espectacularidad.
La verdadera mitología de Batman v. Superman no radica en sus protagonistas (Henry Cavill y Ben Affleck, precisos en sus roles), sino en toda la serie de trascendidos surgidos en torno a este operático blockbuster durante su etapa de producción. Partiendo por las altas expectativas en torno a la flamante sociedad comercial de Warner y DC Comics para desarrollar la cinta y sus respectivas secuelas. Sin contar los 250 millones de dólares que costó y sin incluir los gastos de lanzamiento: puro comidillo de making-of.
Hombres huérfanos, guapos y escindidos se enfrentan, más allá del debate de lo justo y lo ético, buscando aniquilar a su doppelganger. Esa es la verdadera lucha: la humanidad no depende de los aires altruistas de este tándem, sino de algo mucho más frívolo y mezquino: la soberbia. Entonces, las lecturas sociales y religiosas deslizadas, penden de un rasgo de personalidad lo suficientemente pesimista para imprimirle complejidad a una historia de cáscara light, pero de centro líquido espeso.
Hay un tercer hombre abandonado, no tan guapo pero sí muy dividido en su psiquis: Lex Luthor (un potente Jesse Eisenberg), un millonario nerd que le guiña un ojo al Joker de Heath Ledger, y que, al igual que su colega, es un agente del caos que buscar comerse al mundo.
Y pensando fríamente, existe un cuarto sujeto que opera a la sombra del guardián de Ciudad Gótica, como la voz de la calma en momentos de agobio. Alfred Pennyworth (Jeremy Irons), más ácido y cínico que el flemático mayordomo encarnado antes por Michael Caine. Si el mayordomo de Nolan funcionaba como un padre contrahecho, el de Snyder no es más que otro marginado que admira a su jefe y no esconde su realidad. Es otro murciélago más en las dependencias subterráneas de Bruce Wayne.
Entonces se trata de cuatro identidades críticas que solo pueden ser bien conducidas por mujeres aguerridas; Lois Lane, Martha Kent, Diana Prince y la senadora Finch: Amy Adams, Diane Lane, Gal Gadot y Holly Hunter, un perfecto poliedro de cuatro caras, quienes no temen inmolarse si fuese necesario en favor de mantener con paños fríos la psicología inestable de los hombres.
Aquí no hay guerra de los sexos, hay carencias y epifanías fugaces que funcionan como anticipo de un futuro que se cierne tétrico con la aparición de Doomsday, un golem devastador salido de la factoría de Luthor.
Para los puristas de las novelas gráficas El regreso del señor de la noche (1986) y La muerte de Superman (1992), de las que su director contrabandea ideas, Batman v. Superman puede resultar irritante. Primero porque aquí todo funciona como una gran amalgama que camina en varias direcciones confusas. He ahí lo curioso: cuando uno pensaría en dar todo por perdido, emerge el paroxismo haciendo que lo errático se perdone. Suena tramposo, y en efecto lo es. Pero nunca es deshonesta consigo. Zack Snyder quiere contarlo todo, abarcarlo todo y disfrutarlo todo. Y lo logra, realmente lo logra, le duela a quien le duela.