De aquí a la eternidad

por · Junio de 2016

El rock and roll, escribe Camilo Marks, es el movimiento musical más importante de la pasada centuria y de lo que va de la actual.

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El hecho de haber empezado a hacer clases ya maduro, quizá algo tarde en la vida, más que un inconveniente, me ha servido para aprender, comprender y darme cuenta de cosas en las que jamás me habría fijado sin haber ejercido la docencia. No son en absoluto cosas originales ni inesperadas, ya que caen en lo que suele llamarse el lugar común. Y hace ya bastante tiempo que siento tolerancia y estoy lejos de despreciar el lugar común, a menos que se trate de clichés burdos, de frases hechas que nada dicen: en lo evidente, en lo manifiesto, en aquello que pasamos por alto, suelen encontrarse verdades que ignorábamos. Una de estas verdades es que el rock and roll es el movimiento musical —y hasta cierto punto poético, cultural, artístico— más importante de la pasada centuria y de lo que va de la actual, tal vez incluso de los últimos cien años. Lo que en sus inicios fue un baile de salón típicamente norteamericano y pudo haberse quedado como tal, del mismo modo en que ocurrió con el charleston, el boogie, el fox trot, se transformó con los años en un fenómeno mundial que traspasó la barrera idiomática del inglés, para cantarse en idiomas tan alejados de esa matriz como el ruso, el japonés, el serbocroata, el finés, el suajili, el árabe y, por supuesto, el español. Y los grandes solistas y conjuntos de rock hace mucho tiempo que se desplazaron de las capitales occidentales, para atrapar al público de países como Nigeria, Rumania, Argentina, Islandia, Filipinas o Marruecos. En este sentido, vale decir, en la universalidad que lo caracteriza, si bien en una escala distinta, podemos comparar al rock con el barroco italiano de los siglos XVII y XVIII o con el clasicismo vienés del XIX y principios del XX. Indudablemente, tenemos rock para muchísimo tiempo más y a pesar de que no ejerzo la futurología ni me atraen las ciencias adivinatorias, me atrevo a pronosticar su duración de aquí a la eternidad.

Por razones que sinceramente desconozco, salvo quizá mi proximidad afectiva con los alumnos, cuando durante la década del 90 me desempeñaba en la Universidad de Santiago, tres estudiantes mujeres me pidieron que dirigiera sus tesis relacionadas con el rock chileno. La primera de ellas, Angélica, elaboró un brillante trabajo acerca de la lírica en las letras de Los Prisioneros y Lucybell; huelga decir que, fuera de un par de temas, yo poco o nada sabía sobre esos grupos y si acepté fue para saber qué se traían entre manos. La segunda, Marisol, dedicó sus esfuerzos a la nueva ola de los 60, en el contexto de las industrias culturales; en este caso, algo de idea tenía, pues todavía me sé de memoria las canciones de The Ramblers, Peter Rock, Gloria Benavides o Cecilia.

La tercera, Patricia, me propuso un asunto fascinante y que aún me intriga: los nombres de las bandas nacionales y su derivación proveniente de intérpretes extranjeros que, al menos en su denominación de origen, representan claros ejemplos de estridencia, disconformidad, gusto por lo llamativo, ganas de provocar, en buena medida mostrarse subversivos: Dire Straits, The police, The Clash, Foo Fighters, Witchcraft, The Who, Guns N’ Roses, Cream, Iron Butterfly, AC/DC, Sex Pistols y un prolongado etcétera. Lo que a Patricia y a mí nos interesaba no eran las variantes, subvariantes, ramificaciones, subramificaciones ni las sucesivas evoluciones de cada género del rock —hard, heavy, metal, punk, glam, grunge— sino por qué esas pandillas habían elegido llamarse como se llamaban. Claro, no es para nada lo mismo escuchar o ir a ver a gente que toca como Bill Haley y sus cometas, The Platters, The Doors o The Rolling Stones, que asistir a un concierto de Mayhem, Darkthrone, Hellhammer, Morbid Angel o Napalm Death. Ni mucho menos embelesarnos con las voces de Janis Joplin, Aretha Franklin, Joe Cocker, Bob Dylan o Tina Turner, que entusiasmarse ante los gemidos, aullidos y estentóreos bramidos de Marilyn Manson, Alice Cooper y Ozzy Osbourne, a cargo del conjunto Black Sabbath. Para nuestra sorpresa, descubrimos que, con excepción de Marilyn Manson (cuyos nombres provienen de la actriz Marilyn Monroe y el asesino en serie Charles Manson), nadie o casi nadie sabía cuál era el motivo de que Grateful Dead escogiera tan sugestiva presentación.

Otro dato revelador que me fue dado a conocer en esas fechas fue la nueva acepción de la palabra tocata. Para mí, se trataba de una práctica musical asociada con los compositores que iban desde el Renacimiento hasta Juan Sebastián Bach, siendo la Tocata y fuga en Re menor una de sus piezas más famosas, entre otros motivos debido a que Walt Disney la ilustró con dibujos abstractos en su película Fantasía, de 1940. No se me pasaría por la cabeza explicar en qué consiste una tocata de rock, ya que a estas alturas todo el mundo lo sabe. Sin embargo, tengo que contar que fui, junto a Angélica, Marisol y Patricia a varias de estas encerronas, con resultados previsibles: si no salí fracturado, fue por puro milagro.

En Chile siempre se ha sostenido que todo llega atrasado o viene de segunda mano. Sin embargo, con el rock o al menos con respecto a la extrema singularidad con la que sus cultores se han bautizado, ello no ha sucedido. De Los Jaivas o Congreso se sabe todo o casi todo, por lo que es innecesario y redundante detenerse en explicaciones. Pero la rareza y novedad de Tumulto, Arena movediza, Pinochet Boys, Fulano, Electrodomésticos, Sexual Democracia, Fiskales Ad Hoc, Orgasmo, Necrosis, De Kiruza, Chancho en piedra, Ocho bolas, Q. E. P. D., Callejón Oscuro, Coprofago, Bismarck, Aneurisma y muchos otros, están tan a la vista, que resaltan ante la simple lectura de aquellas rúbricas. Por descontado, a mí me era totalmente imposible averiguar dónde se hallaban las raíces de semejantes designaciones y todavía estaría buscándolas si hubiera optado por hacerlo. Patricia investigó con esmero, entrevistó a numerosos integrantes de esas agrupaciones y hurgó por donde pudo, sin lograr más de lo que yo también conocía, o sea, nada. Tal vez la única excepción fuera De Kiruza, que nació de un antiguo refrán mediante el cual los vendedores de pescado callejeros anunciaban sus productos (¡De Kiruza…la merluza!).

Los nombres de las cosas, me decía, obedecen a causas, a razones, a propósitos definidos y por algo las calles se llaman como se llaman y los libros tienen los títulos que tienen. Y aun así, era imposible llegar siquiera a presentir dónde se encontraba la génesis de que Slayer y Anthrax hubieran decidido ponerse así o de que Frutos del país y Massakre hubiesen tomado igual opción. De modo que llegamos a varias conclusiones, que pueden resumirse como sigue: en el profundo romanticismo del rock, en su camaleónica arbitrariedad, en la ilimitada capacidad innovadora de sus vocalistas e instrumentistas, en la versatilidad de esta corriente que abarca los cuatro puntos cardinales, hallamos el germen o el fundamento de que estos intérpretes hayan escogido llamarse Escombros o Iron Maiden.

No obstante, Angélica, Marisol y Patricia me enseñaron algo más relevante que todo lo anterior. Mis gustos en materia de rock eran harto convencionales, más bien tirando para lo generalmente aceptado. El rock latino me parecía de escasa significación y de rock chileno, ni hablar. Y de pronto surgió ante mí una riqueza, una variedad, una singularidad de aspectos realmente espectacular. Comencé a sentir respeto y hasta admiración por muchachos y muchachas y también por personas mayores que, contra toda profecía negativa, a veces en condiciones de extrema precariedad, dedicaban sus vidas y la savia de sus talentos para actuar en lugares impresentables, en recintos poco accesibles o, cuando mucho, en escenarios, cines de barrio que se dignaban acogerlos y locales a los que solo llegan los enterados. Nunca como antes había habido en Chile tantos jóvenes estudiando teatro, cine, arte, música, tecnologías del sonido, en suma, profesiones nada de lucrativas, ocupaciones que van a contracorriente del modelo socioeconómico imperante. Nunca como antes habíamos tenido tantos conjuntos de rock, desde Arica a Magallanes, en ciudades y pueblos, en suburbios empobrecidos o en los extramuros de las provincias.

La mayoría apenas sobrevive, pero eso carece de significado ante la magnitud del fenómeno. Lo que se inició hace más de seis décadas como una expresión sonora impredecible, de alcances insospechados, también llegó para quedarse en nuestro país. Nadie puede vaticinar con exactitud cuánto durará, aunque es seguro que a lo largo de las próximas generaciones seguiremos teniendo rock chileno.

De aquí a la eternidad

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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