Constitución trash (o la memoria es una película clase B)

por · Junio de 2015

Existe una belleza extraña dentro del fracaso en Constitución, escribe Rodrigo Figueroa en Ciudad fritanga, un libro que le pone voz a las ciudades que ya no son pueblos pero tampoco metrópolis.

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La luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, escribió Álvaro Bisama en la novela Ruido. La frase cabe en Ciudad fritanga, un libro que le pone voz a las ciudades intermedias, esas que ya no son pueblos pero tampoco metrópolis. En este relato de Constitución —incluido en el libro—, el psicólogo Rodrigo Figueroa examina los entresijos de una ciudad puertas adentro, de promesas incumplidas y dependiente del poder central: «existe una belleza extraña dentro del fracaso que es precisamente la que parece existir en Constitución». Geografías castigadas con una fuga importante de cerebros y más nostalgia que optimismo, donde parecen habitar solo los que nacieron ahí y los que llegaron porque huían de algo.

Constitución

Uno. Terremotos.

Dicen que Constitución era Puerto Mayor y prometía el esplendor del progreso, pero en 1835 un terremoto —«terremoto y posterior tsunami», como repiten los periodistas— echó abajo los sueños de todos. Ciento setenta y cinco años después, otro terremoto volvió a poner en el interés público a este lugar perdido en la costa del Maule. Obviamente no fue el primer terremoto ni el segundo el que terminó con la idea de convertir al puerto en una localidad relativamente importante, pero es interesante notar que Constitución ha sido una ciudad al borde del desastre por más de un siglo, siempre a medio camino entre la reconstrucción y la siguiente tragedia, levantándose de entre los escombros como el asesino de una película slasher que creemos muerto pero reaparece en la secuela. Y como tal, a pesar de ser el fantasma que nos persigue, es el motivo central de la película y lo que nos mantiene expectantes.

Dos. Poética del trash.

El Baltimore que John Waters muestra en películas como Pink Flamingos, con la basura desbordando el paisaje y la suciedad como parte fundamental del white trash norteamericano, podría perfectamente ser Constitución. Esta es una ciudad llena de personajes extraños e historias bizarras, amén de poseer una planta de celulosa que produce humo y residuos que van a parar al mar 24/7, combinando así la polución ambiental con lo freak de las historias que circulan: «Flaites» a caballo amenazando a escolares, amantes suicidas con sus nombres escritos en las paredes de la ciudad, metaleros satánicos que comen animales, monstruos marinos que aparecen muertos en la playa, el rumor de que la ciudad se destruiría —con explosiones, ondas expansivas y posibles mutaciones post-desastre dignas de cualquier película clase B— si la planta de celulosa se detenía, botillerías cada dos cuadras, una pareja de actores porno hambrientos de fama, evangélicos predicando en las esquinas con sus guitarras y voces desafinadas, conspiraciones nazis que sitúan en la costa maulina el último refugio de Hitler y peladeros que los fines de semana se transforman en puntos de reunión nocturnos. En definitiva, una ciudad trash, en el mejor sentido de la palabra, con una mitología apócrifa y una poética particular, casi Fortiana, donde lo maravilloso se une a lo extraño.

Tres. Black Metal Ist Krieg.

Otra película se me viene a la cabeza: Gummo, de Harmony Korine, que muestra una ciudad pequeña de Ohio después del paso de un tornado y su ola de destrucción. En el film hay abuso de drogas, niños decadentes, (auto) destrucción, aburrimiento, belleza en el caos. El mismo prontuario que el de cualquier joven en Constitución. Incluso el soundtrack de la película, con bandas metal y punk sucias y oscuras, toma parte de la música que durante esa época nos unía a mí y a mis amigos como grupo de adolescentes perdidos. Tal como en esa película, nos pasábamos los fines de semana rompiendo cosas —desde botellas vacías hasta un auto abandonado— emborrachándonos en las rocas de la playa —que se supone son el mayor atractivo turístico de la ciudad— o en medio de los bosques —propiedad de la forestal CELCO—, viendo películas porno en la pieza abarrotada de cassettes piratas de un amigo, escuchando malas bandas que tocaban malas canciones, creando una mitología propia, perdiendo el tiempo, esperando el fin del mundo o como decía una vieja canción de La Polla Records, «dejando pasar nuestra alegre juventud». No había ningún afán nihilista en todo eso ni una ética no future. No éramos los beatniks de los ‘50 ni los punks de finales de los ‘70. Solo éramos adolescentes aburridos en una ciudad pequeña que bordeaba el desastre cada cierto tiempo. Intuyendo que todo podía terminar sorpresivamente, solo nos dedicábamos a esperar lo inevitable.

Cuatro. Beautiful Losers.

Dentro de la lógica exitista que se impone, calificar a alguien/algo de perdedor suele ser tomado de forma negativa, pero existe una belleza extraña dentro del fracaso que es precisamente la que parece existir en Constitución. Una belleza ligada a la catástrofe y a la pérdida, al escombro, al detritus, a la cotidianidad más simple y torpe. Constitución es un puerto de sueños rotos que alguna vez pudo ser grande y que hoy solo le queda una melancolía extraña; una nostalgia que parece prestada y falsa pero que en el fondo es la más intima y personal. Como una canción antigua sonando en una radio AM llena de ruido y estática, como una foto mal tomada o como una película casera grabada en un vhs gastado de tanto que se ha visto, Constitución tiene una belleza trash, atractiva en sus particularidades; más allá de las rocas y las playas, los bosques y los cerros, es hermosa precisamente por no mostrar solo el atractivo de la postal sino también aquello que es difícil de mirar y de precisar donde esconde su encanto, pero que al final, uno termina inevitablemente queriendo.

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Ciudad fritanga. Crónicas de ciudades no-metropolitanas
Ricardo Greene (editor)
Bifurcaciones, 2014
205 p. — Ref. $7.000 (ventas: jota@bifurcaciones.cl)

Constitución trash (o la memoria es una película clase B)

Sobre el autor:

Rodrigo Figueroa

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