Jorge González en el Teatro Caupolicán junto a los Fother Muckers
Cualquiera que haya vivido un poco está consciente de que un año puede llegar a durar un siglo o un segundo. Con todos sus acentos, verdades y mentiras, todo mezclado y al mismo tiempo. Así mismo pasa en los conciertos. Los segundos parecen tan rápidos cuando la fuerza de la experiencia y la intensidad de algunos elegidos se ubica en frente, dejando un gran recuerdo, algo efervescente, al contrario de los momentos flojos, que hacen ruido y te provocan una eterna cacofonía y las ganas de salir arrancando del lugar.
Todo eso tuvo el concierto de Jorge González, su propia cátedra.
Con un Teatro Caupolicán habilitado sólo en su parte inferior, la primera parte fue simplemente de colección. Jorge González Ríos apareció muy sonriente agradeciendo la convocatoria y destacando que no hizo promoción ni entrevistas con medios contrarios a sus ideas: “Me parece increíble que hace más de 25 años que grabamos las primeras canciones, aún tener la posibilidad de estar trabajando como músico sin tener que besarle el culo a la gente de El Mercurio, La Tercera y los canales de TV”.
De chaqueta negra y pelo blanco rápidamente desenfundó el tema que abre y le da nombre al primer disco en la historia oficial de Los Prisioneros: La voz de los 80 (1984).
A 27 años de su lanzamiento y dueño del escenario, las canciones salieron de memoria, con González cantando de lado a lado sobre las tablas, con la mirada clavada en sus seguidores. Sonó vigente, con mucha distorsión y la impronta del uruguayo Gonzalo Yáñez en las guitarras, explotando la austeridad del registro original, fiel al rock sin pretensiones virtuosas de The Clash, en compañía de Jorge Del Campo, con lentes de sol sobre el bajo, y un entregado Pedropiedra en la batería, para dejar al creador de este legado musical en la exclusiva tarea de repasar sus propias estrofas y uno que otro de sus acostumbrados y encendidos discursos.
La noche siguió el mismo curso original del disco: Brigada de negro fue sucedida de algunas referencias a la Venezuela de Chávez y a la Argentina que sigue “liberándose del yugo” del Fondo Monetario Internacional. “…y Chile. Chile sigue diciéndonos que…” Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos. Para continuar con Eve-Evelyn, Sexo y ¿Quién mató a Marilyn?, con un coro que simplemente llenó cada espacio vacío del teatro.
González está vigente porque todo el desencanto juvenil de estas letras y toda esa aguda observación social, aparentemente superficial, sobrevivieron una dictadura, alimentaron un montón de bandas sonoras personales y reunieron, bajo el escenario, al menos a dos generaciones distintas.
Paramar, No necesitamos banderas y Mentalidad televisiva sonaron sentidas, furiosas, con el rostro encolerizado de González y con el espesor sónico que define a un clásico en cualquier lugar. La pasta que marca a un elegido y que, por ejemplo, relevó al limbo del olvido el sonido emparentado de sus contemporáneos de La Banda 69 y La Planta Baja.
“Probablemente una de las canciones que me ponen más orgulloso de haber grabado, la terminé para mi cumpleaños número 19”: Nunca quedas mal con nadie fue el cierre de este primer bloque, con el guiño al Joe Jackson de Pretty boys y que en su momento fue una abierta crítica a los cantantes del Canto Nuevo.
El escenario se oscurece y queda vacío. Unos minutos más tarde aparece en el mismo formato de La cumbre del rock chileno, acompañado de una Gibson Lucille negra [si la vista no me falla] para interpretar en “desnudo” Tren al sur [finalmente la producción de El Abrazo confirmó y pidió disculpas públicas a González por cortarle el bis de su show: esta misma canción junto a su productor original Gustavo Santaolalla]. Una versión opaca, con un acompañamiento de guitarras tan mezquino que el contraste con el enorme coro del público le jugó a favor, pero hay que ser claro: fue una versión pobre que pareció más una licencia de rockstar que cualquier otra cosa.
Necesito poder respirar, del viejo de Albert Hammond Jr de The Strokes, salvó el exabrupto, con González mezclando sobre el final algunas estrofas de la radioheadiana Creep: “She’s running out again, she’s running out…” elevó en su impecable registro, por cierto muy versátil, para olvidarse de la guitarra y cantar a pulso Corazones rojos y quizás una de sus mejores canciones: El baile de los que sobran.
Para el segundo bis, otros repasos. “Me gustó volver a tocar en mi querida patria, con gente que no está preocupada de la plata para la jubilación, sino que tocan por gusto”. Presentó detenidamente a sus tres músicos y siguió con Sudamerican rockers y la despedida con Por qué no se van: “si tu apellido no es González ni Ríos”.
Dejó un buen sabor el experimento de revivir la leyenda de La voz de los 80, con su instrumentación exacta (bajo, batería, guitarra, voz) y una leyenda viva en frente y por los parlantes. Es más: desde esta redacción nos aventuramos a proponer extrapolar este mismo formato a un disco que ha envejecido muy bien entre los nuevos seguidores de González: el Corazones de 1990. Acaso la cara más pop de Los Prisioneros. Porque después de todo, como alguna vez nos dijo el propio Jorge González en entrevista con esta revista: “Los artistas pop trabajan tres veces más duro que los de rock”.