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por · Abril de 2016

A propósito de la exposición Christina Ricci, del pintor Francisco Morales y el escultor Domingo Martínez.

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Al entrar a la muestra Christina Ricci uno se encuentra con «una situación». No estamos ante una serie de cuadros y objetos escultóricos, sino ante un ambiente, un entorno deliberadamente creado para sacarnos de la mente el ruido que veníamos trayendo mientras caminábamos por la calle. Así entramos en un sitio extraño y familiar, donde abundan las dudas sobre si lo que vemos es realmente lo que creemos ver. ¿De quién son estos cuadros, esta mesa, estos recortes pegados en la muralla? ¿Por qué hay cosas colgadas y otras en el suelo, o dispuestos contra la pared sin la pulcritud y la elegancia acostumbrada, sin los marcos negros que le dan valor a cualquier suciedad? ¿Cómo sé quién es el autor de esto o de aquello? ¿Qué significa la figura de Christina Ricci en medio de esta precariedad construida?

Francisco Morales y Domingo Martínez han unido sus trabajos en un solo sistema visual, que deviene en aquello que Guy Debord le pedía al arte: deshacerse de su función decorativa, es decir, romper con el destino utilitario de las obras para convertirse en imágenes y objetos otros, fuera del circuito pragmático y económico.

Podemos constatar que una de las intenciones de ambos autores es desvirtuar lo que se conoce como una manifestación de arte. Una de las ideas que sostienen radica en quitarle el valor dramático y solemne, el aura, a estos eventos con virtudes de espectáculo, para darle un tono crudo. Con esta finalidad han decidido borrar la autoría, puesto que el montaje traslada un galpón marginal a la galería, con la intención de no esquivar el peso material y político de la situación de anonimato. ¿Acaso no son anónimos los seres que se pasean por lugares como este?

La apropiación de objetos familiares, comunes, la creación de falsos muebles y enseres extraños, los cuadros pintados, las fotografías, los recortes y mensajes pegados en la pared, vienen a consolidar la vocación «situacionista» que se percibe de inmediato en esta sala. Aquí no hay citas a las historias sagradas; aquí hay usurpación de elementos populares por parte de Morales y Martínez, quienes no están dispuestos a rendirle pleitesía ni a precursores ni a una estética determinada. Las semejanzas que alguien pueda encontrar entre lo que ve y lo que ha visto en ciertos ambientes, casas o lugares no son casuales, sino que operan como plagios de entornos que divisamos en nuestra memoria. Son imágenes ligadas a escenarios populares, como la parte que se salvó de una casa vieja luego de ser sacudida por un terremoto.

La diferencia, eso sí, es perceptible para el que detenga y despeje su mirada. Morales y Martínez trabajan como investigadores y coleccionistas de cierto detritus social. Me refiero a pequeños papeles con anotaciones hechas por un tipo casi iletrado, pedazos de palo con una palabra de amor escrita con letras torpes, vigas de madera vieja, trastos que no se sabe qué son, papeles manchados y estampados por las manos torpes del tiempo. Lo que han hecho con estos acopios es disponerlos, iluminarlos, deformarlos o juntarlos con otros elementos para alterar su sentido natural y cargarlos de un significado político al mostrar su pobreza desnuda. Esto solo se logra con la falta de boato con que están exhibidos los elementos presentes, cuya ironía y resentimiento están escondidos tras la falsa modestia con que se presentan.

Si bien la autoría de los autores ha sido desplazada hasta el anonimato, es imposible para el espectador informado pasar por alto que los trabajos escultóricos están realizados por Domingo Martínez y que las pinturas pertenecen a Francisco Morales. Hay que atenerse a sus matrices como artistas si queremos identificar las piezas que articulan esta puesta en escena. Aunque el agenciamiento alcanzado entre los dos es tal, que los hace cómplices en grado sumo.

La imposible descripción del trabajo de Martínez habla de su manera delicada de configurar sus intervenciones con luces, fotos, muebles y dibujos. Son obras ácidas, pero no por eso estridentes. Se camuflan como animitas insólitas, plantas, cajetillas de fósforos y otro tipo de enseres que inventa o transforma con gestos precisos, configurados para extraviar al espectador.

En la pintura de Morales se mezclan tópicos clásicos con escenas cotidianas, abordados con destreza y experiencia. Morales pinta de lo que conoce y lo hace sin piedad. El mundo genuino que muestra está lejos de dolerle. Sospecho que lo enorgullece. Me refiero a sus óleos sobre viejos tomando mate u otro de un tipo manejando un Volvo. Hay pinturas pequeñas de un antiguo bus rural visto desde dentro, de un plato con tres membrillos, y una virgen en blanco y negro que oscila entre la estampa y la fotografía, aunque es un óleo. En estas pinturas el drama está en los materiales y en la perspectiva que poseen.

Tema aparte es la pintura en la que aparece Christina Ricci, la cotizada actriz, tirada en una cama como maja con calzones de puta. La melancolía que transmite su figura es tan potente como su sexualidad que se intuye recién satisfecha. Este cuadro, que da nombre a esta exhibición, es una síntesis del humor e inteligencia de ambos autores para descolocar con lo cercano, con lo que no miramos de tanto verlo al pasar.

Christina Ricci

// Christina Ricci / Galería Bech (Alameda 123, Santiago)

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Sobre el autor:

Matías Rivas es Director de Publicaciones de la Universidad Diego Portales y autor de los poemarios Aniversario y otros poemas, Un muerto equivocado y Tragedias oportunas, además de Interrupciones. Diario de lecturas.

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