Creed, la película de Michael B. Jordan y Sylvester Stallone, es un manifiesto de toda esa casta de marginados convertidos a pulso en príncipes y princesas de emociones nobles.
Rocky Balboa, ese inmenso símbolo pop, se luce en esta entrega que funciona como un capítulo aparte de su saga-madre. Una película entrañable, hecha con cariño para sus personajes y por un espectador que añora una clase de cine casi en extinción. Creed es un manifiesto de toda esa casta de películas de marginados convertidos a pulso en príncipes y princesas honorables.
Matar al padre, superarlo y luego honrarlo son las ideas que se establecen en Creed, donde Adonis Johnson (un sobresaliente Michael B. Jordan) reniega del progenitor al que no conoció, pero que así y todo lleva en sus puños. Johnson fue un niño abandonado y formado en la rudeza cruda de los reformatorios, rescatado por una de las mujeres oficiales del boxeador Apollo Creed —Mary Anne— (Phylicia Rashad), quien con inusitada generosidad vuelve suyo a un heredero ajeno.
Adonis se hace todo un hombre y a espaldas de ella participa en peleas de circuitos menores. La sangre tira, literalmente, pero también duele. Hay rabia contra la figura parental y también ganas de no ser emparentado con él, de escapar a toda costa de la tonelada que adjunta llevar el apellido Creed.
El héroe en ciernes se pone en contacto con un héroe de capa caída; Rocky Balboa, un Sylvester Stallone que demuestra que todos los desastres fílmicos del último tiempo son solo obra de su representante, que sin dudas es su peor enemigo y que merece el despido inmediato, al igual que el de Nicolas Cage. Entonces el púgil ítalo americano atiende su trattoria y visita a su mujer y cuñado en el cementerio; su hijo vive lejos para poder hacer una vida fuera del apellido Balboa; se trata de herederos que escapan y padres que llegan a hacerse cargo de vástagos prestados. Al final de día, todos queremos pertenecer a un clan, sea para amar, pelear u odiar, pero a fin de cuentas sentirse suscrito a una red.
Las calles de Filadelfia se exhiben con un esplendor lustroso, con nieve en los tejados y las veredas húmedas, mientras el hip hop y el soul abren las esquinas con consistencia y un oído entrenado. Y el cuadrilátero se hace efervescente y espectacular, en Creed hay calor de hogar, una expresión manida, digna de una publicidad de gas licuado, pero que no puede encajar mejor acá. Hay humor, ganas de superarse, de sobreponerse a todo, de cultivar la resiliencia —otra expresión agotada por la autoayuda— y de una vez cumplida la misión, irse a casa con los tuyos a celebrar las conquistas morales.
Tanto Rocky (1976) como Flashdance (1983) y Reto al destino (1982), pertenecen a la camada de la superación personal, todos militantes de la clase obrera y otros del white trash. Nos gustan los cuentos de patitos feos convertidos en ídolos, una posible clase de subgénero que nos llena de emociones nobles, y en este caso, nos demuestra que andar por la vida a la defensiva con las manos empuñadas no es algo condenable. Es tener la certeza de que no hay que bajar la guardia ante todos los golpes que vienen en camino. Pelear no es malo, el judeocristianismo nos ha hecho muy mal: saber defenderse es sano y permanecer con los brazos abajo no. Y Creed, en las manos de Ryan Coogler, se defiende con pasión, clase y certeza.